LA GRAVEDAD DE LA HORA PRESENTE
El tiempo corre sin esperar a nadie: la alegoría
lo representa
con una guadaña segando sin cesar. Nada ni nadie puede detener su marcha. Adelanta, corre y vuela sin interrupción. Las manecillas
del reloj giran inexorablemente. Cada latido del corazón nos acerca a la hora en la cual, estemos listos o no, tendremos que
dejar la escena de este mundo inquieto y febril para desembocar en la eternidad.
Es un asunto, serio, grave y de honda humillación al mismo tiempo.
El hombre con todas las ventajas y la energía, con su inteligencia e ingenio de lo cual se glorifica, su ciencia y su potencia,
no puede resistir, por más que lo intente, ante ese duro e implacable enemigo: debe capitular ante la muerte.
Al final de esta vida, bien sea larga o corta, tan sólo encuentra una
fría y estrecha fosa debajo de la tierra: "la paga del pecado es muerte." (Romanos 6:23).
Hace ya algunos milenios exclamó Job: "Pero el hombre muere y yace inerte. El hombre expira, ¿y dónde está?" (Job 14:10 - LBLA). Sí, ¿Dónde está?
¿Dónde estará? El instante en que cada hombre debe dejar esta tierra se acerca constantemente, y ¿qué pasará entonces?
Otros tomarán su lugar en esta tierra y seguirán sus negocios, sus trabajos y el mundo seguirá funcionando, exactamente como
si el difunto no hubiera jamás existido. Seguramente sus familiares se acordarán de él por algún tiempo, mas luego se
desvanecerá en el olvido. Mas ¿dónde está su alma en el cielo o en el infierno?
Nos estremecemos a menudo al oír hablar de espantosos accidentes
ferroviarios; de terribles catástrofes mineras, en que centenares de seres agonizan lentamente, sin esperanza, de naufragios
en la noche, de guerras y revoluciones sangrientas y de cosas semejantes. Y cuando leemos los reportajes detallando la horrenda
catástrofe, cuando nos enteramos de los padecimientos de los heridos, cuando pensamos en la desesperación de los que han sido
sepultados vivos en una mina, tenemos una expresión de la más viva compasión hacia las víctimas
y no sólo para ellas sino también para sus apenadas familias sumidas en la desesperación y a menudo en la mayor necesidad.
Sin embargo, hay una desgracia aún mucho mayor que ésta: desgracia que
contemplamos diariamente, pero a la cual se le suele conceder, relativamente poca atención. Pienso en la multitud de hombres
y mujeres, jóvenes y ancianos y niños que parten de este mundo, por la enfermedad y a veces la miseria
- consecuencia
de esta horrible peste que es el pecado. Se van, el tiempo los arrastra, sin Dios y sin Cristo, sin arrepentimiento,
sin creer en el Evangelio, habiendo perdido la razón por el hecho mismo del pecado: corren al encuentro del Tribunal de un
Dios Santo, del ardiente fuego y de las llamas eternas, del lloro y el crujir de dientes, allí donde el gusano no muere y
el fuego no se apaga jamás...
¡Cuán horrible! ¡Cuán espantosa realidad! ¿Qué terror podría igualar a
éste? Miles y miles de seres humanos van caminando hacia la perdición eterna. Y no son solamente los que se han hundido
en el cieno de la corrupción moral, sino también la gente honesta, aquellos que han sido arrastrados
también
por el torbellino de los negocios o en el arrebato de los placeres. Ni un sólo instante más les está concedido para reflexionar
cuando terminan sus carreras y la suerte de sus almas inmortales está fijada para siempre.
Vuelvo a repetirlo: Es una espantosa realidad acerca de la cual la risa
burlona y despreocupada del hombre engañado por Satanás, constituye un motivo más de sufrimiento para el verdadero cristiano
ya que aunque esté caminando el tal hombre, hacia la eternidad, rechaza con desdén todas las advertencias que recibe en cuanto
al peligro que le amenaza y se niega a "huir de la ira venidera."
¿Hay acaso, entre los lectores de esta revista, alguno que se encuentre en
semejante situación? Si este fuere el caso, pedimos que Dios en Su gracia haga resplandecer Su luz en su corazón, de
modo que reconozca su estado de perdición y se arrepienta, antes de que sea demasiado tarde.
Una cosa es cierta: "Dios no puede
ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará." (Gálatas 6:7). Dios no olvida ninguno de los pecados cometidos contra Él. ¡Con cuanta rapidez, la risa estrepitosa del pecador
que está en esta tierra puede cambiarse en un grito de angustia eterna! ¡Cuán rápidamente padecimientos y desesperación sin
fin pueden seguir a las diversiones y placeres! Nos duele el corazón pensando en ellos y clamamos: ¡Oh,
Dios ten misericordia de estas desdichadas muchedumbres antes de que sea demasiado tarde!... ¡Arranca sus almas culpables
de la perdición a fin de que no lleven las eternas consecuencias de su locura y de sus pecados!
Podemos considerar, además, el caso del inconverso bajo otro punto de
vista todavía. ¡Cuán digno es de compasión, incluso sin mencionar el peligro continuo en el cual se halla! ¡Cuánto pierde
ya en esta tierra!... Es ajeno al tierno y afectivo amor de Jesús, ajeno a Su consoladora compasión; desconoce el perdón
de sus pecados, desconociendo por lo tanto, la verdadera paz y el gozo verdadero. Recorre el camino de la vida, penoso la
mayor parte de las veces, sin estar iluminado por el amor y cuidado de Dios, y cuando se acumulan sobre él los problemas y
preocupaciones no conoce al amigo "más unido que un hermano". (Proverbios 18:24). Anda a tientas en la obscuridad y no discierne los lazos y acechanzas del maligno, mientras que, por
el contrario, "la senda de los justos es como la luz de la aurora, que se va aumentando en resplandor,
hasta que el día es perfecto." (Proverbios 4:18 - VM). Y aquel va avanzando con el corazón y las manos vacías.
Amado lector creyente, es para ti, para quien mayormente
escribo estos renglones, están destinados a recordarte tu responsabilidad para con los inconversos, recordándote
hacia cuán terrible fin se encaminan, y también cuán pobres son, privados de todo consuelo espiritual, dignos de honda compasión.
El tiempo apremia, pronto nuestro amado Salvador vendrá a recoger a los Suyos. ¿Cuántos que hubieran tenido tiempo de convertirse, pero que siempre han pensado que
era demasiado
temprano, serán entonces dejados para el juicio? ¿Cuánto no habrán tenido más que ligeras advertencias
acerca de su salvación? Estos podrán decir con cierta razón: -«¡Nadie se inquietó por mi alma!»-
¡0jalá
pensáramos más en su suerte! ¡Que toda nuestra conducta, nuestra vida entera, esté bajo dicha impresión!
Cuántos
cristianos se han vuelto tibios e indiferentes en estos días del fin en los cuales tendríamos
que redoblar nuestras energías, nuestro celo y nuestra actividad en el Señor!
¡Ojalá se nos conceda un verdadero avivamiento! ¡Cuántos cristianos
están satisfechos con el hecho de ser ellos mismos salvos, mientras que sus corazones permanecen fríos y carentes de amor para
con su prójimo! Quiera Dios que se sobrecojan, pensando que, además del amor y de la gracia que les
pertenece, tienen una responsabilidad y que el tiempo que pierden o perdemos en este mundo está perdido para siempre.
Aprendamos pues, todos a conocer algo más de ese amor para con los demás
hermanos y, sobre todo, para con esas pobres almas perdidas, ese amor que
llevó a nuestro bendito Salvador hasta la muerte, el cual arrancó a su fiel siervo, el apóstol Pablo, esta exclamación:
"desearía yo mismo ser anatema, separado de Cristo por amor a mis hermanos, mis parientes
según la carne." (Romanos 9:3 - LBLA).
¡Quiera el Señor darnos un deseo semejante a todos
nosotros que esperamos Su venida en las nubes del Cielo!
R. B.
Revista
"VIDA CRISTIANA", Año 1956, No. 24.-