EL VERDADERO FUNDAMENTO DE LA PAZ
Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que,
además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada
con permiso
"Cuando yo vea la sangre pasaré sobre vosotros" (Éxodo
12:13 – LBLA)
La sangre sobre el dintel aseguró la paz de Israel. No precisaba otra cosa que la aspersión de la sangre para
gozar perfecta paz a cubierto del ángel destructor. Dios no añadió nada a la sangre porque nada más precisaba para poder salvar
de la espada de la divina justicia. Dios no dijo: «Luego
que viere la sangre y los panes sin levadura, o las yerbas amargas, pasaré por encima de vosotros.»
De ningún modo; esas cosas tenían su propio lugar y en él su justo valor; pero jamás podían ser consideradas como
base de la paz en presencia de Dios. Se hace muy preciso presentar bien clara y sencillamente a la inteligencia de todos nosotros
los verdaderos e inmutables fundamentos en que descansa la paz. Tantas cosas se han mezclado a la obra de Cristo,
que muchas almas se encuentran a oscuras a este respecto, y en medio de la incertidumbre en lo que toca a su aceptación
por Dios. Bien saben que no hay otro camino de salvación que el de la sangre de Cristo; también los diablos saben esto, pero
el saberlo de nada les aprovecha. Lo necesario es saber que estamos salvados, que somos salvos, absoluta, perfecta
y eternamente. El estar salvado en parte, o perdido en parte; absuelto en parte y en parte condenado; muerto a la vez
que vivo; y nacido de Dios en parte y en parte no, eso no existe, ni puede existir según Dios. Existen solamente los dos estados,
y es preciso que cada uno de nosotros se encuentre en el uno o en el otro y no en los dos a la vez. El Israelita no se hallaba
en parte abrigado por la sangre, y en parte expuesto a la espada justiciera; sabía que estaba ya a salvo. No lo esperaba
como una cosa futura, o una contingencia dudosa. Estaba enteramente a salvo. ¿Y por qué? Porque Dios había dicho: "Cuando yo vea la sangre pasaré sobre vosotros." Se apoyó sencillamente sobre el testimonio
de Dios acerca de la sangre; afirmó que Dios era verdadero.
Creyó a la palabra de Dios, y esto le dio la paz. Podía tomar su lugar en la fiesta de la Pascua con toda confianza,
quietud y seguridad, sabiendo que el Ángel destructor no podía tocarle puesto que una víctima sin defecto había muerto
por él. Si se hubiese preguntado a un israelita sobre la paz que gozaba: ¿qué hubiera contestado? ¿Hubiera dicho: «Yo sé que no hay otro modo de escapar, sino por la sangre del
cordero, y yo sé que este camino es divinamente perfecto, y, además, yo sé que aquella sangre ha sido vertida y rociada sobre
los postes de mi puerta; sin embargo, no me siento satisfecho, no puedo asegurarme que estoy en salvo; temo de no
dar a la sangre su justo valor y de no amar al Dios de mis padres como es debido»? ¿Hubiera un Israelita respondido así? No,
por cierto. Pero entre los que profesan ser cristianos se cuentan por cientos de miles los que usan tal lenguaje cuando
se les pregunta si tienen la paz con Dios, la paz de sus conciencias. Ponen sus propios pensamientos respecto de la sangre
en el lugar de la sangre misma; y así, resulta que hacen depender la salvación solamente de ellos mismos, como si hubieran
de ser salvados por sus obras.
El Israelita era salvado por la sangre sola y no por sus propios pensamientos. – Sus pensamientos
podían ser profundos, o superficiales; pero ni lo uno ni lo otro tenían nada que ver con su salvación; no era salvado
por sus pensamientos, ni por sus sentimientos de la sangre, pero sí por la sangre. Dios no había dicho: «Cuando vosotros veréis la sangre, pasaré por encima de
vosotros» sino que dijo: "Cuando yo vea la sangre". Lo que dio la paz al
Israelita fue la certeza de que el ojo de Jehová permanecía fijo sobre la sangre. Esto solo sosegó su corazón. La sangre
estaba fuera y el Israelita quedaba dentro con la puerta cerrada, de manera que no le era posible verla; pero Dios la
veía y esto bastaba.
Esto tiene fácil aplicación a la paz de un pecador. Cristo, habiendo derramado su sangre como perfecta expiación
por el pecado, la ha rociado en presencia de Dios, y el testimonio de Él asegura al creyente que todo está hecho a su favor,
y nada más queda que hacer. Todas las demandas de la justicia han sido satisfechas; el pecado ha sido alejado una vez
para siempre de sus santos ojos, de manera que todo el amor que existía en el seno de Dios por nosotros, halla modo de expresarse
así, y puede correr por el camino que Cristo ha abierto por el sacrificio de Sí mismo. El Espíritu Santo da testimonio de
esta verdad. Muestra siempre la estimación en la que Dios tiene la sangre de Cristo. Presenta al pecador la obra consumada
sobre la Cruz. Declara que todo está hecho, que el pecado ha sido quitado y la justicia satisfecha, aprontada 'para todos
los que han creído.' ¿Creído qué? Lo que Dios dice, porque Él lo dice y no porque ellos lo sientan.
Empero, tenemos siempre la tendencia de buscar en nosotros mismos el fundamento de la paz. Consideramos la obra
del Espíritu en nosotros, en lugar de la obra de Cristo por nosotros, como el fundamento de la paz. Esto es un gran error. Sabemos que las operaciones
del Espíritu de Dios tienen su propio lugar de acción en el cristianismo, pero nuestra paz no se fundamenta sobre Su
obra. El Espíritu Santo no hizo la paz; fue Cristo quien la hizo. No se puede decir que el Espíritu Santo sea nuestra paz
– Cristo es nuestra paz. Dios no anunció las buenas nuevas de la paz por medio del Espíritu Santo sino por medio de
Jesucristo. (Hechos 10:36.) Dios envió palabra a los hijos de Israel anunciando la paz por medio de Jesucristo: este es el
Señor de todos. "Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo
en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo
y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.
Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca." (Efesios 2: 14 al 17).
"Y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo
la paz mediante la sangre de su cruz." (Colosenses 1:20).
El Espíritu Santo nos presenta a Cristo; nos hace conocer, gozar, y alimentar de Cristo. Da testimonio a Cristo,
toma de las cosas de Cristo y nos las enseña a nosotros. Él es el poder de comunión, el sello, el testigo, las arras, la unción;
en fin, Sus operaciones son esenciales. Sin Él, no podemos ni ver, ni oír, ni sentir, ni experimentar, ni gozar nada de Cristo,
esto es claro, y todo cristiano verdadero e instruido comprende y acepta esto. Sin embargo, la obra del Espíritu no es el
fundamento de la paz, aunque nos pone en estado de gozar de la paz, Él no es nuestro título, aunque nos manifiesta nuestro
título, y nos pone en estado de gozarlo.
El Espíritu Santo continúa siempre su obra en el alma del creyente. "Intercede por nosotros con gemidos indecibles."
(Romanos 8:26). Trabaja para conformarnos al Señor Jesucristo. Aspira a presentar todo hombre perfecto en Jesucristo.
Es el autor de todo buen deseo, de toda santa aspiración, de toda inclinación pura y celestial, de toda divina experiencia,
pero Su obra en nosotros, y para con nosotros, no será consumada hasta que hayamos dejado la escena presente y una vez hayamos
sido llevados a nuestro lugar con Cristo en la gloria: como sucedió en el caso del criado de Abraham, su obra no fue terminada
hasta que hubo presentado Rebeca a Isaac.
La
obra de Cristo por nosotros difiere de la del Espíritu; aquélla es absoluta y eternamente consumada. Él podía decir: "He acabado
la obra que me diste que hiciese" (Juan 17:4), y otra vez "Consumado es" (Juan 19:30). El Espíritu Santo no puede aún decir
que ha consumado Su obra. Es verdad que ha trabajado con paciencia y fidelidad durante casi dos mil años – el divino
Vicario de Cristo sobre la tierra. Todavía obra entre las diversas influencias hostiles que rodean Sus operaciones; todavía
obra en los corazones del pueblo de Dios para que su progreso en la vida cristiana les lleve en práctica y experimentalmente
a alcanzar la medida divina que Dios nos ha dado. Pero nunca enseña a un alma apoyarse sobre Su obra para obtener paz en la
presencia de la santidad divina. Su misión es hablar de Jesús; no de Sí mismo. Dice Cristo: "Tomará de lo mío, y os lo
hará saber". (Juan 16:14). No puede presentar al alma otro fundamento sobre el cual pueda morar para siempre con seguridad,
sino la obra de Cristo. Es sobre el fundamento y en virtud de la perfecta expiación de Cristo, que el Espíritu Santo
mora y obra en el creyente, "En él también
vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados
con el Espíritu Santo de la promesa." (Efesios 1:13). El Espíritu Santo no tiene poder ninguno
para abolir el pecado. Esto es hecho por la sangre de Cristo. "La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado."
(1 Juan 1:7). Muy importante es distinguir entre la obra del Espíritu en
nosotros, y la obra de Cristo por nosotros. Donde exista esa
confusión, raramente se halla perfecta paz con referencia al pecado. El tipo de la Pascua evidencia esa diferencia muy claramente.
La paz del Israelita no se fundaba en los panes sin levadura, ni en las yerbas amargas, sino en la sangre. No era cuestión
de lo que él pensara de la sangre, sino de lo que Dios pensaba. Esto da gran consuelo al corazón. Dios ha provisto un rescate
y nos lo manifiesta a nosotros pecadores, para que nosotros podamos descansar en Él sobre la autoridad de Su palabra, y por
la virtud del Espíritu Santo. Y aunque necesariamente nuestras ideas y sentimientos no logran jamás ponerse a la altura
del valor infinito de este precioso rescate, sin embargo, puesto que Dios nos dice que Él está perfectamente satisfecho acerca
de nuestros pecados, podemos y debemos también nosotros quedar satisfechos. Bien puede nuestra conciencia hallar
perfecta paz donde la santidad de Dios también la ha hallado.
Amado
lector: Si usted todavía no ha hallado la paz en Jesús, le rogamos medite este asunto detenidamente. Vea la sencillez del
fundamento sobre el cual se basa nuestra paz. A Dios le agrada la obra completa de Cristo. Se complació en Él "por amor de
su justicia." (Isaías 42:21).
Esta
paz no se debe fundamentar sobre sus sentimientos, ni sobre su experiencia, pero sí sobre la sangre derramada por el
Cordero de Dios, y de esta manera Su paz no deriva de sus sentimientos o de su experiencia personal, sino que lleva el sello
de la misma sangre preciosa, que es de valor y poder inmutable a juicio de Dios.
¿Entonces,
qué queda para el creyente? ¿A qué es llamado? A observar la fiesta de los panes sin levadura, a apartarse de todo lo
que es contrario a la santa pureza de su elevada posición. Es su privilegio alimentarse de aquel Cristo precioso cuya
sangre ha borrado todo su pecado. Librado así de la espada del destructor, a él le toca celebrar la fiesta en santo reposo,
dentro de la puerta rociada de sangre, bajo el perfecto abrigo que el amor de Dios ha provisto por la sangre vertida
por Cristo en la Cruz.
Que el Espíritu Santo guíe a todo corazón temeroso y vacilante a hallar la paz, en el testimonio divino que
estas palabras encierran: "Cuando yo vea la sangre pasaré sobre vosotros"
(Éxodo 12:13 – LBLA)
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1962, No. 58.-