¿QUÉ ES EL MUNDO
Y CÓMO UN CRISTIANO DEBE VIVIR EN ÉL?
Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas
dobles ("") y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto
en los lugares en que, además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H.
B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).
"No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en
él." (1ª. Juan 2:15)
"¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo,
se constituye enemigo de Dios." (Santiago 4:4).
¿Qué
es el mundo? He aquí una pregunta, de suma importancia, que forzosamente se presenta al atento examen de todo creyente serio
y reflexivo. ¿Qué es este mundo, del cual la Palabra le exhorta a conservarse sin mancha? (Santiago 1:27).
La
Escritura usa la Palabra mundo en tres sentidos diferentes. En primer término significa, literalmente, el orden,
el sistema, la organización de la vida humana; luego, la tierra en sí misma es llamada "el mundo", porque constituye
la escena en la cual se desarrolla aquel sistema; por fin, llamamos "mundo" al conjunto de los individuos que viven conforme
a este sistema. Se puede, pues, distinguir entre la escena del mundo, las personas del mundo, o el sistema
del mundo.
Cuando
leemos en la Palabra que "Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores" (1ª. Timoteo 1:15), bien podemos entender
que Él vino a la escena de este mundo, y que entonces se halló, inevitablemente, en contacto con el sistema
del mundo, que tanto le odiaba. Él decía de sus discípulos: "No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo" (Juan
17:16), es decir, que ellos no formaban parte de aquel sistema, en el cual, por el contrario, los demás hombres encontraban
su razón de vida y se complacían. Cualquiera que sea amigo de este sistema, es enemigo de Dios. (Santiago 4:4). La característica
de tal sistema es gobernarse a sí mismo sin dependencia alguna de Dios.
Consideremos,
como ejemplo, la organización militar: Cuando un hombre es llamado a filas, lo halla todo organizado en vista de
sus necesidades: el habilitado provee a su sueldo, el encargado del vestuario le proporciona el uniforme, otro le
facilita las armas y el equipo, etc.; sus idas y venidas, su alojamiento, están determinados por los reglamentos:
a horas regulares se hallan establecidas la diana, la instrucción, la parada, la lista, etc..; desde su llamada a filas,
el soldado se halla sometido a esta organización, de manera que no puede emprender nada por iniciativa propia. La
organización de este sistema es tan minuciosa y metódica, que ha sido calificado a veces, de manera muy significativa,
de 'pequeño mundo'. Sin embargo, no es más que una pálida imagen de aquel inmenso sistema llamado "el mundo", el cual rige
todas las cosas, y el cual responde a todas las necesidades del hombre, así como al ejercicio de sus facultades.
El
hombre necesita vivir en Sociedad; por eso el mundo no dejó de organizar su sistema social, y se ha esmerado en
hacerlo de un modo completo y perfecto. La posición social es el todo para el hombre; no ahorra ningún esfuerzo
para alcanzarla y conservarla a toda costa, ni hay gasto que le parezca excesivo. Consideremos, hermanos, aquella inmensa
escala social, 'la Sociedad', con sus miríadas de criaturas
humanas, de las cuales algunas se esfuerzan para ascender a los más altos puestos, mientras que otras hacen lo posible
para mantenerse en la posición adquirida. ¡Qué atractivo y terrible poder tiene aquel sistema social para absorber el espíritu
y el corazón de los hombres!
Además,
el hombre necesita un gobierno o poder político para la protección de su vida, su propiedad, sus derechos,
a lo cual el mundo provee plenamente.
Y
¡qué organización más completa corresponde también a lo que llamamos el mundo de los negocios! Las ocupaciones,
en este mundo, forman un destacado conjunto de los más notables. Los hombres que sólo están dotados de fuerza física hallan
ocupaciones adecuadas a sus capacidades; los espíritus inventivos pueden dar libre curso a su genio; los de formación
artística se manifiestan en el mundo de la escultura, de la pintura, de la música o de la poesía; los sabios trabajan para
resolver sus problemas; los escritores componen sus libros; y hasta las codicias y el lujo de unos, proporcionan a otros sus
medios de subsistencia.
El
hombre es una criatura tan compleja que necesita de numerosas y diversas cosas para su satisfacción; le hace falta
algo de negocios, de política, de sociedad, de estudios, y, por fin, hasta un poco de religión. El hombre
es, por naturaleza, religioso. La palabra "religión" que nosotros usamos tan a menudo no se halla mencionada
más que cuatro veces en la Biblia. Notemos que religión no significa piedad, pues los adoradores de los ídolos
son religiosos. La religión es parte integrante de la naturaleza del hombre, lo mismo que su inteligencia o su memoria;
por consiguiente, el sistema del mundo que provee, de manera tan completa, a cuanto al hombre atañe, no puede menos que
ofrecer un alimento a esa inclinación religiosa de su naturaleza. Así, al que sea sensible a suaves impresiones, o que tenga
afición a lo 'bello', el mundo le presentará armoniosa música, o imponentes ceremonias, o ritos religiosos. Al que
sea de carácter independiente y comunicativo, el liberalismo le permitirá dar rienda suelta a sus sentimientos. Si, por
el contrario, uno es de carácter callado, reservado o reflexivo, hallará satisfacción en una severa ortodoxia. Si otro es
concienzudo, haciendo poco caso de sí mismo, y cree indispensable hacer penitencia de un modo u de otro, también podrá
satisfacer sus aspiraciones en aquel sistema del mundo, etc... Existen, pues, creencias, doctrinas y sectas adaptadas
a cada variedad de carácter, a toda forma de sentimiento religioso, en la carne.
¿Puede
haber sistema más admirable y completo? Nada deja de lado. La satisfacción y el pretendido gozo que contiene son suficientes
para que aquella gran multitud movediza de la humanidad se halle siempre en actividad y goce de un relativo contentamiento.
Los corazones se aprestan siempre a buscar lo que les pueda satisfacer, los espíritus se hallan atareados; si alguna
cosa viene a faltar, inmediatamente se recurre a otra. La aflicción y aun la muerte no se dejan de lado en la organización
del sistema de este mundo; se provee para los funerales, para los vestidos de luto, se hacen las visitas de
pésame, se dispensan palabras de simpatía, nada se olvida; de tal manera que, en poco tiempo, el mundo es capaz de elevarse
por encima de sus duelos, y de volver de nuevo a su acostumbrada esfera de ocupación.
Pero
actualmente, por la gracia de Dios, algunos – muy pocos, por cierto – de los que están en el mundo, han comprendido
que cuanto hay en él, negocios, política, educación, gobierno, ciencia, invenciones, ferrocarriles, telégrafos,
organizaciones sociales, instituciones de beneficencia, reformas, religión, etc., son parte integrante del sistema de
este mundo, de un sistema que va completándose cada día. Lo que se llama 'progreso del siglo' no es otra cosa sino el desenvolvimiento
de aquel elemento mundano.
Ahora
bien: La relación actual de Cristo con semejante mundo debe ser también la nuestra. La posición que Cristo ocupa en el cielo, y la que no ocupa aquí abajo nos indica, suficientemente, cuál debe ser la nuestra.
A
los que pregunten los motivos por los cuales tal actitud debe caracterizarnos, contestamos: «¿No sabéis que Satanás es
"el Dios de este mundo", "el príncipe de la potestad del aire, el director de
aquel monstruoso sistema? Es su energía, su genio inspirado, y su príncipe.» Cuando Jesucristo estuvo en la tierra, el diablo
fue a ofrecerle "todos los reinos del mundo y la gloria de ellos", por cuanto – decía – "a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me adorares, todos serán tuyos." (Lucas 4: 6-7). Estos versículos descorren el velo,
y aparece a plena luz el verdadero objeto de todo culto religioso del hombre. La Escritura habla de Satanás como de alguien
que era "lleno de sabiduría, y acabado de hermosura" (Ezequiel 28:12), y que se disfraza de "ángel de luz" (2ª. Corintios
11:14). ¿Cómo extrañarse, pues, de que los hombres, tanto los indiferentes como los más reflexivos, sean engañados y
seducidos? ¡Cuán pocos son los que tienen los ojos abiertos para discernir, por la Palabra de Dios v la unción del
Espíritu Santo, el verdadero carácter del mundo! Algunos hay que creen haber escapado del lazo de la mundanidad porque
abandonaron lo que llamamos 'los placeres mundanos' y se hicieron miembros de determinadas iglesias, o de asociaciones
religiosas: pero no se dan cuenta de que siguen permaneciendo en el sistema del mundo de igual modo que antes. Sólo que,
Satanás, príncipe de este mundo, les hace pasar de un departamento a otro, a fin de adormecer sus inquietas conciencias, haciéndoles
sentirse más satisfechos de sí mismos.
Así las cosas, naturalmente, se nos presenta esta cuestión: ¿Cuál es el remedio?
¿Qué harán los que andan por el camino ancho y que hasta hoy vivieron de conformidad al sistema del mundo, para librarse de
su influencia? ¿Cómo podrán discernir lo que es del mundo y lo que es de Dios? – Dice el apóstol: "todos los que son
guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.2 (Romanos 8:14). Normalmente, la vida cristiana ha de ser gobernada
por Cristo, tal como el cuerpo de un hombre se halla dirigido por su cabeza; cuando se está sano, no se mueven la mano
ni el pie, a no ser que lo mande la cabeza. Es precisamente en el mismo sentido que Cristo es la cabeza del cristiano
(1ª. Corintios 11:3), el cual se halla entonces sometido a Él en todas las cosas, sean de poca o de mucha importancia. Así
es como el cristianismo hiere la mundanidad en su misma raíz; la voluntad propia del hombre es el principio fundamental
sobre el cual se halla edificado todo el sistema del mundo, mientras que la base de la vida cristiana no puede ser
otra que la dependencia de Dios y la obediencia a Su voluntad.
El
gran objetivo de Satanás es establecer para el hombre un sistema que sustituya enteramente la dirección del Espíritu
Santo; ello será su obra maestra de los tiempos del fin, y la característica prominente de la gran apostasía que se acerca
rápidamente. Entonces, Satanás se manifestará abiertamente y en su misma persona, como Dios de este
mundo, lo que, de momento, está aún escondido en misterio.
Queridos
hermanos, es tiempo ya que los cristianos despertemos del sueño espiritual y examinemos si de una manera o de otra no nos
hemos asociado a un sistema que madura rápidamente para el juicio.
«Pero»,
dirán algunos, «¿cómo podemos nosotros impedir este estado de cosas? ¿No nos hallamos sujetos a ellas, aun a pesar nuestro,
por nuestro comercio, nuestras profesiones, como miembros de la sociedad? ¡No podemos abandonar nuestras ocupaciones
diarias!» Claro, es una necesidad que cada uno admite, pero debemos notar que el hecho de que cada uno la admita
prueba que no es de Dios: "Y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe." (1ª. Juan 5:4). La fe no repara en
las circunstancias exteriores, en lo que es posible o en lo que sea imposible; la fe no considera lo que se ve, sino
que confía en Dios. Alrededor nuestro, muchas personas nos pueden aconsejar acerca de lo que conviene hacer o evitar
en la sociedad humana, pues lo que conviene al mundo es su regla y su medida; pero el hijo de Dios sigue caminando
sin rodeos y no hace ningún caso de lo que dicen esas personas, pues lo que conviene a Dios es su regla y medida.
Puede ser que ellas vean trazado claramente el camino que siguen, y que éste sea perfectamente razonable y satisfactorio:
mas ello no tiene ningún valor para el cristiano que anda por la fe: éste bien sabe que lo que se considera universalmente
como el buen camino será, al contrario, el camino de perdición, pues es el camino ancho (Lucas, 16:15).
Por
ejemplo, muchos estiman que un buen ciudadano, un cristiano, debe interesarse por el gobierno de su país, y debe votar, contribuyendo
así a llevar al poder hombres honorables. Pero Dios habla muy diferentemente. Repetidas veces en su Palabra, y de diversas
maneras, Él me dice que como hijo suyo, no soy ciudadano de ningún país ni miembro de sociedad alguna: "nuestra ciudadanía
está en los cielos" (Filipenses 3:20); desde entonces no tenemos otro quehacer que el de las cosas celestiales. "En la cruz
de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo." (Gálatas 6:14). Si las cosas terrenales
absorben mis pensamientos y mi corazón, me constituyo en enemigo de la cruz de Cristo (Filipenses 3:18). "No os conforméis
a este siglo." (Romanos 12:2).
¿Qué
tenemos entonces que ver con las autoridades? Pues, sujetarnos a ellas, ya que Dios las ordenó: cuando imponen
sus tributos, satisfacerlos, y hacer rogativas por los reyes y por todos los que están en eminencia (1ª. Timoteo 2:1).
Resulta, pues, que lo único que un cristiano puede realizar en política, es someterse a las potestades superiores, "no
solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia." (Romanos
13:5). Sin duda alguna, en Cristo el cristiano es "heredero de todo", incluso de la tierra en la cual el
sistema mundano opera hoy en día; pero lo mismo que a Abraham en el país de Canaán, Dios no le da 'siquiera donde poner
el pie' como herencia actual suya: "El justo por la fe vivirá".
Si,
pues, el verdadero hijo de Dios deja de tomar posición definida en cosas de política, no es tanto que crea malo el adherirse
a una opinión, sino que ha dado su voto y su adhesión a Aquél que está en los cielos, y que Dios ha ensalzado como Rey de
Reyes y Señor de los señores. Además, las cosas terrenales perdieron todo interés para él, porque ha hallado cosas de mucho
mayor valor y atractivo. También
ve que el mundo es impío en su espíritu y en su esencia, y que sus reformas y progresos
más preciados van apartando progresivamente de Dios el corazón del hombre. Desea dar testimonio de Dios y de Su verdad, anunciando
el juicio venidero en el día de la aparición de Cristo, cuando los hombres se congratularán creyendo estar en paz y seguridad;
y espera que, por él, algunos aprenderán a librarse de los lazos en los cuales Satanás busca aprisionar la humanidad
entera.
Nosotros
que somos salvos, hemos de estar en un lugar aparte, como quienes han tomado posición con Cristo rechazado, ante el mundo
que Le ha crucificado: manifestados como hombres de una raza celestial: "irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin
mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo" (Filipenses 2:15). Esta es la misión – ¡y cuán elevada! – de los hijos
de Dios. Pero cuesta mucho vivir de esta manera. Tenemos que mantenernos cual roca solitaria en medio del ímpetu de un
río caudaloso, ya que todo cuanto nos rodea está moviéndose, está bullendo; todo tiende a hacernos vacilar, una
continua e implacable presión se ejerce sobre nosotros. Nos hallamos luchando en medio de una interminable oposición la cual,
tarde o temprano, nos arrastraría, si no pudiéramos contar con la firmeza de la ROCA.
Cuando
vamos poniendo en práctica las palabras de Dios, entonces es cuando se levanta la tormenta para nosotros. Ser miembro
de lo que se llama una "iglesia" es cosa fácil; también lo es el hacer como todos los demás; el ser hombre honrado y buen
ciudadano no ocasiona ninguna persecución. Uno puede reunir todas estas cualidades y, sin embargo, seguir la corriente
mundana. Pero resplandecer como luminares por Dios en el mundo es cosa que provoca la enemistad; por dondequiera
que se ve al verdadero Cristo, se le odia. Si le ven a Él en mí, me odiarán por este motivo; por el contrario, si gozo
de buena reputación, si nadie se me opone, ¿qué significa eso para mí, como cristiano? Muy sencillo: no siendo manifestada
la vida de Jesús en mi cuerpo mortal, no se puede ver a Cristo en mí.
Así
van las cosas: cuando un alma ha llegado realmente al conocimiento de Dios, o más bien a ser conocida por Él, se siente atraída
hacia las cosas celestiales por su unión con Cristo, no tiene ningún deseo de participar en el sistema u orden de cosas del
mundo y bien puede pensar: ¿sería posible que yo retornara a tan débiles y miserables principios? Un hombre que ha venido
a ser hijo de Dios, que tiene la vida, la vida eterna en Cristo, que es identificado con la Cabeza glorificada (verdad
que le ha sido revelada por la Palabra y el Espíritu), ¿podría, acaso, tener intereses en el mundo, habiendo conocido
a Dios? Si vemos, por ejemplo, a un niño comiendo una fruta medio podrida y ácida en un huerto, mientras que tiene a
su lado un árbol cargado de las más sabrosas frutas, deduciremos forzosamente de ello que aquel niño no sabe lo que es
una buena fruta, ni las conoce. Del mismo modo, si el corazón del hombre se apega a cualquier de los componentes del
orden de cosas de este mundo, nos preguntaremos: ¿cabe pensar que haya conocido a Dios?
Es
por eso que las palabras de Dios no se nos presentan como mandamientos formales, tales como: 'No votarás', 'No serás
honrado en este siglo malo', 'Sufrirás el oprobio todos los días de tu vida', etc., etc. Al contrario, nos son presentadas
de tal modo que el discípulo amante, cuyo corazón egoísta, siendo sometido a Cristo, sólo anhela conocer los pensamientos
de su Señor, y pueda descubrir el secreto de los mismos. Viviendo así, reflejará con mayor fidelidad la Persona
de Cristo morando en él como creyente librado de este "presente siglo malo."
(Gálatas 1:4).
Ya
no son los antiguos mandamientos de la ley mosaica: "harás", "no harás". Sin embargo, la voluntad de Dios puede discernirse
perfecta, clara y fácilmente con tal que el ojo sea sencillo ("La lumbrera
del cuerpo es el ojo; si, pues, tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz" Mateo 6:22 – VM). Dios
cuida maravillosamente de que un corazón que le ama pueda enterarse sin dificultad de Su voluntad, mientras que un corazón
falto de sinceridad busca inevitablemente disculpas y escapatorias para caminar en una senda de maldad. Puede hallarse
una aplicación de esta verdad en una familia. Imaginémonos a un hijo cariñoso, apegado a sus padres, obediente,
que haga lo posible para conocer los propósitos y la conducta de su padre: tendrá el sentimiento de sus deberes, y todo
le será fácil y natural. Pensemos ahora en otro hijo que se halla en las mismas condiciones, goza de los mismos privilegios
y conoce bien los pensamientos e intentos de su padre – o a lo menos tendría que conocerlos — pero se pone
a obrar a su ánimo y declara a su padre, al ser reprendido: «¡Yo no lo sabía! nunca me dijiste que no debía hacer eso o aquello,
que no debía ir a tal o cual lugar.»
Antes
de terminar, quisiera insistir sobre otro punto. Por cierto, no podemos evitar el contacto con el orden de cosas
del mundo, pero aquel contacto no debe nunca transformarse en comunión: ¿Qué concordia tiene Cristo con Belial? (2ª.
Corintios 6:15). "No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal." (Juan 17:15). Jesús, que no era de este
mundo, padeció en él, y vivió como extranjero: el aislamiento y la tribulación fueron para El cosas vividas y sentidas, y
será lo mismo para nosotros, en la medida en la cual seguiremos fielmente Sus pasos. ¿No es triste ver, hermanos y hermanas,
que entre nosotros haya algunos que busquen su satisfacción y bienestar en el impío sistema del mundo, encontrándose en él
como en casa propia? ¿Tendríamos casa propia aquí abajo donde Cristo no está? No olvidemos de que somos viajeros
sin domicilio, peregrinos fatigados y verdaderos extranjeros, si en verdad somos de Cristo.
Mientras
estemos en el mundo, no podemos sustraernos a su contacto. Pero, ¿no ocurre a veces que tenemos contacto con él en numerosos
asuntos para los cuales no hay la menor necesidad de ello? No lo tendríamos, sin duda alguna, si llevásemos
siempre en nuestro cuerpo la muerte de Jesús.
Numerosas
son las decepciones por las cuales el Enemigo seduce hasta el corazón de los hijos de Dios: Reuniones religiosas, obras
de caridad, sociedades fraternales o cofradías, cosas en las cuales la carne puede complacerse y que toman el lugar
de la vida que tenemos en la fe del Hijo de Dios (Gálatas 2:20). Los creyentes de los tiempos antiguos que recibieron el testimonio
(conservado hasta nosotros) de haber agradado a Dios, fueron despreciados (Hebreos 11: 36-37). Otros vinieron
a ser la escoria del mundo y el desecho de todos hasta ahora (1ª. Corintios 4:13). Tenían su vivienda (o ciudadanía)
en los cielos: mas nosotros ¡preferimos ser gente honrada y considerada por este mundo! Es que nos conformamos demasiado
al sistema u orden de cosas del mundo: cuyo resultado es que no puede haber conflicto entre él y nosotros, y que somos
súbditos desleales de Cristo, quienes evitamos, cuando no huimos de él, del vituperio de la Cruz.
Sin
embargo, la Palabra de Dios permanece sin alteración: "todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán
persecución." (2ª. Timoteo 3:12 – VM).
Amados
hermanos, ya conocemos la senda estrecha, ¡ojalá seamos de los que la siguen!
Tenemos
ya nuestros pasaportes. Estamos sellados con el Espíritu Santo y esperamos al mismo Señor que, con aclamación, voz de
arcángel y toque de la trompeta de Dios vendrá a arrebatarnos a Su encuentro, en las nubes, para que estemos siempre
con Él. ¡Qué bendita esperanza!
"Gracia a vosotros y paz, de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo; el cual
se dió a sí mismo por nuestros pecados, para libramos de este presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios
y Padre, a quien sea la gloria para siempre jamás. Amén." (Gálatas 1: 3-5).
J. N. Darby
Revista "VIDA CRISTIANA", Año
1954, No. 8.-