ALGUNAS
REFLEXIONES ACERCA DEL
PRIMER
LIBRO DE SAMUEL CAPÍTULOS 1 A 3
Todas
las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas
de la Versión Reina-Valera
Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las
comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
VM
= Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada
por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).
Los tres primeros capítulos del primer libro de
Samuel nos dan la historia de dos casas: la de Elí y la de Ana. El relato hace
mención de Elcana, marido de Ana, pero es casi únicamente de ella que se trata
cuando el Espíritu de Dios nos habla de Samuel: por lo tanto decimos, la casa
de Ana, antes que la de Elcana.
La diferencia es manifiesta: por un lado Elí,
hombre de edad y experimentado, sacerdote y a la vez juez en Israel, revestido
pues de una autoridad a la par de una responsabilidad, no solamente como jefe
de su propia casa, más también jefe del sacerdocio de la casa de Jehová: por
otra parte, Ana, "vaso más débil" según la expresión de 1ª. Pedro
3:7, pero consciente de su responsabilidad como madre, respecto al hijo que
había pedido a Dios y lista para hacer frente a las responsabilidades de su
marido, sin energía a veces, o por lo menos dejado en último plano en el relato
(excepto en 1º. Samuel 2: 11 y 20) después de haber pronunciado las palabras
relatadas en el versículo 23 del primer capítulo.
En Elí, está la fuerza, las capacidades
espirituales, recursos dados por Dios y de las que él es responsable; en Ana,
la flaqueza inherente a su condición sin que al parecer ella recibiera de parte
de su marido el socorro que podía esperar de él.
Y sin embargo, ¿dónde hallamos la fidelidad y la
espiritualidad? En Ana y no en Elí. Tanto es verdad que la fidelidad puede
manifestarse allí donde no hay sino poca fuerza —¿no es justamente lo esencial
en los caracteres de la asamblea en Filadelfia? (Apocalipsis 3:8)— mientras que
a veces desaparece allí donde los recursos particulares de Dios hubiera
otorgado el derecho de verla.
Estas dos historias, la de la fidelidad y la de
la infidelidad, se hallan entrelazadas tanto en estos capítulos como en la vida
de los creyentes de todos los tiempos. Entre tantas infidelidades, tanto más
humillantes cuanto Dios ha dado todos los recursos necesarios para andar de una
manera digna de El ¿no vemos algunos rasgos de fidelidad que son todos alientos
para la fe, porque sacan a la luz la obediencia de creyentes que, pese a su
debilidad sentida y confesada, permanecen firmes en el camino de Dios?
Es así que, en el capítulo 2, sobre todo
después del párrafo que expone la mala conducta de Ofni y Finees, haciendo también
resaltar la responsabilidad de Elí en cuanto a ello (1º. Samuel 2: 12-17 y
22-25, 27-36), en seguida algunos versículos, uno solo tal vez, ponen de
relieve el desarrollo espiritual de Samuel (1º. Samuel 2:18 a 21:26; 3:1). ¡Qué
contraste ofrecen estos cortos versículos sobre el conjunto! De la misma manera
también, la fidelidad de los que desean obedecer a la Palabra y caminar
conforme a sus enseñanzas, independientemente de cuál sea el precio que les
pueda costar, es como un rayo de luz en el seno de la noche.
Consideremos primero lo que se relaciona con
Elí y su casa. La conducta de Ofni y Finees está lejos de corresponder a la
posición ocupada por su padre y aún a su propia posición, pues eran sacerdotes
de Jehová. Con el menosprecio de los derechos de Dios, como también de los
privilegios de adoradores, agregan el egoísmo de sus corazones apoderándose de
los sacrificios traídos a Silo a su propia satisfacción: "era, pues, muy
grande delante de Jehová el pecado de los jóvenes" (1º. Samuel 2:17). Se
agregaba otro pecado señalado un poco más adelante en el capítulo (versículo 22).
Por consiguiente, tanto en el punto de vista moral, como en el ejercicio del
sacerdocio, la conducta de los hijos de Elí deshonraban el nombre de Jehová.
Elí lo sabía, es cierto, y no dejó de reprender
a sus hijos en cuanto a sus malas acciones llamándoles la atención acerca de su
responsabilidad delante de Dios frente al pueblo: "¿Por qué hacéis cosas
semejantes? Porque yo oigo de todo este pueblo vuestros malos procederes. No,
hijos míos, porque no es buena fama la que yo oigo; pues hacéis pecar al pueblo
de Jehová" y subrayando el carácter de extrema gravedad de su pecado
agrega: "si alguno pecare contra Jehová, ¿quién rogará por él?" (1º.
Samuel 2: 22-25). Pero allí se termina la intervención de Elí, de ese padre
frente a sus hijos. De hecho los ha reprendido, pero no obró según la
responsabilidad que tenía de hacerlo, pues éste era el motivo del juicio que
Jehová ejecutará contra la casa de Elí: "Juzgaré su casa para siempre, por
la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los
ha estorbado." (1º. Samuel 3:13). ¿A qué atribuir esa falta de energía
para obrar? Sin duda era ya "muy viejo" cuando se enteró "de
todo lo que sus hijos hacían con todo Israel" (1º. Samuel 2:22), y esa
vejez puede explicar, en cierta medida, la debilidad de un padre, pero, el
verdadero motivo de su falta de energía en el ejercicio de la autoridad que le
fue confiada es revelado por el varón de Dios, trayendo el mensaje de Jehová:
"Y has honrado a tus hijos más que a mí..." (1º. Samuel 2:29) y esto le
asociaba al pecado de ellos aunque los había reprendido.
El juicio anunciado se cumplirá: en la batalla
cuyo relato tenemos en 1º. Samuel 4, el arca de Dios fue tomada, los dos hijos
de Elí, Ofni y Finees fueron muertos y cuando se enteró de la noticia, "Elí
cayó hacia atrás de la silla al lado de la puerta, y se desnucó y murió"
(1º. Samuel 4: 11-18).
—¡Qué serio y solemne es todo aquello! Esto ¿no
debería hacer volver en sí profundamente a padres cristianos, responsables ante
Dios en cuanto a sus hijos? Sin duda, al padre, de una manera especial, que de
parte de Dios debe ejercer su autoridad como jefe de familia, le podemos
preguntar: ¿está esa autoridad mantenida con amor y con firmeza también en los
hogares cristianos? El padre que se limita solamente a reprensiones, como las
hiciera Elí a los suyos, permanece asociado con el mal cometido por sus hijos.
De hecho, al no actuar, no ejerce la autoridad que Dios le confió: falta a su
responsabilidad, 'honra a sus hijos más que a Dios' y no los 'estorba' (o
refrena) en el camino de la desobediencia.
La causa primordial de esta falta de energía,
hela aquí: la honra debida a Dios que debe ser manifestada en el ejercicio de
la autoridad que él mismo ha dado, cedió el paso, en el corazón del padre a los
sentimientos que siente para con sus hijos. El amor paterno, sin duda, es un
sentimiento según Dios, pero no es incompatible con el honor debido a Dios; al contrario,
este amor no puede ejercerse verdaderamente sino en la medida en que Dios será
honrado. El padre que 'honra a sus hijos más que a Dios' no los ama verdaderamente.
El amor conduce a la debilidad y en el fondo no es más que un sentimiento
carnal. Dejarse guiar por tal sentimiento, significa encaminarse hacia una
senda de infidelidad para con Dios, significa ir hacia la ruina espiritual para
sí mismo y para sus hijos: y más aún, a no ser que Dios intervenga en gracia
mediante el ejercicio de su gobierno, se encontrará, tarde o temprano, tal como
Elí y sus hijos.
Este es un principio general: cuando Dios nos
ha colocado en una posición y en una esfera donde Él nos dio la responsabilidad
de actuar con la autoridad necesaria para ello —la posición de un jefe de
familia en su hogar, es el ejemplo más típico, nada más que un ejemplo— si faltamos
a nuestra responsabilidad no ejerciendo la autoridad que Dios nos confió,
nuestro discernimiento espiritual irá debilitándose hasta casi desaparecer
completamente. Por otra parte, la debilidad espiritual irá acompañada de una
falta de energía moral que nos impedirá hacer lo que se debía hacer en todos
los casos en que hubiéramos podido discernirlo aunque fuere imperfectamente.
¿No está allí la causa de numerosos declives espirituales, individuales o
colectivos?
Elí era jefe de su casa, pero también jefe del
sacerdocio. Pese a su piedad, vino a ser un sacerdote infiel (1º Samuel 2:35),
y esto por los mismos motivos que aquellos revelados en cuanto a su casa. Hoy
día es la Asamblea reunida, hermanos y hermanas, la que es llamada a ejercer el
sacerdocio delante de Dios, según 1ª. Pedro 2:5. La Asamblea tiene
responsabilidades en cuanto a mantener el orden y la santidad que deben caracterizar
la casa de Dios. Una autoridad le ha sido confiada (Mateo 18:18), esencialmente
vinculada a la presencia del Señor en medio de 'dos o tres congregados en Su
nombre' (Mateo 18:20), autoridad que no puede ser ejercida fuera de la
dependencia de Aquel que es el jefe del sacerdocio, jefe de la Asamblea; esta
dependencia tiene su expresión en la oración (Mateo 18:19). Si una Asamblea se
limita a reprensiones verbales —y con mucha más razón si no las hace— sin ejercer
luego los actos que pueden mostrarse necesarios, y si como los hijos de Elí, el
culpable no escucha, esta Asamblea permanece asociada con el pecado cometido (compárese
con 1º. Samuel 2:29). "¿Por qué habéis hollado mis sacrificios y mis
ofrendas, que yo mandé ofrecer en el tabernáculo; y has honrado a tus hijos más que
a mí, engordándoos de lo principal
de todas las ofrendas de mi pueblo Israel?" 'Honras a tus hijos más que a mí'
es una
palabra que aquí puede tener su lugar ¿no es a veces por razones sentimentales
que una Asamblea rehúsa actuar o también carece de energía para hacerlo? Se
teme desagradar a tal o cual por razón de parentesco o relaciones fraternales y
así se pasa por encima de lo que, sin embargo, debería ser juzgado. Si una
asamblea se halla falta de energías para juzgar un mal manifiesto en su seno,
por una parte permanece asociada con ello y por otra, se mostrará un
debilitamiento de su nivel espiritual; y al final podría Dios ejercer en ella,
un juicio gubernamental que llegaría hasta 'quitar
el candelero de su lugar'. (Apocalipsis 2:5) ¿No lo ha hecho El, a su
tiempo, con las asambleas en Corinto, Éfeso o Pérgamo y con otras aún?
"Columna y apoyo de la verdad" (1ª.
Timoteo 3:15 – VM), la iglesia está en este mundo para dar a conocer a Dios,
presentar a Cristo, Su persona y Su obra. Los 'dos o tres reunidos en el nombre
del Señor' en una localidad, son la expresión de la iglesia como testimonio,
responsables de mantener lo que les ha sido confiado, "de llevar el
arca". Para "llevar el arca" en los días de la dispensación
mosaica, eran indispensables los hijos de Leví. Si este servicio les había sido
encargado, es porque, en primer lugar, cuando el asunto del becerro de oro,
mientras que el desorden y la confusión reinaban en el campamento de Israel,
habían respondido al llamamiento de Moisés: "¿Quién está por Jehová?
Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví." (Éxodo
43:26). Moisés, que era también un hombre de esta tribu, pudo ver con profunda
satisfacción, a todos estos hijos de Leví, juntarse con él. ¿Cuáles eran los
verdaderos motivos que los hacían actuar? ¿Habrían acudido porque, hijos de
Leví, respondían al llamado de uno de los suyos? Declararse "por
Jehová", reunirse con aquellos que lo hacen también, no basta; podría ser
nada más que una mera profesión exterior, preciso es que los corazones sean manifestados;
Moisés pone a prueba a esos hijos de Leví: "Así ha dicho Jehová, el Dios
de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a
puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su
pariente." ¿Cómo obedecer a semejante orden? El corazón natural rehúsa. Esto
significa claramente que aquel que se declara por Jehová, para salvaguardar el
testimonio, debe mostrar, no solamente en palabras sino en actos, que ninguna
consideración sentimental puede detenerlo en la senda de la obediencia a la Palabra
y en la de la fidelidad al Señor. No es un verdadero "hijo de Leví"
aquel que cede el paso a los vínculos carnales que lo unen a un hermano, a un
compañero, a un íntimo. ¡Ay, cuántas veces semejantes consideraciones tienen
mayor peso para nosotros que los derechos del Señor, la exigencia de Su
santidad y lo que conviene a Su gloria! Los hijos de Leví, sin excitación ni
razonamiento, "lo hicieron conforme al dicho de Moisés", demostraron,
¡y a qué precio! que honraban a Jehová
más que a hermanos o a íntimos. Hoy, al igual que entonces, la conservación de
un testimonio fiel tiene este precio: honrar al Señor por sobre todo y ante
todo: éste es siempre el camino de la bendición: "Hoy os habéis consagrado
a Jehová, pues cada uno se ha consagrado en su hijo y en su hermano, para que
él dé bendición hoy sobre vosotros." (Éxodo 32: 21-29).
Para exhortar al pueblo a andar en la senda de
obediencia, Deuteronomio 10 pone en contraste la desobediencia de Aarón
acarreándole el juicio gubernamental de Dios con la obediencia de los hijos de
Leví y todos los privilegios que resultaron de ello: "En aquel tiempo
apartó Jehová la tribu de Leví para que llevase el arca del pacto de Jehová,
para que estuviese delante de Jehová para servirle, y para bendecir en su
nombre, hasta hoy…" (Deuteronomio 10: 8, 9). Por haber respondido al llamado
de Moisés y ejecutado la orden recibida, los hijos de Leví fueron apartados
para llevar el arca del testimonio a todo lo largo de las etapas del desierto.
Solo ellos tenían ese privilegio y responsabilidad (véase Números 1: 47 a 54, Números
capítulos 3 y 4; Números 7:4 a 8:26; 1º. Crónicas 15: 2, 14, 15, 26), y a la
vez, el servicio sagrado que menciona Deuteronomio 33: 8 y 11, es decir, la
presentación de la Palabra, la intercesión y adoración (compárese con Malaquías
2: 4-7). Quiera Dios darnos ser verdaderos hijos de Leví.
Ceder el paso a sentimientos humanos a favor de
nuestros parientes según la carne, o a nuestros hermanos en la fe, antes que a
los derechos de Dios, es desconocer lo que dijo el Señor a Sus discípulos y que
permanece siempre verdadero: "El que ama a padre o madre más que a mí, no
es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí"
(Mateo 10:37). Y a veces sucede que relaciones de familia, vínculos fraternales,
impiden tener una visión del asunto planteado y, más aún, obstaculizan la
solución que convendría. Cuando esto sucede se cubre el mal aun cuando como Elí
se lo desaprueba con sus labios, en vez de ejercer la disciplina necesaria para
que sea juzgado. Cuán poco sabemos unir 'al afecto fraternal, el amor' (2ª. Pedro
1:7). A menudo faltamos a este respecto, y nuestras faltas y nuestros errores
son, en muchos casos, el origen de un decaimiento espiritual en nuestras casas
o en las asambleas, y de este decaimiento brotan tantos males sobre los cuales
gemimos.
Bendito sea Dios, nunca se encuentra, en
cualquier tiempo que sea, la presentación de un testimonio que se
caracterizaría nada más que por la infidelidad. En el seno mismo de un conjunto
que ha fracasado completamente en su responsabilidad, Dios suscita un remanente,
testigos que le glorifican por su fidelidad. En el fondo sombrío de un cuadro,
hay siempre algunos rayos de luz, y cuanto más sombrío parece, más luminosos
son los rayos. Siempre habrá fidelidad manifestada a través mismo de mucha
infidelidad, habrá siempre personas como Ana al lado de sacerdotes como Elí, Ofni
y Finees.
Chocando con la hostilidad de Penina, con la
incomprensión de Elí, Ana no se halla en ninguna manera desalentada aun cuando
'llora abundantemente' (1º Samuel 1:10). Su único recurso es Dios; es a Él a
quien se dirige, pero si le pide "un hijo varón" no es para la
satisfacción egoísta de su corazón de madre hasta ahora privada de hijos, sino
en vista del servicio y la gloria de Jehová: "Yo lo dedicaré a Jehová
todos los días de su vida" (1.a Samuel 1:11). En ella, los sentimientos,
por legítimos que sean, que una madre puede sentir para un hijo y sobre todo para
un hijo ardientemente deseado, no toman la preminencia sobre lo que es debido a
Dios, y esto porque era el verdadero amor de una madre para su hijo. ¡Qué contraste
entre la conducta de Ana con la de Elí! Cierto, Jehová no hubiera dicho a Ana: 'Tú
honras a tu hijo más que a mí'.
Ana cumple lo que ha prometido y lo hace con
gozo, con un canto en sus labios: "Mi corazón se regocija en Jehová"
(1º. Samuel 2:1). Este hijo recibido de Dios lo ofrece a Dios, no con pesar o
bajo el efecto de un deber más o menos aceptado, sino con el gozo de poder
hacer algo para Él. El desarrollo espiritual de Samuel, calificándolo para el
ejercicio de un ministerio profético, constituye la rica recompensa dada a esta
madre fiel y piadosa; Samuel se prosterna delante de Jehová, le sirve a Él en
presencia de Elí, luego sirve delante de Jehová ceñido de un efod de lino; si
Ana se halla bendecida así, Elcana lo es también con ella, tres hijos y dos
hijas le son dados, pero la bendición más preciosa otorgada, sin duda, es ésta:
el joven Samuel crecía delante de Jehová y agradaba delante de Dios y delante
de los hombres, tal como otro joven que, más tarde, "crecía en sabiduría y
en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres" (Lucas 2:52): "Samuel
crecía, y Jehovah estaba con él y no dejaba sin cumplir ninguna de sus
palabras" y, en fin, alcanza un grado de desarrollo espiritual que permite
a Jehová establecerlo como Su profeta (1º. Samuel 1:28; 1º Samuel 2: 11, 18,
21, 26; 1º. Samuel 3:1, 19, 21). Se
verifica así lo que leemos en 1ª. Timoteo 3:13: "Porque los que bien
ministraren, ganan para sí buen grado, y mucha confianza en la fe que es en
Cristo Jesús." (1ª. Timoteo 3:13 – RVR1909).
Aunque estando en Silo con Elí el sacerdote,
Ana, su madre, se ocupaba de Samuel: "Y le hacía su madre una túnica
pequeña y se la traía cada año" (1º Samuel 2:19). Tal vez este detalle
tenga un alcance espiritual: atendemos a las necesidades de nuestros hijos a
medida de su desarrollo físico, pero ¿sabemos ocuparnos de ellos cuidando y
acudiendo a su ayuda en su desarrollo espiritual? Elí no 'estorba' a sus hijos
en el camino de desobediencia e iniquidad, mientras que Ana ayuda a Samuel,
proveyendo a las necesidades de su desarrollo.
La debilidad que nos caracteriza no constituye
una excusa para permanecer inactivos: es Ana la que nos es presentada en
relación con Samuel más bien que Elcana, para hacernos ver, entre otras cosas,
que nuestra poca fuerza no es un obstáculo al cumplimiento de lo que Dios nos
pide... Si en nuestra vida cristiana existe piedad unida al deseo de ser fieles
y mantener los derechos de Dios, dándoles la preminencia sobre cualquier otra consideración
y, en particular, sobre los sentimientos más legítimos que nuestros corazones
pueden sentir, probaremos un verdadero enriquecimiento espiritual para nosotros
y, si es el caso, para aquellos cuya responsabilidad Dios nos ha confiado.
Amado lector, que la historia de Elí y de sus
hijos constituya una seria advertencia, y la de Ana un aliento, dándonos un profundo
deseo de imitar los caracteres manifestados por tan piadosa y fiel mujer en
Israel.
Paul Fuzier
Revista "Vida Cristiana", Año 1968, No. 96.-
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