"AIRAOS, PERO NO PEQUÉIS" (Efesios 4:26)
Pregunta:
¿Cómo explicar las palabras del Señor en Efesios 4:26: "Airaos, pero pequéis..."?
Respuesta:
Notemos primero que encontramos una enseñanza idéntica en Santiago
1: 19-20. La Palabra de Dios distingue entre la ira según Dios, y "la ira del hombre [que] no obra la justicia de Dios". La ira según Dios es la indignación que siente la naturaleza
divina en presencia del pecado. La ira del hombre es también la indignación que provoca en él una falta cometida, sobre todo cuando él se halla perjudicado
o molestado por ella. La presencia del pecado no siempre es suficiente para que el hombre se indigne. El diccionario de la
Real Academia Española define la ira como una "pasión del alma, que causa indignación y enojo", y el diccionario Larousse
dice "pasión del alma, que se indigna contra lo que le disgusta". Bien sabemos que no hay nada que nos disguste tanto como
el ser tocados, heridos en nuestro amor propio. Por lo tanto, nuestra indignación contra el mal no puede servirnos como justa
medida para apreciar lo que debe ser la ira, porque la gravedad o culpabilidad del pecado viene, ante todo, del hecho que
todo pecado es cometido contra Dios, es decir que debe considerarse en relación con Dios y no con nosotros mismos. Si no estamos
en comunión con Dios, corremos el riesgo de juzgar el mal según 'nuestra' pobre medida, sea indignándonos con exceso,
sea obrando con demasiada tolerancia.
La
santidad absoluta de Dios no puede tolerar el pecado. Todo pecado provoca Su ira, pues es cometido primero contra Él, y deshonra
Su dignidad, y la majestad de Su Ser supremo. José le dijo a la mujer de Potifar: "¿Cómo, pues, haría yo este grande mal,
y pecaría contra Dios?" (Génesis
39:9). La medida de la ira divina fue mostrada en la cruz, cuando el Hijo amado de Dios, que habíamos ofendido, tomó sobre Sí mismo nuestros pecados y llevó
el castigo merecido. Entonces fue cuando se realizó sublime y plenamente que "la ira de Dios se revela desde el cielo contra
toda impiedad e injusticia de los hombres." (Romanos 1:18).
El creyente participa de la naturaleza divina, es "creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad"
(Efesios 4:24), por lo cual, en la medida en que permanece en comunión con Dios, tiene horror al pecado, y manifiesta una
santa indignación en su presencia. El siente, juzga lo que es el pecado en sí mismo para Dios, y, por consiguiente, para la
nueva naturaleza. No hay necesidad que se halle perjudicado para que se indigne.
Pero puede ocurrir también que el creyente mundanice, se familiarice con el mal, y entonces necesita la
exhortación del Señor: "Airaos, pero no pequéis". El cristiano que no se indigna demuestra su indiferencia ante el mal;
impasible en presencia del pecado, es propenso a mucha indulgencia para consigo mismo, y a indignarse contra el mal solamente
cuando se halla perjudicado. En este caso, se revelará muy susceptible, reprenderá con energía a los que le hayan dañado,
pero será indiferente en cuanto a los derechos de Dios. Su ira o indignación ya no será según Dios, será "la ira del
hombre [que] no obra la justicia de Dios", es decir, del hombre que no cumple con la justicia de Dios. Semejante indignación
es un pecado, y debemos evitarla.
Consideremos
ahora la enseñanza del apóstol Santiago. Después de haber declarado que Dios "nos engendró con la palabra de verdad" (Santiago
1:18 - BTX), exhorta a cada hombre a que sea "pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse, porque la ira del hombre
no obra la justicia de Dios" (Santiago 1: 19, 20). Pronto para oír, para que sus pensamientos y sus acciones estén formadas por la Palabra de Dios. Tardo para hablar, es decir, procurando que su lengua
sirva para expresar solamente lo que proviene de la nueva naturaleza enseñada por Dios, evitando ser como una fuente
que echa a la vez "agua dulce y am
arga"
(Santiago 3:11). Tardo en airarse, es
decir, tomando tiempo para poder juzgar primero si su ira es según Dios, o es la "ira del hombre".
La carne en nosotros se encuentra siempre dispuesta a entrometerse con lo que proviene de la nueva naturaleza.
Por eso, al declarar "airaos", el Espíritu de Dios añade, como exhortación correctiva: "pero no pequéis", para que evitemos
esta mezcla o asociación de 'la ira según Dios' con los sentimientos carnales. "Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol
sobre vuestro enojo; ni deis lugar al diablo." (Efesios 4: 26, 27). De modo que nuestra indignación contra el pecado debe
provenir únicamente del hecho que Dios ha sido ofendido, deshonrado por un acto contrario a Su naturaleza. Si los motivos
son diferentes, nuestra indignación o ira no es según Dios, y pecamos.
De
igual modo, la santidad es la separación del mal, por Dios, y Dios solo es su medida. Si rebajamos esta medida a nuestra propia estimación de las cosas, o a la
de otros, perdemos la verdadera medida de la santidad.
Una
verdadera indignación contra el mal tiene pues como causa y medida: Dios,
su gloria y sus intereses, y nuestros sentimientos naturales no deben
intervenir o influir en modo alguno. Además, la Palabra añade: "no se ponga el sol sobre vuestro enojo": Dios sabe con
qué facilidad dejamos introducirse nuestros sentimientos en lo que concierne a Su gloria, por lo cual nos muestra que nuestra
ira, nuestro enojo, no debe prolongarse más allá de una justa medida., Para ello, es preciso que nos juzguemos o examinemos
a nosotros mismos; de no hacerlo, 'damos lugar al diablo', dándole rienda suelta a la carne. La carne es un enemigo vencido
para el nuevo hombre, pero si nos colocamos en su propio terreno, si la dejamos obrar, ella se apodera de nosotros y
nos vence.
La confusión entre la ira del hombre y la ira o indignación según Dios ha producido siempre lamentables resultados
entre los santos. En presencia del mal, del pecado en la asamblea, el primer movimiento del alma es una indignación según
Dios, producida por la nueva naturaleza. Pero luego, la carne quiere intervenir; por eso, nuestra indignación no debe prolongarse,
salir de los límites que convienen, sino careceremos de discernimiento, y nuestro juicio será falseado por la introducción
de motivos carnales.
Existen
casos en los cuales el culpable no ha ofendido a nadie individualmente. Pero algún hermano habrá tenido dificultades con él anteriormente, guardándole resentimiento
o rencor, o teniéndole solamente antipatía. Estos sentimientos renacen en él, y su indignación va más allá de la medida
de los sentimientos del nuevo hombre, deja que 'el sol se ponga sobre su enojo', la carne obra, so pretexto de defender los
intereses del Señor, y Satanás halla una ocasión favorable para turbar y alterar el ejercicio de la disciplina según
Dios, produciendo turbación en la asamblea. ¡Hermanos!, es de toda
importancia que no guardemos rencor o resentimientos para con
los hermanos con quienes hemos tenido dificultades. Juzguemos estas cosas, juzguemos
y abandonemos las antipatías naturales: es una levadura que - tarde
o temprano - produce lamentables y funestos resultados.
Si
un hermano se estima perjudicado por el pecado de otro, debe obrar con mucha
reserva y, en su juicio, no añadir la 'ira que viene del hombre' a la indignación
según Dios. Es conveniente entonces que deje intervenir a aquellos cuyos intereses personales no son tocados, y quienes
cuidarán de hacerlo sin espíritu de partido, con el temor de Dios.
Amados
hermanos, seremos guardados en el pensamiento de Dios si pensamos ante
todo en Su gloria, en lo que es el pecado para Su naturaleza Santa, y si no olvidamos
que la santidad de Dios debe ser la santidad de la asamblea.
Ello nos preservará de introducir la carne, los motivos personales, el espíritu de partido o de familia, las
simpatías y antipatías naturales. Cultivemos la comunión con Dios, examinémonos a nosotros mismos, para tener en todo
el pensamiento de Dios, la estimación del santuario. Así será como evitaremos las intervenciones de la carne en las cosas
santas.
S.
P.
Revista "VIDA CRISTIANA", año 1961, No. 49.-