LA DIFAMACIÓN
"Desechando toda malicia
y todo engaño, e hipocresías, envidias y toda difamación (o maledicencia, o detracción)." (1 Pedro 2:1 - LBLA).
La difamación tiende siempre a arruinar la reputación del prójimo; puede ser que haya sido provocada por algún
motivo, como también que sea del todo gratuita.
Pero, en el primer caso, sería necesario tener siempre sobre el corazón el bien de aquel que ha cometido la falta.
Cuando los de Cloé contaron al apóstol Pablo acerca del mal que había cundido en la asamblea de Corinto, era en vista de una
restauración, no era difamación, ni chisme alguno, pues carecían del menor afán de difamar. Lo que sí constituye una maldad
es referir palabras de alguien, por verdaderas que fuesen, quitando parte de las mismas, o alterando su sentido. Fue calumniado
Mefi-boset cuando Siba refirió sus palabras al rey David: "He aquí él se ha quedado en Jerusalén, porque ha dicho: Hoy
me devolverá la casa de Israel el reino de mi padre." (véase 2 Samuel 16:3; 2 Samuel 19: 24-27). Las injurias de los fariseos
proferidas al ciego de nacimiento en Juan 9, contenían, por lo menos, alguna verdad.
La difamación no es solamente una palabra mala en sí, sino que puede ser una palabra verdadera referida con mala intención.
Puede ser que digamos la verdad, pero ¿qué bien hace si nuestro fin es malo? El solo hecho de que la Palabra de Dios nos amoneste
tan seriamente contra toda clase de difamación, o detracción, o maledicencia, debería bastarnos para apartarnos del mal, sabiendo
mayormente que vivimos en un mundo de difamación y de calumnia. En efecto, Dios es blasfemado (2 Pedro 3:4); el camino de
la verdad es blasfemado (2 Pedro 2:2); son injuriadas la potestad y las dignidades (2 Pedro 2:10); los cristianos también
lo somos (1 Pedro 4: 4, 14); "No dejéis pues que se hable mal de vuestro bien" (Romanos 14:16 - VM); hablan injuriosamente
de las cosas que no entienden (2 Pedro 2:12). No tengamos, pues, nada en común con este mundo difamador, maldiciente, detractor,
injurioso, blasfemador. Purifiquémonos antes bien del ojo que sólo puede ver el mal, de malvadas suposiciones, de la mala
lengua, de las obras malas y del corazón malo de incredulidad.
No es en vano, por cierto, que la Palabra de Dios nos pone insistentemente en guardia contra la malísima costumbre,
tan divulgada por desgracia, de hablar mal de otro: los escándalos, la carencia de
amor, el desprecio, el odio y las divisiones son la triste secuela de tan funesto hábito. Cuando un hermano o hermana
haya cometido una falta, nosotros deberíamos hablarle con un espíritu de gracia cara a cara; no debemos abultar la falta cometida;
por otra parte, no olvidemos la serie de advertencias de Mateo 7: 3-5 en cuanto a la paja y la viga en el ojo; la lengua
es un pequeño miembro pero ¡qué influencia ejerce! He aquí un pequeño fuego, cuán grande bosque enciende; y la lengua
es un fuego, un mundo de maldad (Santiago 3:5). La muerte y la vida están en poder de la lengua (Proverbios 18:21). Las palabras
dichas o escritas son como una simiente que lleva fruto, bien sea para vida o para muerte; toda difamación, o maledicencia,
o detracción, es un mal uso que hacemos de nuestra lengua, no hablando con amor ni para el bien, y tampoco para provecho de
nuestro prójimo, sino para satisfacción de nuestras inclinaciones, de nuestra vanidad, o también para nuestro propio
provecho; si estuviéramos más en la luz de Dios, si sondeásemos con más rectitud lo interior de nuestros corazones, si caminásemos
como debiendo ser manifestadas nuestras acciones delante del tribunal de Cristo, por cierto que vigilaríamos más lo que sale
de nuestros labios.
¡Cuántos sufrimientos y cuántas lágrimas nos han causado la difamación o maledicencia! Es uno de los medios más
poderosos que utiliza el enemigo de nuestras almas para quebrantar el corazón, para hacer división entre los hijos de
Dios, para arruinar, incluso, casas enteras y asambleas florecientes. Y ¡cuán fácil es para algunos creyentes caer en esta
trampa! (Proverbios 12:13).
Algunas veces caemos con facilidad en estas transgresiones de los «labios» como si no significase nada manchar la reputación
de un hermano o de una hermana, olvidando que el "amor edifica". Es el amor
para con el Señor, para con Su obra, para con los hermanos, lo que nos guarda de la difamación en todas nuestras relaciones
con nuestros hermanos; obremos, pues, en santidad y con toda fidelidad, y no toleremos que en nuestro corazón se albergue
ninguna clase de inmundicia, evitando así muchos disgustos y siendo de esta manera ayuda a aquellos que son inclinados a la
difamación, maledicencia, o detracción; si aquel que va de acá para allá llevando chismes de unos hermanos a otros no encuentra
en nosotros eco, sino, por el contrario, una reprensión hecha con amor, quizá consigamos que su conciencia sea tocada,
y si no, por lo menos no hallará en nosotros fuego con qué alimentar su calumnia.
Además de esto, la difamación, o maledicencia, no es solamente un modo de hablar de nuestro prójimo, por el cual
su consideración o su honor son envilecidos a menudo, sino que ésta juzga y habla del prójimo sin ningún amor y más bien con
desdén. ¡Cuántos corazones envenenados por esta ponzoña! ¡Cuántos amigos y familias enteras han sido divididos, porque
cuando uno ha sembrado la desconfianza, sigue como consecuencia la desunión, habiendo sido roto el lazo del amor! La chispa
encendida por la calumnia, a veces no puede ser apagada hasta la muerte misma. Mas, gracias al Señor, hay un medio seguro
de combatir este mal: humillándonos ante nuestro Dios y reconociendo sinceramente nuestras equivocaciones delante
de aquellos contra quienes hemos pecado. "El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará
misericordia." (Proverbios 28:13). No olvidemos que nosotros también tenemos necesidad cada día de la paciencia de Dios y
la de nuestros semejantes y de esta manera encontraremos la fuerza para vencer esta mala costumbre y si en el círculo de nuestros
hermanos ha de haber lugar a una reprensión, podemos servirnos los unos a los otros exhortándonos con amor en nuestro Señor
Jesucristo.
Traducido de "Le Messager Evangélique"
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1955, No. 14.-