LA ORACIÓN DEL SEÑOR:
¿DEBERÍA SER USADA POR LOS CRISTIANOS?
Todas
las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas
de la Versión Reina-Valera
Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las
comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
VM
= Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada
por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).
Mateo 6: 9 al 13
"Padre
nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.
Venga tu
reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.
El pan
nuestro de cada día, dánoslo hoy.
Y
perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros
deudores.
Y no nos
metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder,
y la gloria, por todos los siglos. Amén."
Esta
oración se entrelaza con algunos de nuestros más santos recuerdos y
asociaciones. ¡Cuántas personas, de hecho, fueron enseñadas primeramente a
balbucear sagradas peticiones sobre las rodillas de una madre! Dicha oración se
apegó así a los afectos — un apego que
se profundizó en años posteriores cuando, día del Señor tras día del Señor, era
repetida una y otra vez, en conjunto con cientos de personas en la iglesia o
capilla. Entonces, ella vincula también, en la imaginación, el presente con el
pasado, y raza con raza; ya que la imaginación ama pensar obsesivamente que el
hecho de que esta misma oración, dada por nuestro Señor a Sus discípulos, ha
encontrado un lugar en las liturgias de cada sección de la Cristiandad, y ha
sido usada así por siglos, y es repetida semana tras semana, casi
simultáneamente, por miles de personas en diferentes regiones y lenguas. No es
de extrañar, por tanto, que se la considere con especial reverencia, y como
poseyendo una santidad peculiar a ella misma.
Esto ha
encontrado una expresión sorprendente en relación con la versión revisada del
Nuevo Testamento publicada últimamente. Los revisores se han aventurado a
alterar ligeramente su fraseología, y a omitir, debido a la insuficiencia de la
evidencia de la inspiración de ellas, las palabras finales — "porque tuyo
es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén." Se ha
encontrado falla con esto, sobre el terreno de que «la antigua forma en la que las
oraciones de los Ingleses han sido
pronunciadas por tantas generaciones debería haber sido respetada.»
Independientemente de lo que se pueda pensar acerca de este veredicto, la
pregunta planteada en nuestra mente es, ¿Debería esta oración ser usada por
Cristianos? En otras palabras, ¿Fue la intención de nuestro Señor que ella
fuese adoptada por los creyentes después del descenso del Espíritu Santo en
Pentecostés? Es a la respuesta a esta pregunta que nosotros invitamos la seria
atención de nuestros lectores.
Antes que
nada, se puede tener como premisa, y el hecho es patente, que hay muchas
oraciones registradas antes de la muerte y resurrección del Señor Jesús,
especialmente en el Antiguo Testamento, que serían totalmente inadecuadas para
este período de la gracia. Tomen algunas peticiones registradas en los Salmos —
peticiones imprecatorias, como se las denomina. Vayan, por ejemplo, al Salmo
69: 22 al 28, y se percibirá, de inmediato, que el espíritu de tales oraciones
es completamente ajeno a la inculcada al Cristiano. Así también con muchas de
las oraciones encontradas en Jeremías (Jeremías 10: 24 y 25; Jeremías 18: 19 al
23, etc.), y en otras Escrituras del Antiguo Testamento. Esto será suficiente
para demostrar que una oración compuesta por el Espíritu de Dios, en una
dispensación, no es necesariamente adecuada para el pueblo de Dios de todas las
épocas. Conservando este principio en mente, nosotros podemos examinar la
oración que el Señor dio a Sus discípulos.
Cabe
señalar que, desde el principio, ella no contiene ningún indicio de redención.
Puede decirse que ello se asume; y, no obstante, difícilmente puede ser así, si
nosotros recordamos el rasgo distintivo de la redención, tal como es presentada
en la epístola a los Efesios: "En quien" (es decir, en Cristo), dice
el apóstol, "tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según
las riquezas de su gracia." (Efesios 1:7). Es muy cierto que la oración
podía ser usada sólo por quienes estaban en el terreno del pueblo de Dios, tal
como estaban los Judíos, quienes tenían el modo y los medios designados de
acceso a Dios; pero hablamos ahora de redención, tal como fue consumada por la
muerte y resurrección de Cristo. Entonces, lejos de que el perdón por medio de
la sangre preciosa de Cristo fuese conocido, es decir, que ya no hay más
conciencia de pecados por Su sacrificio único (Hebreos 10), los discípulos son
dirigidos a clamar, "perdónanos nuestras deudas, como también nosotros
perdonamos a nuestros deudores." (Mateo 6:12). Por tanto, la eficacia de
la sangre preciosa de Cristo no estaba anticipada aquí, ni tampoco se suponía
que la conocían los que debían acercarse a Dios con estas peticiones en sus
labios. No hay punto más importante sobre el que se deba insistir,
especialmente en la actualidad, que el perdón de pecados conocido es, por todas
partes en las epístolas, considerado como la herencia común de todo creyente.
El apóstol Juan escribe así: "Os escribo a vosotros, hijitos (y el término "hijitos"
en este
lugar incluye a toda la familia de Dios), porque vuestros pecados os han sido
perdonados por su nombre." (1ª. Juan 2:12). Es así muy evidente que esta
oración no se eleva a la altura, en este particular, de la que puede ser
llamada 'la bendición inicial Cristiana'.
Las
palabras iniciales apuntarían, de hecho, a la misma conclusión: "Padre nuestro
que estás en los cielos." (Mateo 6:9). Esto requerirá una o dos palabras
de sencilla explicación. Los creyentes bajo la antigua dispensación, nacían de
nuevo de la misma manera que los creyentes desde Pentecostés. Por tanto, ambos
son, por igual, hijos de Dios. Pero hay dos diferencias que deben ser
especificadas. El creyente Judío jamás recibía, no podía recibir, el Espíritu
de adopción, debido a que el Espíritu no había venido en aquel entonces,
"porque Jesús no había sido aún glorificado." (Juan 7:39). El apóstol
Pablo explica esto cuando dice, "Entre tanto que el heredero es niño, en
nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y
curadores hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando
éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo. Pero
cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y
nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de
que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a
vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que
ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de
Cristo." (Gálatas 4: 1 al 7; ver asimismo Romanos 8: 14 al 17). La segunda
diferencia radica en el carácter del llamamiento. El santo Judío tenía un
llamamiento terrenal; es decir, su llamamiento de parte de Dios era para la
tierra, y para bendiciones terrenales. Aun el futuro de ellos se caracterizaba
por un Mesías en la tierra, reinando en la tierra en Su reino glorioso,
asegurando perfecta bendición terrenal. Se puede leer el Salmo 72 como una
ilustración de esto, así como también Isaías 60, Jeremías 33, etc. Pero con el
Cristiano todo cambia. Su llamamiento es un llamamiento celestial (véase
Hebreos 3:1; Filipenses 3:14, donde debería decir, "llamamiento de Dios en
lo alto", y el versículo 20, "nuestra ciudadanía está en el
cielo."). Conforme a esto, Dios no promete ahora bendiciones terrenales a
los creyentes. Teniendo sustento y abrigo, nosotros somos exhortados a estar
contentos. (1ª. Timoteo 6:8). "Partir y estar con Cristo, lo cual es
muchísimo mejor." (Filipenses 1:23). Toda nuestra esperanza ha de estar
puesta sobre el regreso de nuestro bendito Señor a tomarnos a Él mismo, para
que donde Él está nosotros también estemos (Juan 14: 1 al 3; Filipenses 3: 20 y
21; Apocalipsis 22: 7, 12, 20). Por lo tanto, nosotros debemos vivir en la
expectativa diaria de la consumación de esta esperanza nuestra y, en el
entretanto, vivir bajo su influencia y poder, purificarnos, así como Él es
puro. (1ª. Juan 3: 2 y 3). Nosotros somos así, un pueblo celestial, con
esperanzas celestiales, en lugar de ser, como eran los Judíos, un pueblo
terrenal, con esperanzas terrenales — cuyas esperanzas terrenales se cumplirán
aún en la
restauración y bendición de ellos en su tierra cuando el Señor aparezca con Sus
santos para establecer Su reino.
La
aplicación de estas distinciones será evidente. El Señor enseñó a Sus discípulos
a decir "Padre nuestro"; los creyentes de la presente época de la
gracia — es decir, del período de tiempo que comenzó con el descenso del
Espíritu Santo en el día de Pentecostés — claman "¡Abba, Padre!"; es
decir, conocen a Dios como su Padre por
medio del Espíritu Santo que mora en ellos. Nuevamente, era perfectamente
apropiado para el santo Judío decir ""Padre nuestro que estás en los cielos",
porque él era uno
de los que componían el pueblo terrenal; pero el Cristiano, siendo él mismo,
celestial, perteneciendo al cielo, con el privilegio de morar aun ahora en
espíritu en la casa del Padre, no dice, cuando se le enseña, ""Padre
nuestro que estás en los cielos", ni siquiera, nuestro "Padre
Celestial", sino que dice, 'nuestro Dios y nuestro Padre', tal como
encontramos en todas partes en las epístolas, y tal como el propio Señor enseñó
a los Suyos, por medio de María, después de Su resurrección; porque añadir al
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo las palabras "en el cielo",
sería olvidar lo que Dios, en Su gracia maravillosa, nos ha hecho, y olvidar
también el lugar pleno de bendición al cual hemos sido llevados mediante la
muerte y resurrección de nuestro bendito Señor y Salvador. (compárese Juan
20:17 con Efesios 1:3, etc.).
Si nos
volvemos nuevamente a la petición aludida, "perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros perdonamos a nuestros deudores", esta conclusión se
verá fortalecida. Como hemos mostrado, el perdón de pecados es la porción de
todos los creyentes, y este perdón es eternal en su carácter. La eficacia de la
sangre preciosa de Cristo, tal como es presentada en Hebreos 9 y 10, descarta
la posibilidad de la imputación de culpa al creyente. El sacrificio único de
Cristo es puesto, una y otra vez, en contraste con los recurrentes sacrificios
anuales de la economía Judía. "Porque no entró Cristo en el santuario
hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse
ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el
sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera
le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo;
pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre
por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado." (Hebreos
9: 24 al 26). Una vez más, "Y ciertamente todo sacerdote está día tras día
ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden
quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo
sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en
adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies;
porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los
santificados." (Hebreos 10: 11 al 14). Estos pasajes enseñan, más allá de
la posibilidad de duda o pregunta, dos cosas inequívocas: en primer lugar, que
el sacrificio único de Cristo tiene vigencia para siempre; y, en segundo lugar,
que en el momento que nos situamos bajo su eficacia y sus beneficios (y todo
creyente está en este lugar bienaventurado), nuestra culpa es quitada para
siempre de la vista de Dios. Nosotros hemos 'sido hechos perfectos'. No hay
"ya más conciencia
de pecado", si comprendemos el
valor de la sangre preciosa de Cristo. Somos absolutamente perdonados una vez y
para siempre. Negar esto sería negar la eficacia del sacrificio único de
Cristo.
Se
puede replicar, «Sí, nosotros entendemos esto plenamente, como
aplicado a nuestros pecados pasados; pero ¿qué sucede con los pecados que
cometemos día a día después de la conversión?»
Hay dos
respuestas a esta pregunta. Primero, la culpa de todos nuestros pecados — pasados,
presentes, o futuros — es quitada por la sangre de Cristo. Cuando el Señor
Jesús "llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero
(lenguaje que sólo los creyentes pueden adoptar) (1ª. Pedro 2:24), nosotros no
habíamos cometido pecados, en absoluto (puesto que no habíamos nacido aún). Por
consiguiente, no pudo ser que Él llevase solamente una parte, o algunos, de
nuestros pecados, o de lo contrario — y lejos esté este pensamiento — Él debe
morir una segunda vez. No; todos nuestros pecados fueron puestos sobre Él en Su
muerte en la cruz, y Él expió la culpa de todos; así que podemos regocijarnos
delante de Dios, en el conocimiento de que "la sangre de Jesucristo su
Hijo nos limpia de todo pecado" (1ª. Juan 1:7), de que somos libertados,
una vez y para siempre, de toda nuestra culpa y, por consiguiente, de que una
vez limpios y hechos más blancos que la nieve, ni una sola mancha, o lunar,
puede jamás profanar nuestra pureza perfecta a los ojos de Dios.
En segundo
lugar, Dios ha hecho provisión de otra índole para nuestros pecados diarios.
Hay que reconocer que ¡lamentablemente! nosotros pecamos diariamente; pero, tan
cierto como eso es, si conocemos el valor pleno del sacrificio de Cristo, jamás
padeceremos, ni por un momento, el pensamiento de la imputación de culpa. Por
otra parte, no debemos aminorar jamás la gravedad de nuestros pecados diarios —
pecados que son ahora contra la luz y el amor. Ningún lenguaje podría ser
demasiado fuerte para expresar lo aborrecible que ellos son. Aún más que esto,
jamás se debe olvidar que no hay necesidad
de que el creyente peque diariamente. El apóstol Juan dice, "Hijitos míos,
estas cosas os escribo para que no pequéis." Una vez defendida la verdad
acerca de este punto, él presenta después, la provisión de la gracia que ha
sido hecha para los pecados en los cuales el creyente cae tan a menudo. "Y
si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el
justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los
nuestros, sino también por los de todo el mundo." (1ª. Juan 2: 1 y 2).
Es,
entonces, la abogacía de Jesucristo el Justo con el Padre, la que atiende a
nuestro caso con respecto a nuestros pecados diarios. Llevados a la comunión
con el Padre y con Su Hijo Jesucristo (1ª. Juan 1:3), nosotros perdemos el
disfrute de esta comunión cuando pecamos; y el objetivo de la abogacía de
nuestro bendito Señor es restaurarnos al lugar que hemos perdido, en cuanto a
su disfrute. Y para este fin, Él ora por nosotros; Él no ora cuando nos
arrepentimos, sino cuando pecamos. De hecho, nuestros pecados suscitan Su
abogacía a nuestro favor; y es en respuesta a esto que, más temprano o más
tarde, el Espíritu de Dios hace que recordemos, en nuestras conciencias, la
Palabra de Dios, produciendo, de ese modo, el juicio propio, y nos conduce a la
confesión en la presencia de Dios; y entonces encontramos la verdad de lo que
el apóstol declara, "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad." (1ª. Juan
1:9). Esto sucederá, más temprano o más tarde, pero se debe recordar —
y esto prohíbe el pensamiento de 'tomar a
la ligera' los pecados del creyente — que si se pospone el juicio propio y la
confesión, Dios, como nuestro Padre, puede verse obligado, en Su amor por
nosotros, a venir y tratar con nosotros en castigo y prueba, para prepararnos
para la acción de Su Palabra sobre nuestras conciencias; porque Él no puede
soportar que los que han sido redimidos, Sus propios hijos, continúen en una
senda de pecado e iniquidad. El pecado no es nunca una cosa liviana a los ojos
de Dios, y no debe ser jamás una cosa liviana a los ojos de Su pueblo. ¿Cómo
podría serlo, cuando fue eso lo que llevó a nuestro bendito Señor a la terrible
cruz?
Se verá, a
partir de estas observaciones, que el Cristiano no debe orar nunca por el
perdón de pecados. La culpa de todos sus pecados ha sido quitada; y la
condición para el perdón de sus pecados diarios es la confesión. Ahora bien, la
confesión, en vista de que ella sólo puede brotar del juicio propio, es una
cosa mucho más profunda que orar por
el perdón. Los padre pueden verificar esto muy pronto con sus hijos. Cuando
estos han cometido faltas, si ven que sus padres se afligen, ellos pronto
pedirán perdón; pero si se les demanda
juicio propio, una verdadera estimación del carácter de sus acciones, y
la confesión, ella no se obtendrá tan fácilmente. No; es una cosa mucho más
seria ver nuestros pecados en la luz de la presencia d Dios, tener el
pensamiento de Dios acerca de ellos, y decirle todo en humilde confesión; y
esto es lo que Dios requiere, y no la oración por el perdón. La razón es
simple. La propiciación ha sido ya hecha, y el perdón está listo para ser
otorgado, y Él espera solamente hasta que nos hayamos juzgado a nosotros
mismos, para asegurarnos Su amor perdonador, y para efectuar nuestra
restauración a la comunión que habíamos perdido.
Se puede
hacer otra observación acerca de esta petición — apenas necesaria, después de lo
que se ha dicho, salvo para obviar objeciones. La medida del perdón por el que
se va a orar es el de nuestro perdón a los demás — "como también nosotros
perdonamos a nuestros deudores." Conociendo lo que nosotros somos, la
sutileza de nuestros corazones, nuestras inconscientes reservas (recelos,
desconfianzas, sospechas), y nuestra dificultad, en muchos casos, para otorgar
un perdón libre, pleno, y absoluto a los que han pecado contra nosotros, jamás
podríamos saber, a partir de esta petición, si acaso nos podríamos regocijar en
el conocimiento del pleno perdón de nuestros pecados contra Dios; y esto sería
enteramente inconsistente con la verdad que hemos estado considerando en
Hebreos 9 y 10. Como habiendo sido presentada esta oración a los discípulos en
la posición que ellos tenían en aquel entonces, y con respecto a sus relaciones
mutuas, y a sus relaciones con todos los hijos del Reino, nosotros podemos percibir
su sabiduría perfecta y
divina, e incluso su aplicabilidad a los hijos de Dios, con respecto al
gobierno del Padre, pero ella no estuvo destinada, en ninguna manera, a ser la
expresión de nuestra necesidad, con relación a nuestros pecados, en la
presencia de Dios.
Como incidiendo
sobre toda la cuestión acerca del uso de esta oración, invitamos al lector a
prestar atención ahora a una Escritura en el evangelio de Juan. En la víspera
misma de la partida del Señor. Él dijo a Sus discípulos, "Vosotros, pues,
ahora tenéis tristeza; mas yo os veré otra vez, y se regocijará vuestro
corazón, y ninguno os quitará vuestro gozo. Y en aquel día no me preguntaréis
nada. En verdad, en verdad os digo: Todo cuanto pidiereis al Padre en mi
nombre, él os lo dará. Hasta ahora no
habéis pedido nada en mi nombre: pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo
sea completo." (Juan 16: 22 al 24 – VM). Si la oración del Señor es
examinada cuidadosamente, nada golpea la mente con tanta fuerza como la
ausencia de toda mención del Nombre de Cristo. Por lo que atañe a las palabras,
ellas no tienen relación alguna ni con el Nombre, ni con la obra de nuestro
bendito Señor y Salvador. Y nuestro Señor dice expresamente en esta Escritura,
que "hasta ahora" — y esto fue al final de Su estancia terrenal — Sus
discípulos no habían pedido nada al Padre en Su Nombre. Teniendo en cuenta,
entonces, que en toda oración Cristiana, el único terreno de acercamiento a
Dios es en el Nombre de Cristo, se deduce, en primer lugar, que la oración del
Señor no era en Su Nombre; y, en segundo lugar, ella no pudo ser dada, por
tanto, para el uso de Su pueblo después de Su muerte y resurrección.
Otro hecho,
de diferente índole, puede ser presentado como evidencia en apoyo de esta
conclusión. En los Hechos y en las Epístolas tenemos el registro de varias
oraciones, así como también las bendiciones especiales que los apóstoles
desearon para los creyentes a los que ellos estaban escribiendo, y casi
innumerables alusiones a la necesidad de orar, pero en ninguno de los casos hay
allí el más mínimo rastro de la adopción de la oración que está bajo
consideración, sea ello por individuos, o por los santos cuando se reunían.
Esta omisión es ciertamente significativa, a la luz de la teoría de que el
Señor presentó, en esta oración, una forma a ser empleada en la iglesia hasta
el final de la época de la gracia.
Considerando
todas estas cosas en su conjunto, no podemos sino concluir que esta teoría es
un error, que además del hecho de que nuestro Señor no dictó una forma de
oración para los Cristianos, es evidente, por otra parte, que Él la presentó
solamente a Sus discípulos para que ellos la usaran hasta Pentecostés. A partir
de entonces, morando en ellos el Espíritu Santo, serían llevados al disfrute de
todas las bendiciones aseguradas en Cristo mediante la redención, y con sus
corazones engrandecidos por el poder de Su fuerza, orarían, en lo sucesivo, en
el Nombre de Cristo y en el Espíritu Santo. (Véase Efesios 1: 15 al 23; Efesios
3: 14 al 21; Efesios 6:18; Judas 20, etc.). A partir de ese momento, sus deseos
podían limitarse solamente a toda la gama de propósitos e intereses de Dios. Ni
estos, ni siquiera sus necesidades personales (véase Filipenses 4:6) pudieron
hallar una expresión plena y adecuada en esta forma de oración.
Es posible
que sea necesario recordar al lector, que las observaciones efectuadas tienen
referencia sólo al uso de esta oración, en
su integridad, por los Cristianos como una
forma. Se admite libremente, no, más bien, se insiste sobre el hecho de que,
aunque somos llevados a un lugar nuevo por medio de la muerte y resurrección de
nuestro Señor y Salvador, y a la posesión y disfrute conocidos de más sublimes
bendiciones, nosotros podemos volver atrás en el poder del Espíritu, y asumir y
presentar delante de Dios, muchas de sus peticiones. Hagamos un repaso de ellas
en una breve reseña.
Se ha
explicado cabalmente que el Cristiano — al menos uno que tiene inteligencia
espiritual — no se podría dirigir ahora a Dios como "Padre nuestro que
estás en los cielos." Pero se trata del mismo Dios, y nosotros Le
conocemos como 'nuestro Dios y Padre', porque es el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo. (Juan 20:17). Por tanto, cuando oramos, no decimos, 'nuestro
Padre celestial', puesto que, en Su gracia, nosotros somos también un pueblo
celestial, sino simplemente 'nuestro Dios y Padre', debido a que estos títulos
nos expresan la doble relación a la que hemos sido llevados.
La primera
petición es, "santificado sea tu nombre" — una petición que no
podemos pronunciar jamás, si es que entendemos verdaderamente su solemne
significado. "Nombre", en la Escritura, es siempre la expresión de lo
que Dios es como revelado, y por eso, en relación con el Padre, es la verdad de
lo que Dios es en esa relación. Entonces, si nosotros deseamos que Su nombre
sea santificado, ello significa que debería ser santificado en nosotros, por
nosotros, y por todos los que tienen el privilegio de invocar a Dios mediante
este título precioso, y significa que debería haber, en nosotros, una respuesta
sensible a Su santidad en esta relación. Nosotros hemos pronunciado,
ciertamente, la petición, pensando poco acerca de lo que ella implicaba, e
incluso mientras nosotros, como Sus hijos, ¡estábamos deshonrando Su nombre
como nuestro Padre, mediante nuestras impías asociaciones e impíos modos de
obrar! Presentar esta oración significa que deberíamos ser santos porque Él es
santo, que Su nombre debería ser santificado en y por nosotros, en todo lo que
somos y hacemos.
Las dos
peticiones que siguen, "Venga tu
reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra",
son dos peticiones que todos nosotros podríamos también adoptar. Se trata, como
se percibirá, del reino del Padre. Se encontrará una referencia a esto en este
mismo evangelio. "Entonces los justos resplandecerán como el sol en el
reino de su Padre." (Mateo 13:43). Resulta claro, del contexto, que esto
mira hacia adelante, al tiempo cuando Cristo habrá regresado con Sus santos, y
habrá tomado Su Reino para Sí mismo (Mateo 13:41); y cuando los santos serán
exhibidos en Su gloria en el reino del Padre — la escena celestial del gobierno
del Padre. Por lo tanto, la petición expresa el deseo por la llegada del tiempo
cuando Cristo vendrá para ser glorificado en Sus santos (2ª. Tesalonicenses
1:10).
"Hágase tu voluntad, como en el cielo, así
también en la tierra", va aún más allá en su plena realización. Jamás
hasta ahora, excepto una vez, se ha visto esto en la tierra, y eso fue en la
vida y muerte del Señor Jesús — el Único que pudo alguna vez decir, "Yo te
he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese."
(Juan 17:4). Sólo Él ha hecho perfectamente la voluntad del Padre en la tierra.
Tampoco será hecha en el milenio, excepto por Él mismo, como el Rey que reinará
en justicia. Habrá aproximaciones a ella, mayores o menores, por los santos en
aquel tiempo, pero excepto por Él, la voluntad del Padre no será hecha en la
tierra como en el cielo, ni por un solo santo. Ello debe señalar, ciertamente,
a los cielos nuevos, y a la tierra nueva, cuando el tabernáculo de Dios estará
con los hombres, y Él morará con ellos, y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo
estará con ellos como su Dios. (2ª.
Pedro 3:13; Apocalipsis 21:3). Entonces la voluntad del Padre será hecha en la
tierra (la tierra nueva) así como en el cielo, y nunca antes. Las dos
peticiones juntas, abarcan así dos dispensaciones sucesivas, es decir, el
milenio y el estado eterno. ¡Cuán vastos y exhaustivos son los pensamientos de
Dios! ¡Y son estos pensamientos, y estos deseos, los que Él quiere que nosotros
compartamos con Él!
"El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy"
es una petición más sencilla y no presenta dificultad alguna, cuando se la
considera como la expresión de nuestra entera dependencia de Dios para nuestro
alimento diario, y, al mismo tiempo, no dejará de recordarnos lo que se les
enseñó a los Israelitas en el desierto: que el maná, Cristo como el pan que
descendió del cielo, debe ser recogido, y uno se debe alimentar de Él,
diariamente (Éxodo 16; Juan 6).
Nosotros
hemos comentado ya acerca de, "perdónanos
nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores",
de modo que sólo queda, "Y no nos
metas en tentación, mas líbranos del mal." Este clamor será siempre
adecuado para nosotros, mientras estamos en este mundo con el sentido de
absoluta debilidad, y sabiendo que no podríamos estar firmes, ni por un
momento, en la tentación, si somos dejados a nosotros mismos. Tampoco hay
incongruencia alguna entre una petición tal, y la entera confianza en Dios; porque
habrá confianza en Dios justo en proporción a la manera en que hemos aprendido
que en nuestra carne, no mora el bien (Romanos 7:18). Temerosos de nosotros
mismos, clamaremos siempre, "no nos
metas en tentación", y esto dará lugar a que haya en nosotros un mayor
deseo de ser librados del mal. Esta fue, de hecho, la petición del propio Señor
para los Suyos — "No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes
del mal. (Juan 17:15). Si las palabras restantes, la doxología, tal como se las
denomina, "porque tuyo es el reino,
y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén", son, o no son,
parte de la Escritura, ellas expresan, indudablemente, una verdad que todo
Cristiano se deleita en conocer y convertir en alabanza.
Entonces, en
resumen, no podemos sino concluir, a partir de la enseñanza de la Escritura,
que nuestro Señor dio esta oración como una forma para el uso de Sus discípulos
sólo hasta Pentecostés. Pero, a la vez que afirmamos esto, es muy evidente que,
cuando nosotros hemos sido llevados a la plena luz del Cristianismo, donde las
formas de oración ya no son consistentes con la actividad libre del Espíritu
Santo en el creyente, podemos, como siendo guiados por el Espíritu, adoptar y
presentar delante de Dios, muchos de los bienaventurados deseos y peticiones
que esta oración personifica y expresa. Puede ser que, en un día postrero,
cuando Dios tendrá, una vez más, Su pueblo terrenal, la 'Oración del Señor'
será usada otra vez como un todo. Pero, no obstante, es de la mayor importancia
percibir, entre tanto, que el Judaísmo,
en su expresión más pura, no es Cristianismo; y por eso es que ese
lenguaje, que pudo ser usado adecuadamente en oración antes de la muerte de
Cristo, no es, necesariamente, el vehículo apto, o destinado, para expresar los
deseos del Cristiano. El Señor quiere que entremos en Sus pensamientos más
plenos de bendición para Su pueblo, y que nos sintamos satisfechos con nada más
que Sus propios deseos para nosotros. Que Él pueda darnos el ojo ungido para
percibir, y la gracia y el poder para ocupar, el lugar al cual hemos sido
llevados ahora, por medio de la muerte y resurrección de nuestro bendito Señor
y Salvador.
Edward Dennett
Traducido
del Inglés por: B.R.C.O. – Noviembre 2014.-
Título original en inglés: THE LORD'S PRAYER: SHOULD IT BE USED BY CHRISTIANS? by Edward Dennett
Versión Inglesa |
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