NO
ESTÉS ENOJADO CONTRA NOSOTROS PARA SIEMPRE
Todas las citas
bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas de la Versión
Reina-Valera
Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las
comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
VM = Versión Moderna,
traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones
Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).
Pregunta: ¿Por qué un creyente no puede usar
la oración, «No estés enojado contra nosotros para siempre» (Salmo 85:5)?
¿Acaso no se disgusta Dios, o se enoja con nosotros, cuando pecamos? ¿No
debemos, en este caso, procurar ser perdonados? ¿Y acaso no está Dios enojado
con nosotros hasta que hayamos buscado Su perdón?
E. J.
Respuesta: El primer punto que es necesario
tener en cuenta es que la Palabra de Dios declara expresamente que el creyente
en Cristo está libre de condenación. "No hay pues ahora condenación alguna
para los que están en Cristo Jesús." (Romanos 8:1 – VM). Tampoco es este
su privilegio actual solamente; su continuidad
les está prometida por la
misma Palabra. "Quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene
vida eterna, y no entra en
condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida." (Juan 5:24 – VM). Además,
el estado del creyente en este respecto, es contrastado en la Escritura con el
del incrédulo. "El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que
rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él."
(Juan 3:36). Entonces, si lo que distingue una clase de la otra es que la ira
de Dios está sobre el incrédulo, mientras que ya no está más sobre el creyente,
resulta muy evidente que ningún creyente puede usar inteligentemente la
oración, «No estés enojado contra nosotros para siempre.»
En cuanto a las preguntas restantes, es de suma
importancia distinguir entre la relación natural que todos nosotros mantenemos
con Dios como criaturas, y esas relaciones nuevas, bienaventuradas, con Él, en
las que entramos en el momento en que se puede decir verdaderamente acerca de
nosotros de que somos creyentes en Cristo. Como criaturas, somos responsables
para Dios, el santo, el justo, Juez de todos. Como criaturas caídas, estamos
condenados completamente y sin esperanza. "No entres en juicio con tu
siervo; Porque no se justificará delante de ti ningún ser humano." (Salmo
143:2). Tal era la confesión del salmista, anterior a la consumación de la
redención, y al triunfo pleno de la gracia en la muerte, resurrección, y
ascensión de nuestro Señor. Fue por nuestra total inhabilidad de estar así en
juicio delante de Dios que Cristo tomó nuestro lugar, y llevó nuestros pecados
en su propio cuerpo sobre el madero. (1ª. Pedro 2:24). Si la gracia ha atraído
nuestros corazones a aquel bendito Salvador, tenemos la Palabra de Dios que nos
asegura que en Su muerte en la cruz, nuestra
posición completa como criaturas
condenadas, pecadoras delante de Dios llegó a su fin. Creyendo en Él,
"tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados." (Efesios
1:7). El propio creyente es una persona justificada, acepta. "Siendo
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en
Cristo Jesús." (Romanos 3:24). "Aceptos en el Amado" (Efesios
1:6). El creyente entra así, en el momento en que es un creyente, en una
relación con Dios enteramente nueva. Ya no está condenado, ni bajo la ira, sino
que es una persona perdonada, justificada, acepta, por la gracia ilimitada de
Dios, y la eficacia infinita de la preciosa obra de Cristo. El creyente es
adoptado, además, en la familia de Dios; sí, nacido de Dios, y es así,
realmente, Su hijo. Él es uno con Cristo, como un miembro de Su cuerpo, —"porque
somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos." (Efesios 5:30).
Estando en estas nuevas relaciones con Dios, es
posible para el creyente, sin duda alguna, fracasar en el servicio y la
obediencia adecuados a dichas relaciones. Es posible, incluso, que por falta de
dependencia práctica de Dios, y de vigilancia contra el enemigo, él pueda caer
en pecado. Puede necesitar, de este modo, el perdón de Su Padre, o necesitar
misericordia "del Señor" —del Señor Jesucristo. Pero en ninguno de
los casos su pecado necesita el perdón, en
cualquiera de esos sentidos que él mismo una vez necesitó, para que llegara
a ser un hijo de Dios, y un miembro de Cristo. El perdón y la justificación que
acompañan a mi introducción a la familia de Dios son concedidos una vez y para
siempre; y las relaciones con Dios a las que he sido llevado así, son tan
inmutables como Él mismo. Pero si, siendo un hijo de Dios, yo estoy contra mi
Padre, Su gobierno paternal se extiende a este caso, y puedo tener que sufrir
los castigos presentes de Su mano, "Y si invocáis por Padre a aquel que
sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor
todo el tiempo de vuestra peregrinación." (1ª. Pedro 1:17). Pero ¡qué
amplio es el contraste entre los castigos del Padre, los cuales emanan del amor
y son enviados "para que participemos de su santidad" (Hebreos
12:10), y esa "ira" o "enojo" que reposa sobre los
incrédulos, y de los cuales somos librados una vez y para siempre, cuando el
ojo reposa, en fe, en Cristo y Su sangre preciosa!
Además, es a este estado de cosas que se aplica
la abogacía y el sacerdocio de Cristo. Tampoco es el objeto de estas
bienaventuradas provisiones de gracia dirigir hacia nosotros el corazón de
nuestro Dios y Padre, como si nuestros pecados y fracasos nos hubiesen alejado
de ese corazón de amor. "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no
pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a
Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados." (1ª.
Juan 2: 1, 2). Nuestro Padre querría tenernos tan ocupados con la revelación de
Él mismo en Cristo, el Hijo de Su amor, como para guardarnos de pecar. Pero si,
para nuestra vergüenza y dolor, nosotros pecamos, no se trata de que Él deja de
ser nuestro Padre, o de que necesitemos una nueva justificación. Abogados
tenemos para con el Padre, a
Jesucristo, el cual, en el terreno de Su justicia consumada, y de haber sido Él
la propiciación por nuestros pecados, ruega por nosotros, y obtiene esas
provisiones de gracia mediante las cuales nuestras almas, humilladas y
restauradas, disfrutan nuevamente del intacto resplandor del rostro de nuestro
Padre, de la inmutable dulzura del amor de nuestro Padre.
Difícilmente podría haber una respuesta más
específica a las consultas que están ante nosotros que las que nos ofrecen las
palabras del apóstol en Romanos 8, donde, habiendo considerado cada aspecto en
los que el tema de la seguridad y la bienaventuranza del creyente pudo ser
considerado, él pregunta triunfalmente, "¿Qué, pues, diremos a esto? Si
Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio
Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él
todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que
justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que
también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también
intercede por nosotros."
William
Trotter
Publicado
en la revista "The Bible Treasury", Primera y Segunda Edición,
Febrero 1858.-
Traducido
del Inglés por: B.R.C.O. – Abril 2013.-
Versión Inglesa |

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