EL LLAMAMIENTO DE DIOS
En medio de la corrupción
que invade la escena en la cual estamos, y ante la disolución que lo amenaza todo, conviene considerar con entera sencillez
cuál es el carácter de nuestra vocación, o llamamiento.
La vocación, o llamamiento,
de Dios para salir fuera del mundo y la reivindicación de Sus derechos sobre la tierra son dos cosas bien distintas,
las cuales los santos deben distinguir moral y prácticamente.
La vocación, o llamamiento,
de Dios procede del principio que Dios mismo está fuera de la tierra, y que no la busca en su conjunto, sino que busca un
pueblo que sea propio en el lugar que Él ocupa fuera de, y por encima de, la tierra. Así, con dicho llamamiento, la tierra
permanece exactamente tal como está; siendo, en efecto, extraña a los propósitos de Dios.
Vemos esta vocación divina
en la familia de Set, antes del diluvio. La casa de Caín poseía la tierra y Set no se mezcla con ellos de ningún modo.
Para él y su generación, la única relación que tienen con la tierra, es la de invocar allí el nombre de Jehová (y no
de plasmar en ella sus nombres, a semejanza de Caín. Génesis 4:17), y de depositar sus muertos en su seno.
Lo mismo acontece más
tarde con Abraham. Dios le llama; no debate con los cananeos, ni impugna sus derechos como poseedores de la tierra. Tan
sólo anhela fijar su tienda sobre la faz de esta tierra, o de depositar sus huesos en ella.
Ocurre lo mismo con la
Iglesia, la familia celestial de la actual dispensación. Su llamamiento deja a los Gentiles en el poder. Nada tiene que ver
la Iglesia con las "autoridades establecidas", sino obedecerlas sin titubear, o sufrir pacientemente según que las exigencias
de dichas autoridades impliquen o no su sujeción a Cristo. Comprender esto determina en seguida nuestros deberes.
A las autoridades ordenadas por Dios damos lo que les pertenece, sin intentar molestarlas de modo alguno, incluso
si se conducen injustamente, sabiendo que no somos constituidos como jueces de éstas.
Pero el carácter de nuestro
servicio está también determinado
con este llamamiento de Dios. El servicio hacia Dios no revestirá su verdadero carácter si no afirma que Dios no reclama
Sus derechos sobre la tierra, o sea, en otras palabras, nuestro servicio para Cristo debe ejercerse para un Cristo rechazado.
Porque permanece como tal mientras queda en un "país lejano" donde le persigue el clamor: "No queremos que este reine
sobre nosotros." ¿Corresponde a sus esclavos, que durante Su ausencia negocian Sus talentos, contestar a dicho clamor? (Lucas
19). No, por cierto. Le sirven a Él con paciencia en el sentimiento de que Él está siempre rechazado, y no se avergüenzan
de su cadena.
Además, esto determina
lo que nuestras costumbres deberían ser. Estas deberían demostrar que la tierra no es nuestro lugar, así como
nuestros servicios tendrían que manifestar que la tierra no es el lugar de nuestro Señor.
Es una solemne y seria advertencia para nuestras almas. Nuestra vocación
no nos relaciona con la tierra. Nuestras necesidades lo hacen, eso sí. No podemos, en efecto, prescindir de los frutos de
la tierra, del trabajo manual, de la destreza intelectual para proveer a las cosas necesarias del cuerpo. Para todo eso tenemos
trato con la tierra; pero nuestra vocación no nos relaciona con la tierra: más bien nos separa de ella.
Vincular la Iglesia a
la tierra es obrar sobre un principio de apostasía. Intentar cambiar el carácter o la condición de Cristo en el mundo, o servirle
de otro modo que como "rechazado", esto no es un servicio realizado con discernimiento espiritual.
Esto lo conocemos y lo
admitimos sin dificultad. Pero si rehusamos vincular la Iglesia al mundo, ¿vigilamos diariamente para que nuestro corazón,
nuestras esperanzas, los pensamientos de nuestro espíritu no lo sean? Si concebimos fácilmente que la Iglesia está a punto
de ser arrebatada de este mundo y lo pensamos sin pesar, ¿es tan fácil estar dispuestos a dejar nuestros intereses, nuestro
nombre, todo lo que nos distingue? Sin embargo, éste era el caso para el apóstol Pablo. No quería reinar aún como rey, pero
había aprendido no sólo a tener abundancia, sino a padecer necesidad.
En los caminos de Dios
para con Israel, había una afirmación de Sus derechos sobre la tierra. Josué entró en la herencia de los gentiles y tomó
consigo el arca de Jehová, el Señor de toda la tierra, a fin de que su espada pudiese hacer de dicha herencia la de Jehová
y de Su pueblo. Pero Pablo entró en las herencias de los judíos y de los gentiles, no para estorbar en lo más mínimo el derecho
de ellos a su tierra, sino para sacar de allí un pueblo para Dios, para establecer un vínculo entre sus almas y la piedra
rechazada, y para enseñarles que sus bendiciones eran espirituales y celestiales.
Esta es la enseñanza del
Señor. Veamos las dos parábolas en Lucas 19 y 20. Al establecer a Israel, Jehová les dio una viña, una porción de la tierra,
y les mandó cultivarla para devolverle los frutos a Él, Señor de la tierra. Al establecer a los santos de la edad
presente, Él les dio talentos, los dones y las ocasiones de servicio que convenía al hecho de Su ausencia y de Su rechazamiento
por el mundo, porque no tenían aquí herencia o reino hasta que Él volviese.
Olvidar estas distinciones
en la práctica, u obrar sobre el principio de que la Iglesia es el instrumento de Dios para afirmar Sus derechos sobre
la tierra es apostatar de su vocación.
En su ministerio, el Señor
juzgaba a Satanás, mas se negaba a juzgar al pecador. Así, al final de su ministerio dijo a Pedro que volviese la espada a
su vaina, y a Pilato dijo que Sus siervos no lucharían.
La conducta de los santos
debe tener en cuenta todo eso. Deben juzgar moral y espiritualmente (a saber las "manchas" en su interior), pero no debatir
acerca de los intereses del mundo. El apóstol les condena porque no hacían la primera, de estas cosas y porque hacían la segunda
(véase 1 Corintios 5 y 6), con esta diferencia, sin embargo, que en el primer caso era su deber perentorio (1 Corintios
5), pero en el segundo, lo dejaban mayormente a su medida de gracia (1 Corintios 6). Es por eso que el apóstol nos dice que
nuestras armas no son carnales, sino espirituales, que nuestra lucha no es contra carne y sangre, o sea el poder espiritual
de iniquidad (1 Corintios 10; Efesios 6).
Cuando luchamos carnalmente,
somos derrotados real o espiritualmente: por cuanto es el diablo quien ha suscitado en nosotros ese carácter que nos
lleva al combate carnal.
F.
G. B.
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1957, No. 30.-