Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)


Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)

LA UNIDAD DE LA IGLESIA y ¿Por qué nos reunimos al solo nombre del Señor?

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Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y  han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:

 

VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H.B.Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza)

La Unidad de la Iglesia

 

            «La unidad de la Iglesia es tan preciosa, tiene tanta autoridad sobre el corazón del hombre que, como consecuencia de la decadencia de la Iglesia, existe el peligro de ver que el deseo de la unidad externa lleva a los fieles a aceptar el mal y a andar en comunión con dicho mal, para no romper aquella unidad externa. Hace falta, pues, establecer el principio de la fidelidad individual, de la responsabilidad individual para con Dios, y ponerlo por sobre toda otra consideración. Asimismo, la autoridad de Dios sobre nuestra conciencia ha de ser una realidad. Mantener en la práctica la posibilidad de la unión entre el nombre de Jesús y el mal es blasfemar este bendito nombre.»

 

 

¿Por qué nos reunimos al solo nombre del Señor?

 

            Convencidos de la absoluta autoridad de la Palabra de Dios y de la perfección de sus enseñanzas, los hermanos que se reúnen hacia el Nombre del Señor creemos en la unidad de la Iglesia formada en esta tierra por obra del Espíritu Santo y abarcando a todos los hijos de Dios nacidos de nuevo. Dicha unidad se nos enseña en las Epístolas del apóstol Pablo, que la pre­senta bajo el notable símbolo de un solo cuerpo, es decir de un organismo vivo formado por una variedad de miembros indisolublemente unidos entre sí (véase detenidamente: Romanos 12: 4-8; 1 Corintios 10:17; 1 Corintios 12; Efesios 1: 22-23; Efesios 2:16; Efesios 3: 4-6; Efesios 4: 1-16). Entre otras cosas, fue el conocimiento de di­cha verdad lo que llevó, a cierto número de cristianos a salir de cualquier organización HUMANA de iglesias y de cualquier congregación INDEPENDIENTE, por ser éstas contrarias a la Escritura.

 

            La mencionada verdad de la unidad del cuerpo de Cristo permanece como uno de los sólidos motivos y fundamentos de nuestra posición.

 

            Agrupados en distintos lugares alrededor del Señor como miembros de Su cuerpo, no nos corresponde pues crear ninguna organización eclesiástica: reconocemos sencillamente lo que Dios ha establecido. Cada asamblea (o iglesia) local tiene la responsabilidad de vigilar para que sean respetados los derechos del Señor, tales como están expuestos en la totalidad de la Palabra de Dios. Así es como, según Mat. 18: 18-20; Juan 20:23; 1 Corintios 5: 9-13; 2 Corintios 2: 5-11, se aplica la disciplina en la dependencia del Señor. Cualquier hijo de Dios, nacido de nuevo (1 Corintios 12:13), deseoso de andar según el orden expuesto en la primera epístola a los Corintios (la cual regula preci­samente la marcha o conducta colectiva de los cristianos) es aceptado con gozo a la mesa del Señor, siendo recibido como miembro del cuerpo de Cristo y no como miembro de las asambleas.

 

            La Palabra de Dios nos enseña no sólo la presencia, sino también la dirección o guía del Espíritu Santo en la Iglesia, donde cualquier hijo de Dios es constituido adorador, donde cualquier redimido con la sangre precio­sa de Cristo es revestido de la dignidad sacerdotal; por lo tanto, los hermanos gozamos de la libertad del Espíritu en el culto propiamente dicho (o sea la mesa del Señor), haciendo subir nuestras acciones de gracias y ala­banzas; lo mismo ocurre en las reuniones de oración. Aquellos que poseen verdaderos dones, sea de enseñanza, de pastoreo u otros, pueden ejercerlos libremente con el respeto y la sumisión recíprocos. Si un hermano es llamado POR EL SEÑOR a consagrar su vida al ministerio o servicio de la Palabra (3 Juan 7), comienza la obra con la aprobación de los hermanos y la co­munión de la asamblea (Hechos 13: 1-3; Hechos 14:26); lo cual no quita, ni por un instante, su propia responsabilidad hacia el Señor. Dicho hermano anda por fe, no recibiendo sueldo alguno, y permanece, como cualquier otro her­mano, bajo la disciplina de la asamblea. Las mujeres, según el orden esta­blecido por el Señor (1 Corintios 14: 34-35; 1 Timoteo 2: 8-12), guardan silencio en las asambleas.

 

            Hay actualmente, en unos 50 países del mundo, determinado número de cristianos que andamos así, unidos por sumisión a estas divinas verdades. Por obedecer al Señor, nos apartamos de cualquier iglesia establecida sobre principios distintos de los de la Palabra de Dios. He aquí por qué no po­demos admitir que una persona recibida a la Mesa del Señor participe a otra mesa. El hecho de que unas personas tomen parte a una misma mesa de­muestra la COMUNIÓN y la SOLIDARIDAD que tiene entre sí. Dicha enseñanza se halla de modo particular en 1 Corintios 10: 14-22 (véase también Hageo 2: 12-13). A cada mesa del Señor, uno es solidario no sólo con las personas que han tomado lugar en ella, sino con las doctrinas — sanas o corruptas — que allí se profesan. Así es como los que, en Corinto, tomaban parte de los sacri­ficios ofrecidos a los ídolos, tenían comunión con los demonios (1 Corintios 10: 19-20). En cualquier sitio donde no se reconocen los derechos del Señor so­bre sus redimidos, donde la Palabra de Dios no regula en todo la conducta de los cristianos, se desconoce o rechaza la verdad acerca de la mesa del Señor. La cuestión de la Cena, es decir del memorial de la muerte de Cristo, presenta otro aspecto de la verdad que ha de ser, desde luego, muy precioso para cada uno de sus redimidos. Pero, según Dios, la Cena es inseparable de la Mesa del Señor; en otras palabras, el memorial es inseparable de la comu­nión y de la solidaridad; porque el pan que simboliza el cuerpo personal del Salvador representa también Su cuerpo místico, es decir la Iglesia, en su unidad. Aquellos que participan de este único pan son una expresión de la unidad de la Iglesia, como el pan mismo lo es. "Porque habiendo un solo pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo; porque todos participamos de aquel pan, que es uno solo." (1 Corintios 10:17 - VM).

 

            Conviene, pues, distinguir entre la Cena del Señor — el memorial, 1 Corintios 11 — y la Mesa del Señor — la expresión de la unidad en Cristo, 1 Corintios 10: 16-17 —, según acabamos de ver. Muchos cristianos piadosos tienen la Cepa del Señor y se gozan INDIVIDUALMENTE en ella, pero no se puede afirmar que tienen la Mesa del Señor.

 

            Siendo objetos de la inconmensurable gracia del Dios que nos ha salvado y que nos tolera cada día, nosotros mismos debemos usar de paciencia y de tolerancia para con nuestros hermanos. Sin embargo, aquellos que han sido recibidos a la Mesa del Señor se hallan bajo la disciplina de la Asamblea. Si, pues, un hermano en comunión toma la Cena en otra mesa (en las deno­minaciones y sectas cristianas) es inconsecuente con la posición que ocupa en la asamblea; a sabiendas o no, niega dicha posición y compromete el testi­monio dado acerca de las verdades concerniendo la Asamblea o Iglesia de Dios. Si después de una fraternal advertencia y exhortación persevera aquella persona en su propio camino demuestra con ello una independencia y una voluntad propia que no pueden tolerarse, por cuanto vienen a romper la preciosa comunión.

 

            Por cierto, todo hombre que se haya arrepentido de sus pecados y creído de corazón al Señor Jesús es un hijo de Dios y miembro del cuerpo de Cristo. Además, hay seguramente entre los cristianos de todas las denomi­naciones, creyentes que profesan una piedad verdadera y, en su conducta personal, una fidelidad superior quizá a la de varios hermanos de entre nosotros. Lo reconocemos sin dificultad. Hace falta entender, pues, que los motivos de nuestra separación son únicamente de orden eclesiástico.

 

            Si hay cristianos reunidos para «partir el Pan» únicamente como miem­bros del cuerpo de Cristo y obedecen las enseñanzas del Señor, reveladas en las epístolas del Nuevo Testamento, reconocerán también a los que se conforman a ellas de la misma manera. De este modo habrá una comunión recíproca. Al no ser así, no se anda según los mismos principios. UNA ASAMBLEA O IGLESIA LOCAL INDEPENDIENTE NIEGA, EN LA PRÁCTICA, LA UNIDAD DEL CUERPO DE CRISTO.

 

            Lo importante es averiguar si la conducta o marcha de las asambleas está en conformidad con la Palabra de Dios y si su separación eclesiástica es el resultado de su obediencia al Señor o el de su propia voluntad. Bien es verdad que no nos gloriamos de nuestra obediencia, pero estamos con­vencidos de que la gracia del Señor nos ha colocado en el verdadero camino, donde cualquier miembro del cuerpo de Cristo - siempre que ande en san­tidad y en verdad - tiene su lugar como tal.

La presencia del Señor Jesucristo, muerto y resucitado, atrae a los hijos de Dios y los congrega por el poder del Espíritu Santo. Esto es precisamente lo que caracteriza una asamblea de Dios, porque sólo así estamos reunidos hacia el nombre del Señor (mejor que "en" el nombre) (Mateo 18:20; Hebreos 13:13), lo cual implica necesariamente tanto el reconocimiento de Sus de­rechos, como el acatamiento de Su autoridad y la obediencia práctica a toda Su palabra. Ahora bien, la posición y la disciplina eclesiástica que actual­mente se imponen para realizar el carácter de una asamblea de Dios, no son incompatibles con el amor que debemos a todos los hijos de Dios. Además, el verdadero amor, el amor según Dios, debe apreciarse según este divino cri­terio: "En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos. Porque este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos." (1 Juan 5: 2-3; VM).

 

            Tras esta breve exposición, forzosamente incompleta, hemos de confe­sar con humildad que nuestra marcha colectiva no está siempre al nivel de los divinos principios que profesamos, ni nuestra conducta individual tampoco.

 

            Sin embargo, no existe el menor motivo en esto para abandonar la ver­dad. Al contrario, guardar el buen depósito que nos ha sido confiado, man­tener firmemente lo que por la gracia de Dios hemos recibido, debe ser a la vez, un inmenso privilegio para nuestro corazón y una grave responsabilidad para nuestra conciencia.

 

H. C

 

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1953, No.4.-

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