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(Carta de J.N.Darby a un hermano que se había expresado en términos muy elogiosos respecto a
él.)
Querido amigo y hermano en Cristo Jesús:
Con sumo gusto he recibido su traducción de una obra mía. Pero, querido amigo, he de confesarle que el placer que me
proporcionó la publicación de su obra ha sido amargado por la opinión demasiado favorable que expresó usted sobre un servidor
en su prefacio. Antes de haber leído una sola palabra de su traducción, regalé un ejemplar de la misma a un muy querido y
sincero amigo, quien me advirtió que usted había alabado mi piedad en su prefacio. Este pasaje, al leerlo más tarde, me hizo
el mismo efecto que a mis amigos. Espero, pues, que usted no tomará a mal las cosas que tengo que decirle sobre esto, y que
son el fruto de una experiencia bastante larga.
De todos los pecados que nos
asaltan, el orgullo es, por cierto, el mayor de todos nuestros enemigos, el que más lenta y difícilmente muere. Hasta los
hijos del mundo pueden discernirlo; una escritora francesa, madame de Stäel, decía en su lecho de muerte: <<¿Sabe usted
lo que muere en último lugar en el hombre? ¡El amor propio!>>
Dios odia sobremanera la soberbia,
porque ésta coloca al hombre en el lugar que sólo pertenece a Aquel que está exaltado por encima de todas las cosas. El orgullo
interrumpe la comunión con Dios y atrae sus castigos, porque Dios resiste a los soberbios y la Palabra nos dice que está establecido
un día en que "La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada". (Isaías 2:17).
Así que, mi querido amigo, ya
se dará usted cuenta de que no se puede hacer peor servicio a su prójimo que alabarle y alimentar su orgullo. "El hombre
que lisonjea a su prójimo, red tiende delante de sus pasos" (Proverbios 29:5), y, "la boca aduladora obra la ruina"
(Proverbios 26:28 - Versión Moderna). Persuádase, además que, por otra parte, nuestra vida es demasiado corta para poder apreciar
el grado de piedad de nuestro hermano; no somos capaces de medirla exactamente
sino con las balanzas del Santuario, pero éstas están en las manos de Aquel que escudriña los corazones. "Así que, no juzguéis
nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual... manifestará los intentos de los corazones: y entonces cada uno
tendrá de Dios la alabanza". (1 Corintios 4:5). Hasta aquel momento, enjuiciemos a nuestros hermanos -sea para bien o
para mal- con la moderación que conviene; acordémonos también que el mejor y más certero juicio es aquel que nos aplicamos
a nosotros mismos, cuando estimamos que los demás nos son superiores.
Si le preguntara a usted cómo
es que me conoce como <<uno de los hombres más adelantados en la carrera cristiana y un eminente siervo de Dios>>
(como usted dice), usted tendría seguramente mucha dificultad en contestarme. Tal vez me citará usted los libros que he publicado,
pero, ¿no sabe usted, mi querido amigo y hermano, que usted puede predicar un sermón edificante también como un servidor?,
¿qué, según reza un proverbio, el ojo ve siempre más lejos de lo que pueden ir los pies, y que desgraciadamente, no somos
siempre, ni en todo, lo que son nuestras predicaciones, y por fin, que "tenemos este tesoro en vasos de barro, para que
la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros"? (2 Corintios 4:7). No quiero revelarle a usted la opinión que
tengo de mí mismo, porque haciéndolo buscaría mi propia gloria y buscándola pudiera hacerme pasar por humilde; lo que no soy.
Más bien tendría que confesarle a usted lo que nuestro Maestro piensa de mí. Aquel que escudriña los corazones y habla verdad,
el Testigo fiel y el Amén, me habló a menudo en el secreto de mi alma, y le doy gracias por ello. Pero, créame, nunca me dijo
el Señor que soy un eminente cristiano y adelantado o aventajado en el camino de la piedad; al contrario, Él me dice claramente
que si conozco el lugar que me corresponde, ese lugar es el del primero de los pecadores y del último de todos los santos.
Y no cabe la menor duda, querido amigo, de que debo aceptar Su criterio más bien que el de usted.
El cristiano más eminente, más
destacado, es uno de aquellos que nadie conoce, del cual nadie oyó jamás hablar, algún pobre obrero o siervo de Dios, cuya
única felicidad es Cristo y que todo lo hace bajo Su mirada, buscando en todo Su aprobación. Los primeros serán los últimos.
Animémonos unos a otros, amado
hermano, a alabar únicamente al Señor; Él solo es digno de toda honra y loor y adoración; nunca se estimará bastante Su bondad.
El cántico de los santos (Apocalipsis 5), no alaba más que a Aquel que les ha redimido por Su Sangre. No contiene la menor
alabanza para ellos, no hay ni una sola palabra que les clasifica en <<eminentes>> y <<no eminentes>>;
toda distinción se desvanece en el título común de redimidos que constituye la felicidad y la gloria de todos ellos.
Esforcémonos para poner nuestros
corazones al unísono con aquel cántico, al cual, lo sabemos, nuestras débiles voces se unirán algún día. Ello constituye nuestra
felicidad en esta tierra, y contribuiremos así a la gloria de Dios, rebajada por las mutuas alabanzas que se gratifican demasiado
a menudo los cristianos entre sí. No podemos tener dos bocas, una para alabar a Dios y otra para ensalzar al hombre. Hagamos
pues ahora, en esta tierra, lo que hacen los serafines allá arriba. Con dos alas, cubren su fax en señal de confusión ante
la santa presencia del Señor; con otras cubren sus pies para esconder su marcha a sí mismos, y con las dos últimas vuelan
para cumplir los deseos de su Maestro, mientras repiten sin cesar: "Santo, santo, santo es Jehová de los ejércitos; toda
la tierra está llena de su gloria." (Isaías 6:3)
J. N. Darby
Revista
"VIDA CRISTIANA", Año 1953, No.4.-
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