LAS REUNIONES DE ORACIÓN
I
BASE
Y CONDICIONES MORALES DE LA ORACIÓN COLECTIVA
Base moral. - La Palabra de Dios nos indica la base, o fundamento,
moral de la oración en varios versículos, algunos de los cuales proponemos a la meditación del cristiano lector: "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho." (Juan
15:7). "Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera
cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante
de él." (1 Juan 3: 21-22). Asimismo, cuando el apóstol Pablo pide las oraciones de los santos, expone el fundamento moral
de su ruego, diciendo: "Orad por nosotros; pues confiamos en que tenemos buena conciencia,
deseando conducirnos bien en todo." (Hebreos 13:18).
Vemos, pues, por estas citas, y otras de la misma importancia que,
para que la oración tenga eficacia, es necesario que el corazón esté sumiso, el espíritu recto y la conciencia buena. Si
nuestra alma no está en comunión con Dios, si no obedece Sus santos, mandamientos, si no es sencillo nuestro ojo, ¿podrá
Dios oír nuestras oraciones y contestarlas? Llegamos a ser como aquellos de quienes habla el apóstol Santiago, los cuales
'piden, y no reciben, porque piden mal, para gastar en sus deleites' (Santiago 4:3). Si tal es el objeto de nuestras
súplicas, ¿cómo podrá prestarles atención nuestro Padre, el Dios Santísimo? Sobre este punto, meditemos también en Isaías
59: 1-2.
Verdaderamente, esas declaraciones de la Palabra sondean nuestros
corazones y penetran hasta lo más profundo de nuestro ser. Hay en nuestras oraciones mucha falta de realidad y una triste
carencia de fundamento moral: "Pedís mal", dice el apóstol.
De ello proviene su flaqueza, su ineficacia, de ello también el formalismo, la rutina y hasta la hipocresía positiva.
"Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, El Señor no me habría escuchado."
(Salmo 66:18). ¡Cuán solemne esa afirmación del Salmista! Dios quiere la realidad, "la verdad en lo íntimo" (Salmo 51:6), no la encubre nunca, y quiere que estemos ante Él tales como somos,
para presentarle nuestras necesidades con toda sinceridad y verdad. ¡Cuántas veces nuestras oraciones se asemejan más
a discursos que a súplicas, a exposiciones de doctrinas que a la expresión de necesidades realmente sentidas! Insistimos
abiertamente y sin rodeos sobre este punto de capital importancia: lo que necesitamos tanto en nuestras oraciones individuales
como en las reuniones de oración es, amados hermanos, más realidad, más sinceridad y más verdad.
Condiciones morales.
- Veamos ahora lo que nos dice la Escritura acerca de las condiciones morales que han de ser las de la oración
colectiva. Examinemos aquí las que nos parecen de mayor importancia; por ser las que señaló el mismo Señor en
los Evangelios: el común acuerdo,
la fe o confianza, y la perseverancia.
Una de las primeras condiciones morales es, pues, el acuerdo unánime, el acuerdo de los corazones, una perfecta unidad de sentimientos: "Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren,
les será hecho por mi Padre que está en los cielos." (Mateo 18:19). Nada, amados hermanos, puede desvirtuar o aminorar
esta solemne promesa del Señor; en los ojos de la fe, conserva su valor, toda su plenitud; nos autoriza y nos lleva a congregarnos
para orar por las necesidades que sienten nuestros corazones. Si lamentamos la indiferencia, la esterilidad y la muerte que
nos rodean, si estamos abatidos al ver los pocos frutos aparentes de la predicación del Evangelio, aun por la falta de poder
en la predicación y la carencia de resultados prácticos; si nos sentimos humillados por la esterilidad, la pesadez
y el tono poco elevado de nuestras reuniones, ¿qué haremos, hermanos? ¿Nos cruzaremos de brazos con una fría indiferencia?
¿Nos desanimaremos, dando rienda suelta las quejas, a las protestas y quizá a la irritación? ¡Dios no lo permita! Hagamos
como los primeros discípulos (Hechos 1 y 2): Reunámonos "juntos" en un mismo lugar y perseveremos "unánimes en oración
y ruego". Éste es el único y gran remedio, no lo olvidemos nunca. No tenemos excusa alguna por la esterilidad, la
indiferencia y la flaqueza espiritual que pudiéramos advertir en medio nuestro: mientras está Cristo a la diestra de
Dios, mientras tenemos al Espíritu Santo que mora en nosotros y las preciosas promesas de la Palabra, ¡clamemos a Dios, unánimes
en nuestros corazones, y Él nos bendecirá!
La segunda condición moral la hallamos por ejemplo, en los siguientes
pasajes: "Y todo lo que pidiereis en oración, CREYENDO, lo recibiréis."
(Mateo, 21: 22). "Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala
a Dios… Pero PIDA CON FE, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar… No piense, pues,
quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor." (Santiago 1: 5-7).
Vemos, pues, que la fe, la confianza absoluta en el poder
de Dios han de caracterizar nuestras oraciones. El rezar, o pronunciar oraciones, y el orar con una fe sencilla y entera
confianza son cosas muy distintas. Es de temer que, a veces, nuestras pretendidas oraciones no suban más allá del techo del
local. Para alcanzar el trono de Dios, nuestras oraciones han de ser llevada por las alas de la fe, nacidas de corazones unánimes:
si las reuniones de oración resultan defectuosas, es porque faltamos mucho en este aspecto. Como se ha dicho: «... no
somos conscientes de la posición privilegiada en la cual nos ha colocado la gracia: la incredulidad, o falta
de fe, es lo que más nos perjudica.» Los discípulos habían recibido del Señor autoridad sobre los espíritus inmundos (Marcos
6:7); no obstante, vemos que, en determinado caso (Mateo 17; Marcos 9), no pudieron echar fuera a un espíritu inmundo, y cuando
preguntaron al Señor la causa de ello, les contestó: "Por VUESTRA INCREDULIDAD; si tuviereis fe como un grano de mostaza..."
(Mateo 17:20 - RVR1909).
Por fin, tenemos otra condición para la oración en Lucas, 18: 1-8:
"Y propúsoles también una parábola sobre que es necesario ORAR SIEMPRE, y no desmayar..." (RVR1909). Se trata, pues, de la perseverancia.
Si nuestras peticiones han de ser presentadas de común acuerdo, con fe y confianza plena, hasta que Dios las conteste
(lo que hará seguramente si mantenemos como conviene la base y las condiciones morales requeridas), debemos también
formularlas con perseverancia. No nos cansemos de pedir aunque Dios no nos conteste tan pronto como lo desearíamos. Puede
ser que Él quiera ejercitar nuestras almas, probar nuestra fe, permitiendo que esperemos durante días, meses y tal
vez años enteros; pero, no nos desanimemos, pues viene a ser una prueba, un ejercicio moralmente saludable y provechoso para
nosotros; vemos entonces con mayor discernimiento la realidad y la raíz de las cosas.
Meditemos acerca del edificante caso de Daniel: primero estuvo
condoliéndose por espacio de tres semanas, sin comer nada, profundamente ejercitado ante Dios (Véase Daniel 10:2). Este
tiempo de separación y de espera fue de mucha bendición para él, y - cosa muy digna de interés - Dios había enviado la contestación
a su súplica, desde el primer día en que Daniel estuvo humillado y ejercitado en su corazón. Pero, ¡hecho maravilloso
y misterioso!, Dios permitió que el enemigo se opusiera al mensajero angélico portador de la divina respuesta (Daniel
10: 12-14). Sepamos nosotros también esperar con paciencia y orar con perseverancia y la santa confianza de la fe. Muchas
veces, Dios demora algún tiempo la contestación a nuestras peticiones para probarnos en cuanto a la realidad de las mismas.
Lo esencial es que presentemos a Dios solamente necesidades puestas
en nuestros corazones por el Espíritu Santo, en plena confianza y fe, y perseverando siempre: "Orando en TODO TIEMPO con toda oración y súplica EN EL ESPÍRITU, y velando en ello con toda perseverancia y súplica
por todos los santos." (Efesios 6:18).
Recordemos también que esta perseverancia ha de manifestarse en
las reuniones de oración, asistiendo a ellas los creyentes con asiduidad y santo celo. Una asamblea, en cuyo seno se
descuidan las reuniones de oración, va debilitándose espiritualmente, y abre la puerta a las disensiones y toda clase de dificultades
entre las cuales la más peligrosa es una especie de inercia espiritual.
Queridos hermanos, despertemos en nuestras almas el deseo de considerar
tan importante problema. No nos contentemos con el presente estado de cosas. Confesemos nuestra flaqueza y unamos nuestros
corazones, con fervientes oraciones y súplicas; con perseverancia, intercediendo por la Obra del Señor, por los progresos
del Evangelio, la congregación y la edificación de los santos.
C. H. Mackintosh
II
CONSEJOS
A LOS QUE ORAN EN PÚBLICO
Cuando nos reunimos en la santa presencia de Dios sería muy deseable
que nuestra atención no esté distraída por pequeñas circunstancias exteriores, ya que, aprovechando nuestra flaqueza,
el enemigo se esfuerza en quitar nuestra atención y distraernos, y si no velarnos, el ejercicio de la oración llega a
ser una cosa pesada y hasta un motivo de pecado, deshonrando al Señor, si los que oran en público no lo hacen con todo cuidado
y discernimiento.
El principal defecto de algunas oraciones, no obstante buenas,
es que son demasiado largas. No quiero decir, por cierto, que tengamos, que limitar nuestras oraciones a un determinado número
de minutos; pero es preferible que los auditores deseen que la oración haya sido más larga que no pasen la mitad del tiempo
deseando que se acaben. Este defecto es debido, a veces, al inútil desenvolvimiento de cada circunstancia que se presenta;
otras, a varias repeticiones.
Sin embargo, ocurren a veces casos de oraciones que son largas
porque los que las pronuncian sienten hondamente las cosas, y tienen un espíritu empeñado en el combate de la fe; en tales
casos, raramente se cansan los que oran con ellos.
Con todo, creo que, en algunas circunstancias, tanto en las oraciones
como en las predicaciones nosotros estamos propensos a prolongar cuando, en realidad, tenemos pocas cosas que decir.
Asimismo, algunas oraciones se parecen más a predicaciones que
a súplicas. Expresan, más bien, el pensamiento de Dios para la asamblea, que los deseos de la asamblea presentados al Señor.
En otras ocasiones se considerarían como buenas predicaciones, pero no son de ayuda a los que desean orar de corazón. No sólo
debe ser la oración conforme a las Sagradas Escrituras y al espíritu de los Evangelios, sino también práctica: ha de
reflejar, pues, la expresión sencilla, no estudiada, de necesidades y sentimientos del alma. Busquemos la sencillez orando
con la misma libertad que tiene un hijo en la casa paterna. Acerquémonos a Dios con temor reverente, sin que nos crearnos
obligados por esto a enumerar larga y pomposamente los Nombres y títulos de Dios, ya que ésta no es la mejor manera de manifestar
un espíritu humillado y compenetrado de su indignidad.
Muchos de los que oran en público tienen alguna palabra o expresión
favorita que repiten a menudo, sirviéndose a veces de ellas sin que tengan relación alguna con lo que dicen. En este aspecto,
el más desagradable de los casos es cuando se añade al Nombre del Señor uno o varios calificativos, tales como 'glorioso,
santo, todopoderoso' - o el mismo nombre del Señor -, repetidos tantas veces sin verdadera necesidad; ello no demuestra
una mayor reverencia de parte de aquel que habla, ni tampoco la produce en los que le escuchan; es indudablemente una cosa
que no conviene y que debemos evitar.
Hablar con voz potente cuando las dimensiones del local y el número
de los oyentes no obligan a ello es cosa impropia. El otro extremo, que consiste en hablar en voz baja, es frecuente;
pero si no se oye lo que decimos sería mejor que callemos. ¿Qué identificación podemos tener si no percibimos ni entendemos
la oración de un hermano? No es edificante escuchar un susurro imperceptible, en vez de la voz clara a la cual, como
boca de la asamblea, el "amén" de todos los santos rubrica la oración espiritual.
Cuando nos dirigimos al Señor, pensamos en la gloria y santidad
de Su persona; tengamos el sentimiento de nuestra flaqueza y completa incapacidad; nos infundirá un temor reverente y
una gravedad que nos impedirían hablarle como si Dios fuera uno de nosotros. La libertad a la cual somos llamados por el Evangelio
no favorece una familiaridad que no nos permitiríamos con una persona de más elevada posición que la nuestra en este
mundo.
B. M.
(Carta escrita en el siglo 18)
III
IMPORTANCIA
Y PODER DE LA ORACIÓN
Es la oración una infranqueable barrera contra la invasión de la
mundanalidad; cierra la puerta a los lobos que procuran dispersar el rebaño del Señor; aleja las divisiones y las malas doctrinas;
mantiene un común testimonio de la gracia de Cristo; expresa nuestra dependencia de Dios y nos abre los tesoros del cielo,
de donde dimanan para nosotros todos los bienes. Si desde el principio hubiesen los creyentes participado con celo y gravedad
en la oración colectiva, no hubiéramos tenido que lamentar tantas divisiones y tantos extravíos entre nosotros; hubiésemos
evitado muchos males y quitado desde su origen muchos frutos amargos.
¡Quiera el Señor que sintamos nuestra flaqueza con profunda humillación
en nuestros corazones y que lo confesemos individualmente y en asamblea! Si ocurre que no se puede evitar por completo cierta
clase de males, no olvidemos que Dios aprobará a los que se humillan por ello en Su presencia; derramará sobre ellos Sus ricas
bendiciones si están compungidos y humillados ante las infidelidades cometidas.
Le Messager Evangélique
*
* *
Pablo entiende (Romanos 8), que entre las cosas en las cuales,
en nuestras flaquezas y enfermedades, somos favorecidos y ayudados por el Espíritu de Dios, una es la oración: y así
dice que no sabiendo nosotros cómo conviene orar, el Espíritu de Dios ora por nosotros. De donde entiendo, que entonces el
Espíritu Santo ora por nosotros, cuando nos excita, y nos mueve a orar; porque entonces Él ora en nosotros. Y entiendo que
quien ora en el Espíritu de Dios, pide aquello que es la voluntad de Dios, y así alcanza lo que quiere: y quien ora con
espíritu suyo propio, pide lo que es su propia voluntad, lo cual consiste el no saber qué, ni cómo conviene orar.
Juan de Valdés (1509 - 1541) (Consideraciones
48)
Revista
"VIDA CRISTIANA", Año 1955, No. 15.-