Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que,
además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
BJ = Biblia de Jerusalén
LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation,
Usada con permiso
NTHA = Nuevo Testamento Versión Hispano-Americana (Publicado por: Sociedad Bíblica Británica
y Extranjera y por la Sociedad Bíblica Americana, 1ª. Edición 1916)
RVA = Versión Reina-Valera 1909 Actualizada en 1989 (Publicada por Editorial Mundo
Hispano; conocida también como Santa Biblia "Vida Abundante")
RVR1865 = Versión Reina-Valera Revisión 1865 (Publicada por: Local Church Bible Publishers, P.O. Box 26024, Lansing, MI
48909 USA)
RVR1909 = Versión Reina-Valera Revisión 1909 (con permiso de Trinitarian Bible Society,
London, England)
RVR1977 = Versión Reina-Valera Revisión 1977 (Publicada por Editorial Clie)
VM = Versión Moderna,
traducción de 1893 de H.B.Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza)
ACERCA DEL EVANGELIO DE JUAN
Capítulos 1 - 10
J.N.DARBY
Collected Writings (Escritos Compilados) Vol. 32, Miscellaneous
INTRODUCCIÓN
El Evangelio de Juan tiene un carácter especial, el cual ha impresionado las mentes de todos quienes le han prestado
un poco de atención, incluso aunque ellos no siempre hayan entendido claramente qué fue lo que produjo este efecto: no solamente
impresiona la mente, sino que atrae el corazón de un modo que no se encuentra en las otras partes del santo libro. La razón
de esto es, que el Evangelio de Juan presenta la Persona del Hijo de Dios - el Hijo de Dios descendido tan bajo, que Él puede
decir, "Dame de beber" (Juan 4). Esto atrae el corazón, si el corazón no está totalmente endurecido. Si Pablo nos enseña de
qué manera un hombre puede ser presentado ante Dios, Juan presenta a Dios ante el hombre. Su tema es Dios, y la vida eterna
en un hombre, prosiguiendo el apóstol con el tema en la Epístola (1 Juan), mostrándonos esta vida reproducida en quienes la
poseen al poseer a Cristo. Yo hablo solamente de los rasgos principales que caracterizan estos libros; pues, es innecesario
decirlo, muchas otras verdades, además de las que he hecho notar, se han de hallar en ellos. De hecho, es el Evangelio de
Juan el que nos entrega la doctrina del envío del Espíritu de Dios, ese otro Consolador, que va estar con nosotros para siempre.
El Evangelio de Juan se distingue muy claramente de los otros tres evangelios sinópticos, y haremos bien en hacer una
pausa por un momento para considerar el carácter de estos últimos, especialmente en cuanto esto involucra la diferencia entre
ellos y el evangelio de Juan.
Los tres evangelios sinópticos, Mateo, Marcos, y Lucas, proporcionan los detalles más preciosos de la vida del Salvador
aquí abajo, de Su paciencia y de Su gracia: Él fue la expresión perfecta del bien en medio del mal; Sus milagros (con la excepción
de la maldición de la higuera, el cual expresó la verdad en cuanto al estado de Israel, es decir, del hombre en posesión de
todos los privilegios que el hombre pudo disfrutar de parte de Dios) no fueron solamente una confirmación de Su testimonio,
sino que todos ellos eran milagros de bondad - la expresión del poder divino manifestado en bondad. Aquí encontramos el bien;
Dios mismo, quien es amor, actuando, aunque, en un cierto sentido, aún escondido, conforme a la gracia que pronto iba a ser
claramente revelada. De esta manera el bendito Salvador fue presentado al hombre, para ser reconocido y recibido: Él fue ignorado
y rechazado.
Se ha hecho notar a menudo que cada uno de los tres evangelistas presenta al Salvador en un aspecto diferente: Mateo
nos presenta a Emanuel en medio de los Judíos; Marcos, el Profeta Siervo; Lucas (después de los dos primeros capítulos, los
cuales nos presentan el más interesante retrato de un remanente con quienes Dios estaba, en medio de un pueblo hipócrita y
rebelde) nos presenta al Hijo del Hombre, más en relación con lo que existe en el presente; esto es, la gracia celestial;
pero todos los tres, en lo medular, presentan al Salvador en Sus pacientes modos de gracia en este mundo, para que el Hombre
pueda recibirle; ¡y el hombre le rechazó!
El Evangelio de Marcos, relacionado con el servicio de Jesús, no tiene genealogía.
Mateo, en relación con los Judíos y las dispensaciones terrenales, sigue el rastro del Salvador desde Abraham y David,
y muestra, asimismo, las tres cosas que toman el lugar del Judaísmo; es decir, el reino tal como existe en el tiempo actual
(capítulo 13), la iglesia (capítulo 16), y el reino en gloria (capítulo 17).
Lucas, que nos presenta la gracia en el Hijo del Hombre, sigue el rastro de Su genealogía hasta Adán. Estos tres Evangelios
hablan siempre de Cristo como un Hombre aquí abajo, presentado a los hombres históricamente, y ellos siguen su narración hasta
que Él es rechazado absolutamente, anunciando entonces Su entrada en la nueva posición que Él ha tomado por medio de la resurrección.
La ascensión, la cual es el fundamento de nuestro lugar actual, sólo es presentada directamente en Lucas; se hace alusión
a ella en los últimos versículos suplementarios en Marcos.
El Evangelio de Juan considera al Señor más bien en otra manera: nos presenta una Persona divina descendida aquí abajo,
Dios manifestado en este mundo; un hecho maravilloso, sobre el cual todo depende en la historia del hombre. Ya no se trata
aquí de una cuestión de genealogía; no se trata del segundo Hombre responsable hacia Dios (aunque esto sea siempre verdadero),
y perfecto delante de Dios, y que es todo Su deleite, al mismo tiempo que vemos en cada página que no se trata ya del Mesías
conforme a la profecía; ya no se trata de Emanuel, Jesús, quien salva a Su pueblo; ya no se trata más del mensajero que va
delante de Su presencia: en Juan se trata de Dios mismo, como Dios, quien en un Hombre se muestra a los hombres,* a los Judíos
- pues Dios había prometido que Él vendría - pero ante todo, para apartarlos enteramente (capítulo 1: 10, 11), demostrando
al mismo tiempo que nada en el hombre podía incluso comprender quien estaba presente allí con él. Luego, al final del Evangelio,
hallamos la doctrina de la presencia del Espíritu Santo, quién habría de reemplazar a Jesús aquí abajo, revelando Su gloria
en lo alto, y dándonos la conciencia de nuestras relaciones con el Padre y con Él.
{* Habiendo venido como un Hombre, Jesús nunca deja el lugar de obediencia, y recibe todo
de manos de Su Padre.}
Se ha de observar, asimismo, que todos los escritos de Juan, y entre ellos su Evangelio, consideran al Cristiano como
un individuo, y no distingue la iglesia, ya sea como el cuerpo o como la casa. Además, el Evangelio de Juan trata de la vida
eterna; él no habla del perdón de pecados, excepto como una administración presente confiada a los apóstoles; y, en lo que
respecta a Cristo, él trata esencialmente el tema de la manifestación de Dios aquí abajo, y de la venida de la vida eterna
en la Persona del Hijo de Dios; por consiguiente, él apenas habla en absoluto de nuestra porción celestial, exceptuando tres
o cuatro alusiones. Pero es tiempo de dejar estas reflexiones generales, para considerar lo que el propio Evangelio nos enseña.
En primer lugar, entonces, demos una mirada a su estructura. Los tres primeros capítulos son introductorios: Juan (el
Bautista) no había sido aún encarcelado, y Jesús, aunque enseñaba y hacía milagros, no había comenzado aún Su ministerio público.
Los dos primeros de estos tres capítulos, hasta el capítulo 2:22, forman un todo. El Capítulo 3 nos presenta la base de la
obra divina en nosotros y por nosotros - es decir, el nuevo nacimiento y la cruz, esta última introduciendo las cosas celestiales
en cuanto a nosotros, y en cuanto al propio Jesús. En el capítulo 4, Jesús pasa desde Judea a Galilea, dejando a los Judíos
quienes no le recibieron, y toma el lugar de Salvador del mundo en gracia. En el capítulo 5, Él da vida como Hijo de Dios;
en el capítulo 6, Él llega a ser, como Hijo del Hombre, el sustento de la vida, en Su encarnación y en Su muerte. El Capítulo
7 nos muestra que el Espíritu Santo habría de reemplazarle - la fiesta de los tabernáculos, la restauración de Israel, tendría
lugar después. En el capítulo 8, Su palabra es rechazada definitivamente; en el capítulo 9, son rechazadas Sus obras: pero
aquel que ha recibido la vista le sigue a Él. Así, en el capítulo 10, Él tendrá Sus ovejas, y las guardará para mejores cosas
por venir. En los capítulos 11 y 12, Dios da testimonio de Él, como Hijo de Dios, por la resurrección de Lázaro; como Hijo
de David, por Su entrada en Jerusalén; como Hijo del Hombre, por la llegada de los Griegos; pero este título de Hijo del Hombre,
traía con él la muerte, un asunto que es tratado entonces. Betania es una escena que se destaca por sí misma; María comprendió
en su corazón la posición de Jesús; Aquel que daba vida, Él mismo debía morir. Su título de Hijo del Hombre cierra la historia
de Jesús aquí abajo, introduciéndole por medio de la muerte y por medio de la redención en una esfera mucho más amplia de
gloria. Pero entonces (capítulo 13), la pregunta surgió naturalmente, ¿iba Jesús a dejar a Sus discípulos? No; siendo glorificado
en lo alto, Él lavaría sus pies. Pero adonde Él fuera Sus discípulos no le podían seguir ahora. En el capítulo 14 hallamos
los recursos de consuelo durante el tiempo de la ausencia del Señor: el Padre ya había sido revelado en Él durante Su vida
aquí abajo; cuando Él hubiese regresado a lo alto, Él habría de enviar otro Consolador; por medio de Él, los discípulos sabrían
que Él estaba en el Padre, y ellos en Él, y Él en ellos. El Capítulo 15 nos muestra la relación de los discípulos con Él sobre
la tierra, tomando el lugar de los Judíos; el lugar de los discípulos delante del mundo, el de los Judíos al rechazarle a
Él, y luego el Consolador. El Capítulo 16 nos dice lo que el Espíritu Santo haría cuando viniese; de qué sería la prueba Su
presencia en el mundo, y qué enseñaría Él a los discípulos, poniéndolos, a la vez, en relación inmediata con el Padre. En
el capítulo 17 el Señor, pronunciándose sobre el cumplimiento de Su obra, y la revelación del nombre del Padre, sitúa a los
Suyos en Su propia posición delante del Padre y delante del mundo; el mundo es juzgado, en que ha rechazado al Señor, y los
Suyos son dejados aquí en Su lugar. En los capítulos 18 y 19 tenemos la historia de la condena y crucifixión del Señor; en
el capítulo 20, Su resurrección y la manifestación de Él mismo a Sus discípulos, así como la misión de ellos. El Capítulo
21 nos presenta Su entrevista con los Suyos en Galilea, la restauración de Pedro, y la profecía de Jesús en cuanto a este
último, y en cuanto a Juan.
Después de este breve bosquejo del Evangelio como un todo, entraremos ahora en los detalles de los capítulos.
CAPÍTULO
1
El primer capítulo nos presenta la Persona del Señor en todos sus aspectos positivos - lo que Él es en Sí mismo. No
en Sus caracteres relativos; Él no es el Cristo aquí, ni la Cabeza de la iglesia, ni el Sumo Sacerdote - es decir, lo que
Él fue, o lo que Él es, en la relación con los hombres aquí abajo, sean Judíos o Cristianos. Pero es Cristo quien nos es presentado
personalmente así como Su obra.
El capítulo comienza con la existencia divina y eterna de la Persona de Jesús, el Hijo de Dios, con lo que Él es en
la esencia de Su naturaleza, por decirlo así. Génesis comienza con la creación, y el Antiguo Testamento nos entrega la historia
del hombre responsable en la tierra, la esfera de esa responsabilidad; Juan comienza con aquello que precedió a la creación;
él comienza todo de nuevo aquí, en la Persona de Aquel que vino a ser el segundo Hombre, el postrer Adán.
No es, "En el principio creó Dios"; sino, "En el principio era el Verbo." (o, "En el principio existía el Verbo." Juan 1:1 - LBLA).
Todo se fundamenta en la existencia no creada de Aquel que creó todas las cosas: al principio de todas las cosas Él estaba
allí, sin ningún principio. "En el principio era el Verbo", es la expresión formal de que el Verbo (la Palabra) no tuvo principio.
Pero hay más en este notable pasaje: el Verbo era personalmente distinto, "el Verbo era con Dios" (o, "estaba con Dios" -
LBLA); pero Él no era distinto en naturaleza, "el Verbo era Dios." De este modo tenemos la existencia eterna, la personalidad
distintiva, la identidad de naturaleza, del Verbo; y todo existía en la eternidad. La personalidad distintiva del Verbo no
era, como la gente desearía que fuese, una cosa que tuvo un principio. "Él estaba en el principio con Dios." (v. 2 - VM).
Su personalidad es eterna como Su naturaleza. Esta es la gran y gloriosa base de la doctrina del evangelio y de nuestro gozo
eterno, lo que el Salvador es en Sí mismo, Su naturaleza, y Su Persona.
Ahora viene lo que Él es en Sus atributos, siendo tal. Antes que nada, Él ha creado todas las cosas, y aquí venimos
al principio de Génesis. Tenemos que ver con Él en aquello que Él es; el mundo no es más que lo que Él ha hecho. Todas las
cosas por Él fueron hechas, y no existe nada creado de lo cual Él no fue el Creador. Todo lo que subsiste, subsiste por medio
de Él. Él era (een); todo lo que comenzó a existir (egeneto) comenzó "por medio de él." (v. 3 - RVA). Él fue el Creador de todo lo que existe. (Comparen con Hebreos
1: 2, 10).
La segunda cualidad hallada en Él es que "En él estaba la vida", v. 4. Esto no se puede decir de ninguna criatura;
muchas tienen vida, pero ellas no la tienen en sí mismas. Cristo llega a ser nuestra vida, pero es Él quien lo es en nosotros.
"Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de
Dios no tiene la vida." (1 Juan 5: 11, 12). Esta es una verdad muy trascendental, con respecto a Él, con respecto a nosotros,
y con respecto a la vida que nosotros poseemos como Cristianos.
Pero hay más; esta vida es "la luz de los hombres", una palabra de inmenso valor para nosotros. Dios mismo es luz,
y es la luz divina como vida la que se expresa a los hombres en el Verbo. No es la luz de los ángeles, aunque Dios es luz
para todos, pues Él lo es en Sí mismo, sino que, como ello está relacionado, está adaptada a otros seres, no a los ángeles,
Sus delicias eran con los hijos de los hombres (Proverbios 8). La proposición es una que es llamada recíproca; es decir, las
dos partes de la proposición tienen un igual valor. Yo también podría decir así: la luz de los hombres es la vida que está
en el Verbo. Se trata de la expresión perfecta de la naturaleza, consejos, y gloria de Dios cuando todo será consumado. Es
en el hombre que Dios se hará ver y se dará a conocer. "Dios fue manifestado en carne . . .Visto de los ángeles." (1 Timoteo
3:16). Los ángeles son la expresión más elevada del poder de Dios en la creación; pero es en el hombre que Dios se ha mostrado
a Sí mismo, y eso, moralmente, en santidad y amor. Nosotros debemos andar como Cristo anduvo, ser imitadores de Dios como
Sus hijos amados, y andar en amor, como Cristo también nos amó, y se entregó por nosotros; y también, somos "luz en el Señor"
(Efesios 5:8), pues Él es nuestra vida. Si conocemos el amor, es en que Él puso su vida por nosotros, y nosotros debemos poner
nuestras vidas por los hermanos (1 Juan 3:16). Si Dios nos castiga, es para que participemos de Su santidad. Nosotros andamos
en luz, como Él está en luz. Él nos ha escogido en Cristo, para ser "santos, y sin mancha delante de él en amor" (Efesios
1:4 - RVR1865), que es el carácter de Dios mismo, un carácter perfectamente realizado en Cristo. Nosotros nos purificamos,
así como Él es puro, sabiendo que seremos semejantes a Él - siendo transformados en la misma imagen, de gloria en gloria,
como por el Espíritu del Señor - siendo renovados en el conocimiento conforme a la imagen de Aquel que nos creó. Y esto no
es una regla, aunque en ello está implicada una regla (pues nosotros debemos andar como Él anduvo), sino una vida que es la
expresión perfecta de ella, la expresión de la vida de Dios en el hombre. ¡Privilegio inefable! ¡Maravillosa cercanía a Jesús!
"Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos." (Hebreos 2:11).
La redención desarrolla y manifiesta todas las cualidades morales de Dios mismo, y por sobre Sus cualidades, Su naturaleza
- amor y luz, y eso en el hombre, y en conexión con los hombres. Nosotros somos, estando en Cristo, y Cristo en nosotros,
el fruto y la expresión de todo lo que Dios es en la plenitud y revelación de Él mismo. Él mostrará, en los siglos venideros,
las abundantes riquezas de Su gracia, en Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús (Efesios 2:7). Pero entonces, para que
todo esto saliera a la luz, el amor e incluso la luz, una ocasión se debía presentar; y eso, no en un objeto amable e inteligente
en lo bueno (pues entonces el hombre podía amar), sino allí, donde todo lo contrario a esta naturaleza se mostraba; fue necesario,
asimismo, que se demostrara que el bien es superior al mal, dejando que el mal tuviese su libre curso. "La luz resplandece
en medio de las tinieblas, y las tinieblas no lograron sofocarla." (o, "no la comprendieron"; Juan 1:5 - VM). No solamente
el hombre no era luz, no sólo él era tinieblas, sin ninguna vislumbre de la naturaleza de Dios, sino que en él no había poder
de recepción de esta luz, había oposición de naturaleza. Ellos no vieron ningún atractivo en Él para desearle. En lo que no
fue nada más que la exhibición de la naturaleza divina en sí misma, fue imposible continuar más allá. En las cosas naturales,
si hay luz, ya no hay más tinieblas; pero en el mundo moral no es así; la luz, aquella que es pura en sí misma, y manifiesta
todas las cosas, está allí, y no se percibe quien está allí. "¿No es éste el hijo del carpintero?" (Mateo 13:55). "Si conocieras . . . quién es el que te dice: Dame de beber." (Juan 4:10). "Si éste fuera un profeta."
(Lucas 7:39 - LBLA) - es un juicio claro, afirmando que Él no es un profeta, cuando Dios está allí, y se muestra Él mismo
como tal. Puesto que lo que Dios es en este mundo revela lo que hay arriba, la mente que reina allí no se asocia con un solo
principio que gobierna el corazón y las costumbres de los hombres. En ese corazón no hay ningún conocimiento de pecado, ningún
conocimiento de Dios, ningún conocimiento del estado en el que nos ha sumergido el pecado; el propio pecado es estimado conforme
al mal que nos ha hecho a nosotros, no conforme a su oposición a la naturaleza de Dios, aunque admito que se adquirió una
conciencia por medio de la caída; el egoísmo se ha convertido en el punto de partida de todo. Entonces, cuando la luz viene,
la cual, por el contrario, muestra lo que el pecado es, dónde este ha colocado al hombre moralmente delante de Dios, todo
es juzgado según el egoísmo como punto de partida; y la manifestación de Dios no halla ninguna entrada en el corazón. Este
es un campo desconocido para el hombre: es la verdad, y el hombre está en un estado de falsedad, ya que se halla sin Dios,
y no entiende nada aquí. Dios es luz; y cuando Él se manifiesta tal como Él es, pero adaptado al hombre, tal es el estado
del hombre que nada responde a esta manifestación. Si la conciencia, que es de Dios, es alcanzada, el odio de la voluntad
es despertado (Vean el final de Hechos 7 y Juan 3:19).
Tenemos, entonces, de una manera abstracta, en estos cinco primeros versículos, lo que el Señor es, divinamente, en
Sí mismo; y junto con esto, al final, el efecto de Su manifestación en medio de los hombres, tal como ellos eran, aún de una
manera abstracta. De este modo, es como luz que Él es presentado aquí; no es amor lo que se revela. Descendido aquí como amor,
Él ha estado activo, tanto hacia el mundo, como eficazmente hacia los Suyos, lo que implica la cruz, es decir, la luz rechazada.
Pero lo que se nos presenta aquí es lo que el Señor es, no lo que Él hace en actividad divina. Los versículos 16 - 19 del
capítulo 3 nos entregan el resumen de lo que Él es en estos dos pormenores. Dios es amor; pero Cristo era la actividad de
este amor, conforme a la naturaleza y al establecido propósito de Dios. (Comparen el versículo 17 del capítulo que estamos
examinando.). La ley demandaba del hombre aquello que el hombre debía ser; en Cristo algo "vino" de Dios - luz y amor; pero
este tema nos ocupará más plenamente en un momento más. Yo sólo repito, que lo que nos es dado leer, hasta el presente, es
lo que el Señor es en Sí mismo, pero en el carácter que pone al hombre a prueba, que muestra lo que el hombre es; y el pasaje
finaliza con el efecto de la manifestación de lo que Él es, sin que Él sea nombrado. Esta Luz se puede manifestar allí, donde
no hay nada que responda a ella: no es sofocada (no es comprendida). Se trata de incapacidad moral, no de odio; este último
se opone al amor.
Podemos observar que, al ser hechos participantes de la naturaleza divina, nosotros llegamos a ser luz (Efesios 5:8).
Nunca se dice que nosotros somos amor. Dios es soberano en Su amor, sin duda es Su naturaleza, en comunión, y en bondad, y
en misericordia, pero libre. Nosotros somos hechos participantes de esta naturaleza, y andamos en amor, ya que el amor ha
sido manifestado en Jesús, debido a que Él es nuestra vida; pero es en obediencia que nosotros andamos así, es un deber, un
gozoso deber - fácil, si andamos con gozo, y más fuerte que el mal, pero no libre, como si tuviera su fuente en nosotros mismos.
No podemos decir que nosotros somos el amor supremo, una fuente de la que surge el amor; pero el nuevo hombre es santo en
sí mismo; es eso lo que él es, aunque esto sea, en nuestro caso, en relación con un objeto.
En el versículo 6 y los siguientes, comenzamos la historia: Cristo tenía que aparecer. No se trata de lo que Él es
de forma abstracta; ahora hallamos a un precursor - Juan el Bautista. Dios, en Su bondad, no se satisfizo dando la luz: Él
la anuncia - mediante otro, como para atraer la atención de los hombres. Juan el Bautista da testimonio de la Luz, pero aquí
es para que todos puedan creer, y no solamente para Israel: Juan el Bautista no era la Luz, pero él vino para dar testimonio
de Aquel que era la Luz. Ahora la Luz verdadera es Él quien, viniendo a este mundo, es luz para todo hombre, Fariseo o pecador,
Judío o Gentil. Él es la Luz, quien, venido desde lo alto, es eso para todos, ya sea que Él sea rechazado o recibido: para
un Simón o un Herodes, para Natanael o para Caifás. Él es la expresión de Dios, y de la mente de Dios para todo hombre, cualquiera
que sea el estado en que él esté. El asunto aquí no es el de la recepción de la luz en el corazón. En ese caso se trata de
una cuestión del estado del que recibe; aquí, se trata del hecho de la aparición de la Luz en este mundo. Ella estaba en el
mundo en la Persona del Salvador; el mundo por Él fue hecho; pero cuando Él estuvo en el mundo, el mundo no le conoció: Él
vino a lo Suyo, los Judíos, Él, quien era su Jehová y su Mesías, y los Suyos no le recibieron (v. 9 - 11).
Este es el resultado de la manifestación de la Luz en medio de los hombres, históricamente - incapacidad para entenderla,
y rechazo cuando se dirigió directamente a quienes ya habían estado en relación con ella mediante las promesas y las profecías,
y quienes habían recibido la ley de parte de ella, la norma de la vida humana - aunque permaneciendo siempre Luz. Algunos,
sin embargo, la recibieron; y a aquellos Él les dio el derecho de tomar el lugar de hijos de Dios, no se trata de que habían
algunos de mejor calidad, o con una voluntad menos perversa que los demás; no, ellos nacieron de nuevo, nacidos de Dios; "nacieron
no de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de varón, sino de Dios." (Juan 1:13 - RVA). La revelación exterior
de la luz en el Verbo fue acompañada por un poder vivificador de Dios, el cual le dio una realidad vital en el alma, al formar
la simiente incorruptible de Dios. Como vida, Cristo estaba allí. El hombre nacía de Dios.
Esto finaliza la exposición del Verbo (la Palabra) como luz en Sí mismo, y como revelado en el mundo y en medio de
los Suyos; presentado de manera abstracta en los versículos 1-5, e históricamente en los versículos 7-13, pero, con todo,
en su naturaleza como luz, y no como un hombre; luego, después de todo, si ella era recibida, se presenta en qué consistía
la diferencia.
En el versículo 14, el Cristianismo comienza históricamente. Hasta eso, es lo que Cristo era, así como también cuál era el estado de la esfera en que Él fue manifestado. Ahora tenemos lo que Él llegó
a ser - "Y el Verbo se hizo carne." (v. 14 - RVA). No fue una aparición, como en el Antiguo Testamento, sino que Él tomó un
tabernáculo para morar entre nosotros, aunque no fuese más que por un tiempo. Era un Hombre en medio de los hombres (Él mantendrá
el tabernáculo para siempre); pero Él ha vivido aquí abajo lleno de gracia y verdad, amor y luz, adaptado al estado del hombre
aquí abajo; entonces nosotros, los creyentes, hemos recibido de Su plenitud, y gracia sobre gracia; en resumen, como el unigénito
Hijo, que está en el seno del Padre, Él ha dado a conocer al Padre. La Palabra hecha carne puso Su morada entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (v. 14 - BJ): todos
nosotros hemos recibido de Su plenitud: entonces Él ha dado a conocer al Padre. Él era el Hijo en manifestación, Hombre en
medio de los hombres, la Palabra, que era Dios, hecha carne. En Él la gracia y la verdad vinieron al mundo; Él es una fuente
plena de gracia para nosotros, de la que todos hemos recibido abundancia de gracia, y Él ha dado a conocer, también, al Padre.*
Esta es la segunda parte de nuestro capítulo, la historia de la Persona del Cristo. De esto también Juan el Bautista da testimonio:
él no era el Cristo, sino Su precursor, la voz que clama en el desierto, y quien, al llamar al arrepentimiento, prepara el
camino del Señor.
{* Comparen 1 Juan 4:12, donde la dificultad de que "Nadie ha visto jamás a Dios", es resuelta
de otra manera; esta comparación proporciona la más profunda enseñanza en cuanto al estado del Cristiano.}
Esto introduce un tercer punto. Entre tanto anuncia Su Persona, aquel que le presenta se oculta; él no es el Cristo,
ni el profeta prometido por Moisés, ni Elías prometido por Malaquías, sino solamente conforme a la palabra de Isaías, la voz
que anuncia a otro, a quien los Fariseos no conocían. Aquel que venía después de él, pero que era antes de él, del cual no
era digno de desatar la correa del calzado. Esto se vuelve un testimonio personal cuando Jesús aparece delante de Juan al
siguiente día. (Versículo 29, y siguientes.) Juan le designa aquí, no como el Mesías, sino en conexión con Su obra, de la
que hay dos partes: Él quita el pecado, y Él bautiza con el Espíritu Santo.
Jesús es "el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." (Juan 1:19). El pecado debe ser quitado de delante de
Dios. El tiempo vendrá cuando ya no habrá más pecado delante de los ojos de Dios, ni delante de los nuestros, un tiempo de
eterno reposo para Dios y para nuestros corazones. ¡Qué verdadero reposo, y cuán bendito para el corazón! Ha habido un paraíso
de inocencia, que dependió de la fidelidad de la criatura, un estado de inocencia incierto, y perdido en seguida: ha habido
un mundo de pecado, donde sin embargo Dios ha estado actuando en gracia: habrá un mundo de cielos nuevos y tierra nueva, donde
morará la justicia, un estado de cosas que no puede ser conmovido, moralmente inmutable, porque el valor de la obra de Cristo
permanece siempre el mismo. Este no será un estado de inocencia donde todo dependía de la obediencia puesta a prueba, y en
el que el hombre fracasó, sino una felicidad dónde la obediencia fue perfectamente probada, y cumplida. La justicia asegura
la estabilidad de este estado de cosas, pues Dios no puede tener en poco la perfección de la obra de Cristo, para Su gloria.
Asimismo no habrá nada más allí que santidad. Todos allí glorificarán a Dios en todo lo que Él es; nada será contrario a Su
naturaleza. El pecado será quitado de delante de Dios en los cielos nuevos y tierra nueva. Jesús es Aquel que lo quita: la
obra está hecha, el resultado no se muestra todavía. El pasaje no dice, 'El Cordero de Dios que ha quitado", ni, "quien quitará" - este pasaje presenta el carácter
de Aquel que estaba allí ante los ojos de Juan el Bautista, Aquel que lo estaba haciendo. El pasaje no trata de la culpabilidad
en que nosotros estamos (un asunto muy importante en su lugar), eso es evidente, sino de un estado de cosas delante de Dios.
Juan toma habitualmente las cosas así en sus grandes principios. Es Dios quien ha aparecido, y todo es juzgado conforme a
la luz de Su presencia. Su Santidad requiere - sí, Su majestad, por cuanto Él es santo - que el pecado sea quitado de delante
de Sus ojos. Aquel que cumplió la obra, quien lo estaba haciendo, estaba ahora allí presente en la tierra. Él era "el Cordero
de Dios", el Cordero que convenía perfectamente a la gloria de Dios, el Cordero que Dios solo pudo haber provisto para Sí
mismo, quien pudo establecer Su gloria, Su gloria más elevada, allí donde el pecado se encontraba; el Cordero que se pudo
entregar libremente por esta gloria, y cumplir así una obra que había de ser el fundamento moral (siendo su valor inmutable,
y subsistiendo sin posibilidad de cambio, pues la obra fue siempre ella misma) de una bendición eterna, conforme a Dios, y
delante de Él.
La cruz es la base de esta bendición. Todos los elementos morales del bien y el mal han sido claramente revelados,
y cada uno ha sido mostrado en su lugar apropiado, y Cristo está a la diestra de Dios, como Hombre, en la gloria divina, en
virtud de haber resuelto toda cuestión que era hecha surgir de este modo. Allí se pudo ver:
1.- al hombre en su odio absoluto del bien, de Dios mismo manifestado en bondad, y eso para él: "han visto y han aborrecido
a mí y a mi Padre" (Juan 15:24);
2.- todo el poder de Satanás, "viene el príncipe de este mundo" (Juan 14:30); "ésta es vuestra hora y la del poder
de las tinieblas" (Lucas 22:53 - RVA);
3.- al hombre en su perfección absoluta en Cristo; "para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me
mandó, así hago" (Juan 14:31); y eso cuando ambos habían sido probados de la manera más absoluta;
entonces
4.- a Dios, en Su justicia contra el pecado, como en ninguna otra parte: el pecado en nosotros, pero Dios en Su infinito
amor por el pecador.
Así el hombre, en la Persona del Hijo de Dios, ha entrado en una
posición completamente nueva, en la gloria, más allá del alcance del pecado, la muerte, el poder de Satanás, y el juicio de
Dios después de haber pasado a través de él - el hombre, conforme a los consejos de Dios, colocando el sello más positivo
sobre la responsabilidad del hombre como una criatura, enfrentando las consecuencias de esta responsabilidad, y glorificando
a Dios de un modo tal como para obtener para el hombre, del amor y la justicia de Dios, un lugar que ha de ser la glorificación
eterna de Dios en Sus consejos soberanos y en Su gloria, la glorificación de Aquel que introdujo al hombre allí para ser el
instrumento de ello, entre tanto, al mismo tiempo, el orden de la creación ha de subsistir como resultado delante de Dios
en un estado donde Él hallara el reposo de Su naturaleza, y donde Cristo, el Hombre glorificado, ha de ser el centro de todos
los caminos de Dios en sus benditos resultados.
El Salvador tenía que hacer aún otra cosa; es decir, bautizar con el Espíritu Santo. Esto es presentado por uno de
los hechos más interesantes y conmovedores: Jesús recibe el Espíritu Santo como Hombre, y la Escritura emplea las mismas palabras
en cuanto a Él como las que emplea cuando habla de nosotros: "Jesús de Nazaret . . . cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo
y con poder" (Hechos 10:38 - RVA); y el propio Señor dijo, "porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con
su sello." (Juan 6:27 - LBLA). Jesús ha sido sellado como Hijo, como Hombre aquí abajo, en virtud de Su propia perfección,
y de Su propia relación con el Padre como Hijo; nosotros somos sellados, siendo
hijos por la fe en Él (Gálatas 3:26; 4:6), en virtud de la redención que Él ha cumplido. Nosotros, por consiguiente, no podíamos
haber sido sellados antes de que Él hubiese tomado Su lugar como Hombre en lo alto - testimonio, al mismo tiempo, de la eficacia
de la redención, y de aquello que la redención ha adquirido para nosotros. "Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere,
queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto." (Juan 12:24). Así leemos (Juan 7:39 - VM), "El Espíritu Santo no había sido
dado todavía [esto es, no todavía a los creyentes en la tierra], por cuanto Jesús no había sido aún glorificado." Era el testigo
de que Él era el Hijo personalmente. Ahora que la redención está cumplida, que Jesús ha sido glorificado, después de sus logros,
el Espíritu Santo es dado a nosotros quienes creemos en Jesús.
Así, también, aunque el resultado del sacrificio de Cristo, quitando el pecado del mundo, aún no sea mostrado, nosotros
sabemos que aquello que forma la base de este bendito resultado está cumplido, y disfrutamos de su eficacia en la perfecta
purificación de nuestra conciencia, y en la gloriosa esperanza de estar con Cristo, semejantes a Él en el cielo, asegurándonos
el Espíritu Santo una de estas cosas, siendo las arras de lo otro. Cristo bautiza (o más bien ahora decimos que ha bautizado)
a los Suyos con el Espíritu Santo, dándonos la conciencia de ser hijos en plena libertad delante del Padre, quien le ha sellado
como siendo personalmente el Hijo de Dios, perfecto en todo. Esta señal fue dada a Juan el Bautista, quien abrió su boca para
dar testimonio de que Jesús era el Hijo de Dios. Juan vio claramente que Jesús era una Persona gloriosa, de quien no era digno
de desatar la correa del calzado, y él sintió que no era su lugar bautizar a esta Persona. Pero el descenso del Espíritu sobre
Jesús es el testimonio claro, celestial, mostrando quien era Jesús, en cuanto a Su Persona, como Hijo de Dios: Juan vio y
dio testimonio de que Él era el Hijo de Dios en este mundo. Es muy precioso para nosotros (aunque en nuestro caso no se trata
de nuestras personas, sino de la gracia soberana) pensar que, si ascendido a la gloria Él nos ha bautizado con el Espíritu
Santo (testimonio de que somos hijos y dándonos la conciencia de ello), Él, el Hijo eterno, recibió antes que nada, como Hombre
aquí abajo, este mismo testimonio, el sello y la unción del Espíritu, que nos capacita para clamar, "¡Abba, Padre!" Se trata
de la anticipación de esa verdad, de que Aquel que santifica y los que son santificados, de uno son todos; Hebreos 2:11.
Pero si se trata de aquí abajo, un testimonio divino ha sido dado de que Jesús era el Hijo de Dios, Su título como
Cordero de Dios es el que le caracteriza. El corazón de Juan el Bautista ya le reconoció como tal, pues el testimonio que
él rinde aquí no es un testimonio contenido en su predicación. Él vio a Jesús caminando delante de él, y su corazón, lleno
de la profunda verdad, exclama, "He aquí el Cordero de Dios." (v. 29). Él ya le había anunciado en ese carácter, y nadie había
seguido a Jesús; pero ahora lo que provino, en gracia, de su corazón, atrajo corazones; dos de los discípulos de Juan le oyeron,
y siguen al Señor. Así comienza Jesús a reunir a Sus discípulos. Él acepta la posición de centro de reunión. Los dos discípulos
habían recibido la Palabra de Dios pronunciada por la boca de Juan el Bautista, pero ni Juan, ni ninguno de los profetas,
habían tomado jamás el lugar de ser un centro, alrededor del cual aquellos que recibían la Palabra de Dios se reuniesen; ahora
estaba allí en el mundo Uno a cuyo alrededor ellos podían reunirse de esa manera; se trataba del "Cordero de Dios." Jesús,
viendo los dos discípulos que le seguían, les dijo, "¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde
moras? Les dijo: Venid y ved." (vs. 38, 39).
Este es un principio importante y un hecho importante; no sólo había en la tierra un testimonio sino una Persona que
era un punto de reunión para los que recibían la Palabra de Dios, y eso de parte de Dios mismo. Este fue el fruto del testimonio
de Juan el Bautista. Andrés, uno de los dos discípulos de Juan, halla a Simón, su hermano, y le anuncia que ellos habían hallado,
no al Cordero de Dios, sino al Cristo. El testimonio que nosotros recibimos, siempre está ligado a aquello que ya está en
el corazón; no va más allá de lo que se adapta a lo que está allí. Si todo el amor de Dios en Cristo es predicado, si una
obra se lleva a cabo en el corazón, esto producirá una convicción de pecado, quizás incluso para hacernos casi desesperar
por salvación. "El Cordero de Dios" va infinitamente más allá que "el Mesías"; pero estas almas sinceras que vemos aquí, y
quienes habían recibido la Palabra de Dios en sus corazones, habían hallado "al Mesías." En el versículo 42, Andrés trae a
Simón a Jesús, quien le llama Cefas, o Pedro, de otra manera. El derecho de poner nombres es la expresión de soberanía, tal
como hallamos constantemente en la Palabra; sólo Cristo pone nombres con un conocimiento divino de las personas. Él se asignó
a Sí mismo una autoridad suprema, pero con la competencia de una Persona divina. Juan el Bautista nunca habría puesto nombres
a sus discípulos de este modo.
Pero aunque Jesús era el centro que reunía a los que recibían el testimonio de Dios, Él vino para dar testimonio de
la verdad, y llevando a cabo su obra Él no tuvo dónde recostar Su cabeza. Él comienza este servicio activo en el versículo
43: Él quiso ir a Galilea, donde Su testimonio iba a ser rendido entre los pobres del rebaño, y halla a Felipe. Este es el
segundo carácter del testimonio. El primero fue Juan, y lo que siguió; aquí es Cristo, y se trata de una cuestión de seguirle,
a Él que era un peregrino y extranjero en este mundo. Cristo aparece también de esta forma en otro capítulo; hasta este momento
le hemos contemplado como centro, Él recibía creyentes, y se rodeaba de ellos allí, donde él moraba; aquí ellos deben seguirle,
donde Él era un peregrino - un segundo testimonio de la mayor importancia.
Como objeto del testimonio de Juan el Bautista, Jesús era el centro, y Él siempre lo es; pero, de hecho, en Su propio
testimonio aquí abajo, Él era un extranjero, y no tuvo dónde recostar Su cabeza; Él comenzó en el pesebre, y terminó en la
cruz. Toda Su vida fue la vida de Uno que fue extranjero aquí abajo, quien anduvo en el mundo para rendir testimonio en él
a Dios en gracia, pero siguiendo una senda que ningún ojo de buitre había visto (Job 28:7). Los dos caracteres del testimonio
presentan con vigoroso realce, el estado del mundo, por una parte; y por la otra, lo que Jesús estaba haciendo allí. ¿Por
qué tener en este mundo un centro de reunión, de parte de Dios, si no fuera que el mundo, e incluso el pueblo de Dios conforme
a la carne, se habían alejado completamente de Dios, y que necesitaba alguien que sacara a las almas de este estado mediante
la revelación de Dios en medio de este mundo? Y ahora, nuevamente, el principio es el mismo, sólo que el bendito Centro está
en el cielo: Él "se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo" (Gálatas 1:4). Entonces, ¿por
qué seguir a Jesús, ser un peregrino como Jesús fue siempre aquí abajo? Adán no fue un peregrino en el paraíso; nosotros no
seremos peregrinos en el cielo: no había necesidad de un camino en el primero, y nosotros no hallaremos ninguno en el otro,
como para desear salirnos de él. Fue el reposo de Dios abajo; es el eterno reposo de Dios en lo alto; uno no saldrá de él;
no hubo necesidad, y no habrá necesidad, en el uno, o en el otro, de una senda donde se debe seguir a alguien. Aquí no es
así; ni el reposo de Dios, ni el reposo del hombre, han de ser buscados en la tierra, y lo que nosotros queremos es una senda
a través del desierto. Solamente hay una que es segura, y Uno solo pudo trazarla; y la fe sola la discierne; es Jesús quien
dice, "Sígueme." Necesitamos una senda, y la senda es hallada. Felipe también era de Galilea. La obra de Dios no se edificó
sobre Jerusalén, el antiguo centro según la carne; sino que la base, la senda, y el centro, es el Hijo de Dios, la revelación
del propio Dios en el mundo, siendo Él mismo las primicias, el despreciado y rechazado de los hombres, pero la imagen del
Dios invisible.
Felipe halla a Natanael, un Israelita, lleno de prejuicios, pero un corazón sencillo, pues incluso el Señor halló debajo
de la higuera, hombres de esta estampa, ligados al Judaísmo - un remanente cuyo corazón se abría a la verdad, hombres fieles,
quienes esperaban la redención de Israel. Natanael no pensaba que algo de bueno pudiese salir de Nazaret, ese lugar que, lejos
de ser la Jerusalén de la promesa, era uno de los lugares más despreciados y desacreditados. Pero era a Jesús a quien uno
tenía que venir, era a Su Persona a quien las almas eran invitadas a venir: "Venid y ved." El Señor muestra Su conocimiento
perfecto de lo que estaba sucediendo en Natanael, declarando que él era sin engaño, y mostrando este conocimiento de un modo
tal como para penetrar su corazón. Natanael le reconoce, según el Salmo 2, como Rey de Israel e Hijo de Dios. En Su respuesta,
el Señor reconoce la fe de Natanael, fundamentada sobre lo que Él le había dicho acerca de Sí mismo, y Él le anuncia Su propia
gloria, según el Salmo 8, la gloria que pertenecía a un Mesías rechazado; pues en el Salmo 2 el Mesías es rechazado, en un
pasaje citado por Pedro para este efecto, anunciando el Salmo que Dios establecería a Su Rey ungido sobre Israel, no obstante
Su rechazo. Pero después de la exposición profética de los sufrimientos del remanente en los Salmos 3 al 7, el Salmo 8 anuncia
los consejos de Dios en cuanto al hombre en la Persona del Hijo del Hombre. El hombre sin engaño, quien nos es presentado
aquí bajo la higuera, se convierte así en la ocasión de la revelación del Mesías en Su conexión con Israel, y luego, de la
revelación de Su gloria como el Hijo del Hombre, a quien todas las criaturas de lo alto habrán de servir, y que ha de ser
el objeto de ellas como el medio de las relaciones establecidas entre los cielos y la tierra.
Nosotros debemos notar que aquí es, como hemos observado, el segundo día de testimonio; hallándose el primero en el
versículo 35, el segundo en el versículo 43. No se trata de la historia del Evangelio, sino del testimonio rendido a Jesús,
antes que nada, por Juan el Bautista, y luego el testimonio rendido por Él mismo. En el primer caso Él toma el lugar de Juan
el Bautista; en el segundo, se trata de la manifestación de Él mismo, un testimonio que continua desde Su servicio en la tierra
hasta el cumplimiento del Salmo 8. Contemplado como ya rechazado por los Judíos, y desconocido para el mundo (cap. 1: 10,
11), Él toma, desde este momento, el título de Hijo del Hombre, el título mediante el cual Él constantemente se llama a Sí
mismo, aunque Él no podía tomar el lugar mismo hasta que hubiera pasado a través de la muerte. Estos son los días de testimonio
rendidos a Cristo como habiendo venido a este mundo, que son desarrollados en la supremacía que Él posee sobre todas las cosas,
presentada aquí sólo en su naturaleza. Para el resto, la posición celestial del Señor es apenas el tema de la enseñanza del
Evangelio de Juan: se alude a ella, efectivamente, pero eso es todo.
CAPÍTULO
2
Lo que sigue, en el capítulo 2, revela en principio lo que sucederá cuando el Señor tome Su lugar de autoridad sobre
los Judíos; el vino de la alegría de la boda tomará el lugar del agua de la purificación, y Cristo purificará la casa de Su
Padre por medio del juicio. Pero será un Cristo resucitado quien llevará a cabo estas cosas. Es la resurrección lo que se
nos presenta, el hecho de haber dejado todas Sus relaciones con el mundo, y con Su pueblo aquí abajo según la carne, y de
haber colocado al hombre en una posición completamente nueva, la posición que rinde testimonio a Sus derechos para ejecutar
el juicio de Dios. Pero noten, Él ya era el templo verdadero. Jehová realmente ya no estaba en el templo en Jerusalén, aunque
el templo era reconocido como una cosa externa por el propio Señor hasta que el juicio fuera ejecutado: sólo que, en el tiempo
de Su muerte, Él ya no la llama la casa de Su Padre, sino la casa de ellos. Dios,
de hecho, estaba en Él; Su cuerpo era el templo verdadero.
Estas palabras del Señor finalizan esta presentación de Su Persona, y de la posición que Él tomó en este mundo hasta
el final, mostrándonos, a la vez, que era en resurrección que Su gloria habría de cumplirse. Él declara también aquí que Él
se levantaría; Él tenía, por consiguiente, perfecto derecho a juzgar el templo corrupto y contaminado.
Lo que sigue habla de la relación del Señor con los demás; el asunto comienza desde el versículo 22. Se trata de una
cuestión del estado del hombre, y de la obra que Dios estaba haciendo en él, y para él. El gran principio de que toda bendición
pertenece al estado de resurrección, o está basado en él, siendo dejado completamente atrás el hombre en su estado natural,
se repite constantemente en Juan, como uno puede ver en los capítulos 5, 6, y, de hecho, a través de todo el Evangelio. Tenemos
entonces, aquí, los dos grandes fundamentos del Cristianismo, en lo que respecta a nuestro estado; es decir, el nuevo nacimiento
y la cruz, siendo ambos absolutamente necesarios para nuestra salvación; pero lo segundo yendo más allá de lo que era necesario,
conforme incluso a la naturaleza de Dios, e introduciéndonos en los lugares celestiales.
Para tener parte en el reino, uno debe tener una vida enteramente nueva. Incluso la fe en Jesús, como estando fundamentada
en una demostración que podía ser dirigida a la inteligencia humana, no tenía valor. Los hombres podrían estar verdaderamente
convencidos (había personas como esas en aquel tiempo, y aún las hay), ya sea por educación, o mediante el ejercicio de sus
mentes, pero para estar en relación con Dios, tiene que haber una nueva naturaleza - una naturaleza que pueda conocerle a
Él, y que responda a la Suya propia. Muchos creyeron en Jesús cuando vieron los milagros que Él hizo (v. 23); ellos concluyeron,
como Nicodemo, que un hombre no podía hacer lo que Jesús estaba haciendo, si Él no fuese lo que pretendía ser. La conclusión
era perfectamente correcta. Pasiones que tenían que ser vencidas, prejuicios que tenían que ser puestos a un lado, o intereses
difíciles de sacrificar no estaban comprendidos en el asunto. La razón del hombre juzgó de forma suficientemente correcta
las pruebas dadas, el resto de su naturaleza no fue despertada. Pero el Señor conocía al hombre; Él sabía, con inteligencia
divina, lo que había en él. No había falta de sinceridad, quizás, pero lo que sucedió con estos hombres es que fue nada más
que una conclusión, una convicción humana, que no tuvo ningún poder sobre la voluntad del hombre, ni contra sus pasiones,
ni contra las asechanzas del príncipe de este mundo. "Pero Jesús mismo no se confiaba a ellos." (Juan 2:24 - RVR1977). Tiene
que haber una obra divina, y una naturaleza divina, para gozar de la comunión divina, y para andar en la senda divina a través
del mundo. Lo que sigue es muy distintivo.
CAPÍTULO
3
Nicodemo viene a Jesús con la declaración del mismo principio que había producido la convicción de aquellos en quienes
Jesús no confiaba - los milagros eran para él una demostración de que Jesús era un maestro enviado por Dios. Incluso yo pienso
que los demás fueron más allá que Nicodemo; se dice que ellos creyeron en Su nombre (Juan 2:23). En cuanto a Nicodemo, él
estaba convencido de que las enseñanzas de Cristo tenían que tener a Dios como fuente, así él estaba dispuesto a escuchar.
La creencia de los anteriores no produjo ninguna necesidad en sus almas; en este caso la convicción puede ir hasta donde a
usted le agrade, sin que el alma sea atribulada, o se produzca algún efecto en absoluto: no cuesta nada - nosotros vemos esto
a menudo.
Pero en el caso de Nicodemo hubo más, y fue una prueba de la acción de Dios; hubo en él una necesidad. El Espíritu
Santo de Dios actúa siempre así, incluso en el Cristiano. Este sentimiento de necesidad que Él engendra produce actividad
en el alma; esto es lo que le sucedió a Nicodemo. Y más, cuando el Espíritu de Dios actúa en un alma, la Palabra de Dios afirma
su autoridad sobre ella, y crea el deseo de oír esa Palabra; esto nunca falla. Hay tantos deseos insatisfechos en el alma
que, cuando es despertada, se produce en ella la necesidad de conocer lo que Dios ha dicho. El alma tiene la conciencia de
que tiene que ver con Él, y la necesidad de conocer qué es lo que Él ha dicho se convierte en el manantial de su actividad,
y la caracteriza. No se trata de la recepción de un sistema de doctrina, o de dogmas acerca de una Persona divina; es el alma
que siente hambre y sed por lo que Dios ha dicho; ignorante de todo excepto de su necesidad, desea recibir. Es algo bueno
para el alma confiar en la Palabra de Dios, en la fuente de la verdad (y esto ya es fe implícita), sin que la verdad haya
sido, hasta ahora, comunicada de hecho; porque ella escucha con confianza. Nicodemo estaba en este estado; la mujer Samaritana
también, pero, en el caso de ella la conciencia estuvo más en consideración; de igual modo con los doce; cuando varios de
los discípulos abandonaron a Jesús, ellos no le dejarían, pues Él tenía palabras de vida eterna. Cuando Dios actúa, el vínculo
entre Dios y la conciencia y el alma no se rompe; no estoy hablando de unión, sino de una obra moral en el corazón. Pero observen
que en cuanto la necesidad se produce en el corazón de Nicodemo, él siente instintivamente que el mundo, y las autoridades
religiosas - la peor parte del mundo - estarán en contra suya. Hay temor; Nicodemo viene a Jesús de noche. ¡Pobre criatura
humana! Si un alma se pone en relación con Dios, al reconocer Su Palabra, el mundo no lo tolerará. Sabemos esto. Pero la fe
de Nicodemo no fue más allá del reconocimiento de la autoridad de la palabra del Salvador como una palabra que venía de Dios,
habiendo producido la gracia en su corazón la necesidad de estas comunicaciones de parte de Dios.
Es una gran cosa tener una necesidad real, aunque sea débil moralmente; pues aquí, en el caso de Nicodemo, hubo poca
necesidad en la conciencia, y ningún conocimiento de sí mismo. Él se estaba apegando a esperanzas religiosas, a doctrinas,
y a una revelación dada por Dios; él estaba buscando enseñanza de parte de Jesús, pero tuvo su parte en la convicción general
de que los milagros de Jesús producían una convicción fortalecida por medio de la rectitud, y por la necesidad personal; Jesús
era un maestro enviado por Dios. Pero Jesús detiene de repente a Nicodemo; la resurrección y el reino no habían venido, pero
para recibir la revelación que había sido dada de ello, tiene que haber una operación divina, una nueva naturaleza; era necesario
participar de una vida enteramente nueva. El reino no estaba viniendo de un modo que atrajera la atención, pero el Rey, con
toda la perfección que le pertenecía a Él, estaba presente allí, y, por consiguiente, el reino mismo, presentado en Su Persona;
sólo que este reino, no siendo revelado en poder, siendo la causa del rechazo que sufrió Él la propia perfección de Su Persona,
así como la obra consumada en Su rechazo, introdujo una herencia celestial. Además esta obra, y este rechazo, llevó a quienes
habrían de identificarse con un Cristo rechazado a esos atrios en lo alto donde Dios exhibía Su gloria, y esto es mucho más
elevado que la gloria del Mesías, si se hubiese cumplido entonces. Ya era el amanecer del cumplimiento de los consejos de
Dios aún no realizados
Dos cosas nos son presentadas en la primera mitad del capítulo que está ante nosotros:
1.- antes que nada, el reino, y lo que se necesita para tener parte en él, y, hasta cierto punto, las cosas terrenales,
y qué es necesario para disfrutarlas con Dios, pero también el reino, tal como fue entonces presentado en su carácter moral.
2.- Luego, en segundo lugar, el cielo, la vida eterna, aquello que es esencial para nuestra relación más real e íntima
con Dios, a saber, la posesión de la vida eterna delante de Él, en contraste con el pensamiento de perderse. Aquí no es el reino lo que está en consideración, se trata
de la vida eterna, tal como Jesús, venido del cielo, nos la pudo revelar. Pero eso supone la cruz: no es un asunto del Mesías,
sino del Hijo del Hombre, y del amor que Dios había tenido para con el mundo, no se trata de Sus intenciones con respecto
al reino, y de las promesas conectadas con este reino, sino de planes mucho más vastos y exaltados, celestiales en su carácter,
en los que Dios revela lo que Él es; y Jesús, rechazado como Mesías, muere, y entra en la gloria como el Hijo del Hombre que
ha sufrido. Sin duda este nuevo nacimiento es en cualquier caso necesario, subjetivamente, incluso para que nosotros podamos
ver el reino, y disfrutarlo, y mucho más, para que podamos disfrutar las cosas celestiales en la presencia de Dios. Pero,
así como el pasaje habla del nuevo nacimiento, esto no se trata de la gloria celestial, para esto la cruz debe ser introducida
también. Sin embargo, es bueno hacer notar que todo este pasaje, en sus dos partes, presupone el nuevo orden de cosas, donde
la gracia estuviese actuando, y eso no limitado a los Judíos. Se trataba de una cosa enteramente nueva que estaba siendo introducida;
el reino no fue establecido en gloria, sino fundamentado y recibido en la Persona del Rey, requiriendo una nueva naturaleza
para verlo, y extendiéndose a todo aquel a quien la gracia podía alcanzar. Era moral y subjetivamente, la cosa nueva; sólo
que en la primera parte nosotros no tenemos ni las cosas celestiales, ni la vida eterna; en la segunda, no tenemos el reino.
La primera cosa que el Señor hace al detener de repente a Nicodemo - quien sólo habló de ser enseñado en el estado
en que estaba, él, un hijo del reino según la carne - es decirle que no se trataba de eso, sino que él tenía que nacer enteramente
de nuevo. Consideraremos los detalles en un momento más; sin embargo, es importante, antes que nada, darse cuenta que el Señor
habla de los dos caracteres de bendición, es decir, de la gloria celestial, y del reino conforme a la promesa, pero que Él
habla de ellos según los aspectos que ellos presentaban en ese preciso momento. Podemos decir que Él los presenta, con respecto
a Su Persona, en su carácter espiritual; por una parte, el Rey despreciado, y lo que era celestial enfrentándose con la cruz
en Su Persona; pero, por otra parte, el nuevo nacimiento y el poder dador de vida, el Hijo del Hombre, el amor de Dios, y,
por consiguiente, lo que estaba relacionado con el mundo y el hombre, no solamente con las dispensaciones y los Judíos. Pues,
por muy fiel que Dios sea a Sus promesas, Él no puede, cuando se revela, limitarse Él mismo a los Judíos.
Entonces, antes que nada, el reino estaba siendo revelado de un modo que no atrajo la atención, no por un poder que
habría de gobernar sobre el mundo, ni por su gloria externa; se necesitaba una nueva naturaleza para percibirlo. El Rey estaba
allí, y dio pruebas de una misión divina y de la presencia de Aquel que iba a venir, pero en humillación; para el ojo natural
Él era el hijo del carpintero. Nicodemo razonó bien al decir, en el versículo 2, "Sabemos . . . porque nadie puede hacer estas
señales que tú haces, a menos que Dios esté con él." (v. 2 - RVA). Pero Dios tenía
lo Suyo, "a menos que uno nazca de nuevo! (v. 3 - RVA) - nacer enteramente de nuevo. Esta vida es un nuevo comienzo de la
vida, de una nueva fuente, de una nueva naturaleza - una vida que venía de Dios. Pero Nicodemo permanecía aún dentro de los
términos y límites de la carne, del hombre natural. Son los límites de lo que el hombre es, de su comprensión. El hombre no
puede ser más de lo que él es; no puede ir más allá de su naturaleza. Pero la clase de infieles que se jacta de haber hecho
este inmenso descubrimiento, muestra, por un lado, el límite del entendimiento humano, de modo que ellos no pueden discernir
nada más allá de lo que el hombre es; y, por otro lado, la ausencia de un sólido razonamiento en ellos; pues, a partir de
lo que ellos han descubierto, no hay prueba de que un Ser más poderoso no pueda introducir algo nuevo. La sabiduría de ellos
es un hecho manifiesto; el hombre, por sí mismo, no puede ver más allá de lo que él es en sí mismo; su conclusión carece absolutamente
de fuerza. Por el principio de ellos, no pueden deducir nada que esté más allá de los límites de su humanidad, pero los límites
del poder activo no son necesariamente los de la receptividad.
Volvamos a nuestro capítulo, y procuremos oír y comprender las palabras del Salvador mejor que Nicodemo.
Nicodemo, como hemos dicho, se limita a la experiencia de lo que sucede en el hombre; Cristo reveló lo que se estaba
llevando a cabo de parte de Dios - la llave de toda la historia del Señor. Él había hablado de lo que se necesitaba para ver,
para discernir el reino: uno debe nacer de agua y del Espíritu. Se trata del reino de Dios, cualquiera sea el estado en que
está, y uno debe ser hecho apto para este reino, tiene que tener una naturaleza adecuada para tener parte en él. Dos cosas
se hallan aquí, agua y el Espíritu - una naturaleza caracterizada de esta forma, moralmente y en su fuente. El agua como figura,
es siempre la Palabra aplicada por el Espíritu; trae los pensamientos celestiales de Dios, divinos, pero adaptados al hombre;
juzga lo que se halla en él, pero introduce estos pensamientos divinos, y purifica así el corazón. Porque el agua purifica
lo que existe; pero también es el nuevo hombre quien la bebe, y esto no está separado de lo que es enteramente nuevo. "Lo
que es nacido del Espíritu, espíritu es" (v. 6), participa de la naturaleza de aquello de lo cual nace; esto es, en verdad,
la nueva naturaleza. La purificación práctica de nuestros pensamientos y corazones, de la que hemos hablado, es efectivamente
el efecto de lo que esta naturaleza recibe, de cosas por las que la carne no siente ningún deseo. Nosotros no podríamos decir,
«Lo que es nacido de agua, agua es.» El agua purifica lo que existe; pero nosotros recibimos una nueva vida, la cual es realmente
el propio Cristo en poder de vida en nosotros, aquello que el inocente Adán no tuvo. Nosotros participamos de la naturaleza
divina, como Pedro lo expresa (2 Pedro 1:4); y en el lugar donde se halla esta expresión, en la Segunda Epístola de Pedro,
ella está conectada con el nacimiento por agua; nosotros escapamos de la corrupción que hay en este mundo a causa de la concupiscencia.
Es solamente así que nosotros entramos en el reino. El reino de Dios es más que un paraíso para el hombre, es lo que
es digno para Dios, y es necesario que nosotros tengamos una naturaleza que corresponda a él. Adán, en su estado de inocencia,
no tenía esta naturaleza, su nivel era el hombre, tal como Dios le había creado. Para el reino de Dios, aquel que se halle
allí, debe tener eso que - en el hombre, no obstante - es adecuado a Dios mismo. Noten, que el Señor sale de todos los asuntos
acerca de las dispensaciones, Él tiene en consideración la naturaleza moral, lo que es nacido de la carne, es carne, tiene
esa naturaleza; lo que es nacido del Espíritu es espíritu, es decir, corresponde a la naturaleza divina, la cual es su fuente.
Pero entonces no podía ser un asunto solamente de los Judíos; si alguno tenía esta naturaleza, él era apto para el reino.
No era una cuestión de un pueblo escogido ya por Dios, sino de una naturaleza apropiada para Dios.
Dos cosas son sacadas a relucir cuando estos principios han sido expuestos; antes que nada, la necesidad de este nuevo
nacimiento, para gozar las promesas hechas a los Judíos para la tierra; y, en segundo lugar, que esta obra era de Dios, quien
comunicaba esta nueva naturaleza. Dios podía comunicarla por Su Espíritu a quien Él quisiera, y esto abría la puerta a los
Gentiles. Jesús le dijo a Nicodemo que no debería haberse maravillado de que el Salvador dijera que los Judíos tenían que
nacer de nuevo; los profetas habían anunciado esto (vean Ezequiel 36: 24-28), y Nicodemo, como maestro en Israel, debería
haberlo sabido. El viento, asimismo, soplaba de donde quería (v. 8); así era la operación del Espíritu. Era una obra de Dios,
y así podía ser llevada a cabo en cualquiera.
Estaban aún las cosas celestiales. Ahora, si Nicodemo no comprendía estas cosas terrenales de la bendición de Israel,
¿cómo comprendería si el Señor le hablase de cosas celestiales? Ahora bien, nadie había subido al cielo como para estar capacitado
para hablar de lo que había allí, y de lo que necesitaba para estar capacitado para disfrutarlo, excepto Aquel que había descendido
desde allí, quien hablaba de lo que Él sabía, y daba testimonio de lo que había visto; no el Mesías - eso tenía que ver con
la tierra - sino el Hijo del Hombre, quien, en cuanto a Su naturaleza divina, estaba en el cielo.
Tenemos así una revelación de cosas celestiales traída directamente del cielo por Cristo, y en Su Persona. Él las reveló
en todo su frescor, un frescor que se hallaba en Él, y que Él, quien estaba siempre en el cielo, gozaba; Él las reveló en
la perfección de Su Persona, quien hizo la gloria del cielo, cuya naturaleza es la atmósfera que respiran todos quienes se
hallan allí, y mediante la cual ellos viven; Él, el objeto de los afectos que animan este santo lugar desde el propio Padre
hasta el último de los ángeles que llenan los atrios del cielo con sus alabanzas; Él, el centro de toda la gloria. Tal es
el Hijo del Hombre, Aquel que descendió para revelar al Padre - gracia y verdad - pero quien permanecía divinamente en el
cielo en la esencia de Su naturaleza divina, en Su Persona, ¡inseparable de la humanidad con la que Él estaba revestido! La
deidad que llenaba esta humanidad era inseparable en Su Persona de toda la perfección divina, pero Él nunca dejó de ser hombre,
real y verdaderamente hombre delante de Dios.
Pero tenemos otra verdad aquí: el Hijo del Hombre iba a entrar de nuevo en el cielo como Hombre, para ser Cabeza sobre
todas las cosas. Como Hijo de Dios Él ha sido designado Heredero (Hebreos 1); Él es tal como Creador (Colosenses 1), pero
también como Hombre e Hijo del Hombre, según los consejos de Dios. (Salmo 8, citado en Efesios 1, en 1 Corintios 15, en Hebreos
2 - pasajes que desarrollan claramente Su lugar en este respecto.) Proverbios 8 nos enseña que Aquel que era el deleite de
Jehová antes de la fundación del mundo, se regocijaba entonces en Su tierra habitada, y Sus delicias, era estar con los hijos
de los hombres ("regocijándome en su tierra habitada, y mis delicias, el estar con los hijos de los hombres." Proverbios 8:31
- VM). Los ángeles (Lucas 2) recuerdan esta verdad, o más bien las pruebas que Su encarnación dio de los pensamientos de Dios
en este respecto; ellos hablan de esta encarnación como la manifestación de la buena complacencia de Dios en los hombres.
Como entonces Él ha sido la manifestación de Dios en la tierra, Él entra como Hombre en la gloria de Dios en lo alto. Él reinará
sobre la tierra como Cabeza de la creación, reuniendo todas las cosas bajo Su autoridad* (Colosenses 1); pero Él habla aquí
de cosas celestiales. El Hijo del Hombre toma Su lugar en lo alto para ser Cabeza sobre todas las cosas (1 Pedro 3:22; Juan
13:3; 16:15). El Hombre, en Su Persona, ha entrado en el cielo, en presencia de Dios mismo, sin un velo, y todas las cosas
han de someterse bajo Sus pies. Pero, ¿se someterán ellas así, tal como son, y los hombres que han de ser Sus coherederos,
serán ellos esto, tal como están en pecado, enemigos de Dios por sus obras perversas? Es imposible. Se necesita otra cosa
fundamental: redención. El Hombre, con mil veces más pecado que aquel que hizo que fuese echado irrevocablemente del paraíso
terrenal - el hombre, quien había ido tan lejos como para haber acumulado sobre su cabeza, el rechazo de Dios, de la gracia,
y del Hijo de Dios - no podía, tal como era, entrar en el paraíso celestial: era imposible. Entonces, si Cristo había de poseer
como Hombre la gloria que en los consejos de Dios era la porción del hombre, y si Él había de tener coherederos, e introducirles
en la casa de Su Padre, Él debe redimirles y purificarles conforme a la gloria de Dios. Él también debe redimir a la creación
del yugo bajo el cual el pecado la había colocado, y del dominio de Satanás. Aquí solamente se tiene en consideración el estado
de los herederos, y su liberación de la muerte y la condenación. Ahora bien, cuando se nos presenta al Hijo del Hombre, Sus
sufrimientos y muerte son introducidos constantemente. Como Mesías, Él fue rechazado en la tierra por Su pueblo; pero el único
resultado de esto fue que Él pasó a la esfera más amplia de Hijo del Hombre, Cabeza de la creación entera, y Cabeza, de un
modo especial, de quienes Él no se avergüenza de llamarles Sus hermanos (Hebreos 2:11). Pero para esto, era necesaria la redención;
aprendemos esto en Mateo 16: 20, 21, y más claramente en Marcos 8: 29-31, y en Lucas 9: 20-22, con las consecuencias que resultaron
de ello para nosotros. En el Evangelio de Juan también, antes de que Él dejara el mundo, el Padre habrá rendido un testimonio
a los títulos de gloria de Jesús. Como Hijo de Dios, Él fue glorificado por la resurrección de Lázaro; como Hijo de David,
por Su entrada en Jerusalén montado sobre un pollino de asna ("sentado sobre una cría de asna", Juan 12:15 - RVA); finalmente,
los Griegos, quienes habían subido a Jerusalén a adorar, habiendo buscado a los discípulos en su deseo de ver a Jesús, y habiéndole
comunicado esto los discípulos a Él, el Señor dice, "Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto,
de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto." Juan
12: 23, 24.
{* En cuanto a la tierra, ver Salmo 80:17, donde es en relación con Israel.}
Así, en todos los Evangelios, hallamos al Mesías dando lugar al Hijo del Hombre, pero, en cada caso, al Hijo del Hombre
pasando por la muerte, para entrar en Su nueva y universal posición de gloria. Él podría haber tenido doce legiones de ángeles,
pero entonces los consejos de Dios, tal como están revelados en las Escrituras, no se habrían cumplido; Cristo habría estado
sin coherederos.
Ya hemos hecho notar, y llamamos al lector a que ponga su atención en ello, que en este capítulo, la presentación ya
sea de la vida, o de la obra que la procura para nosotros, es dada en conexión con su aplicación presente y personal; se trata
de una presentación de lo que estas dos cosas son en su naturaleza, no en cuanto al alcance de su resultado, sino en su aplicación
a nosotros como un medio de tener parte ya sea en el reino, o en las cosas celestiales. El levantamiento del Hijo de Dios
sobre la cruz corresponde a aquí abajo, tanto en el aspecto de nuestra necesidad, y la de Dios, a la revelación de las cosas
celestiales que el Hijo del Hombre trajo hacia abajo - a lo que se halla en el cielo. Es un asunto de estar delante de Dios
cuando Él es plenamente revelado, no solamente cuando el Mesías prometido a los Judíos haya sido rechazado (de modo que el
derecho al cumplimiento de las promesas se perdía para aquellos que poseían este derecho, después que la ley había sido quebrantada),
sino cuando el odio del hombre contra Dios había sido claramente manifestado. Ya no eran más solamente los pecados, y la violación
de la ley, era el rechazo de la gracia cuando los pecados y la violación de la ley ya estaban allí. El hombre no iba a tolerar
a Dios a ningún precio (vean Juan 15: 22-24); ¿cómo podía él tener parte con Cristo en la presencia de Dios, una parte en
la gloria celestial? Con todo, el pecado del hombre no ha anulado la gracia de Dios. Pero si, como Hijo del Hombre, Cristo
había tomado a Su cargo la causa del hombre, Él debía sufrir las consecuencias de esto, puesto que Él se había hecho responsable
por ella delante de Dios; Hebreos 2:10. Para que nosotros pudiéramos tener parte en las cosas celestiales, fue necesario que
el Hijo del Hombre fuese levantado*, y eso conforme a la gloria de Dios, en conexión con lo que le había deshonrado tanto;
ahora es, como hecho pecado, Cristo cumplió esto, llevando también Él mismo nuestros pecados. Lejos de Dios, nosotros debíamos
haber perecido en nuestros pecados; Él se presentó por nosotros, recibiendo todo, como Hombre, de la mano de Su Padre, y obedeciéndole
siempre; Él tomo la forma de un siervo en una naturaleza que Él nunca dejará, y en esta naturaleza Él ha llegado a ser, por
derecho, conforme a la justicia y según los consejos de Dios, Señor de todas las cosas; Él a quien nadie conoce sino el Padre
solamente, pero que nos revela al Padre, Él quien descendió cerca de nosotros - que nos ha tocado, por decirlo así - que tomó
nuestra naturaleza, aunque podía decir, "Antes que Abraham naciera, yo soy." (Juan 8:58 - VM). Él de quien nuestras lenguas
e inteligencia no pueden hablar sino imperfectamente, es el Creador de todas las cosas; pero Su lugar como Hombre es a la
cabeza de la creación. Es Él quien vino a revelarnos las cosas celestiales, y a mostrar el efecto de ellas en Su Persona como
Hombre, al tiempo que vive en medio de cosas celestiales todo el tiempo; de modo que, siendo Hombre aquí abajo, Él las revelaría
en toda su frescura, adaptadas al mismo tiempo al hombre, de modo que él viviese por ellas, y pudiese entrar en espíritu con
Él allí, donde estaba aquello que Él revelaba, y después entrar allí glorificado y semejante a Él.
{* El resultado final es, que el pecado será quitado del cielo y de la tierra, como ya hemos
observado. Otros tres motivos son dados en Hebreos 2 para los sufrimientos de Cristo (Vean el versículo 9.) La destrucción
del poder de Satanás; la expiación de los pecados; la capacidad de compadecerse de nosotros.}
El Hijo del Hombre es, entonces, Aquel que, como Hombre, ha de ser Cabeza sobre todas las cosas en el cielo y en la
tierra, según los consejos de Dios. Siendo ya Mesías e Hijo de Dios cuando estuvo en la tierra, y siendo rechazado como tales
(ver Salmo 2), Él debe tomar la posición más amplia de Hijo del Hombre, establecida sobre las obras de Dios, siendo puestas
todas las cosas bajo Sus pies; Salmo 8. Le hallamos, asimismo, en Daniel 7, presentado delante del Anciano de días para recibir
el reino ("Estaba yo mirando en las visiones de la noche, y he aquí que en las nubes del cielo venía alguien como un Hijo
del Hombre. Llegó hasta el Anciano de Días, y le presentaron delante de él." Daniel 7:13 - RVA). El hecho de que Él había
creado todas las cosas nos es dado en la Epístola a los Colosenses como el motivo (al tomar Su lugar en el resultado de los
consejos de Dios en Su creación) para estar allí como Primogénito, en primer lugar, para llevar los dolores de ello delante
de Dios, para ser la propiciación por nuestros pecados, y para borrarlos para siempre, para que no perezcamos. Fue allí que,
de una manera absoluta, Aquel que no había conocido pecado fue hecho pecado delante de Dios, fue allí que la obediencia absoluta
fue perfecta; "Para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago." (Juan 14:31). Él debía ser levantado, la necesidad de ello pesaba sobre nosotros; la justicia - la naturaleza misma de Dios
- requería que nuestro pecado fuese quitado. Pero el pecador no podía quitar su propio pecado; cargado como estaba ya con
su pecado, ¿qué podía él hacer para quitarlo? Pero el Hijo del Hombre, rechazado por los hombres, ha sido levantado delante
de Dios, para ser hecho pecado, sin ninguna otra cosa o persona - solo delante de Dios. Aquí ya no se trataba de alguna cuestión
del Judío o de la promesa, sino de satisfacer la gloria de Dios en este lugar; era el postrer Adán, no desobediente, cuando
él estaba disfrutando de todas las bendiciones de Dios, pero obediente, allí, incluso donde Él estaba soportando - Él, quien
había morado eternamente en el amor del Padre, y en la santidad misma - no solamente el sufrimiento de la muerte, sino el
de la maldición y del abandono de Dios. Nadie pudo sondear tal cosa; sin embargo, nosotros podemos, incluso por medio de esto,
reconocer que el sufrimiento fue infinito, pero necesario por causa de lo que nosotros éramos, si la gloria de Dios iba a
ser guardada, y si nosotros íbamos a ser salvos. Mientras más vemos quién era Él,
más sentimos la profundidad del abismo al que Él descendió; pero en eso mismo Él pudo decir, "Por eso me ama el Padre, porque
yo pongo mi vida, para volverla a tomar", Juan 10:17. La gloria de Dios ha sido manifestada como nunca antes, y como nunca
habría podido ser conocida.
El Hijo del Hombre debía ser levantado. Al tomar este lugar (que Él tomó por nosotros, también, en gracia), Él era
libre. "Entonces dije, he aquí que vengo." (Hebreos 10:7). Sus sufrimientos fueron
necesarios para nosotros. ¡Oh, solemne palabra! Pero Dios, habiendo sido perfectamente glorificado, y la obra en todo
su valor estando perfectamente consumada, todo aquel que cree no perecerá, sino que tiene vida eterna. Nuestra porción era
perdernos (perecer); tener vida eterna, estar con Cristo, y semejantes a Cristo en gloria, es el resultado de los sufrimientos,
de la obra del Salvador para todos los que creen. Este es un lado de la verdad: como Hijo del Hombre, Jesús fue a enfrentar
el juicio que estaba por caer sobre nosotros. El Hijo del Hombre debía ser levantado, para que todo aquel que cree en Él no
se pierda; pero, mucho más, él posee vida eterna, ahora como vida, pronto como gloria celestial con Cristo. Levantado de la
tierra, Jesús atrae a todos los hombres a Él. Un Mesías vivo era para las ovejas perdidas de la casa de Israel; en el Hijo
del Hombre levantado en la cruz, ya no es una cuestión de las promesas, sino de una obra consumada, disponible ante la faz
de Dios para todos los que creen. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo; esta es la fuente de todo. Aquí
el objetivo es el mismo; "para que todo aquel que cree en El, no se pierda, mas tenga vida eterna." Estos son dos aspectos
de la misma Persona; Hijo del Hombre aquí abajo, pero al mismo tiempo Hijo de Dios. Dios no perdonó a Su propio Hijo. Pero
es un principio, un hecho trascendental. Las dos expresiones "es necesario" de
los versículos 7 y 14, aunque fluyen de la naturaleza misma de Dios, y del estado del hombre, conllevan el carácter de un
requerimiento de parte de Dios: reviste a Dios, en nuestra mente, con el carácter de un juez. Hay, sin duda, mucho más: la
santidad de Dios, Su gloria, aquello que convenía a Él (Hebreos 2:10), serán hallados también aquí; pero el pensamiento de
un juez está conectado, en efecto, con la culpabilidad. Ahora, todo esto todavía entrega una idea imperfecta de la verdad.
La obra lleva este carácter, se trata de una propiciación; sin ella nos íbamos a perder, excluidos de la presencia de Dios;
uno se perdería necesariamente, si esta obra no fuese cumplida, por el lado del hombre, por el hombre. Pero, ¿dónde se podía
encontrar uno que la pudiese cumplir? Es necesario: Jesús pudo decir esto, pues Él vino desde el cielo. Dios no es nombrado
en el pasaje, pues Jesús habla de la necesidad en la que el hombre estaba, si él había de entrar en el cielo. Pero Dios es
soberano, y Dios es amor. El amor divino es soberano; está por sobre el mal, aunque lo rechaza por la necesidad de su naturaleza,
y lo juzga con la autoridad de su justicia. Dios es amor; esta es la libertad soberana de Su naturaleza. Este es el porqué,
conforme a Efesios 5, nosotros debemos andar en amor; pero nosotros no somos amor, somos luz. Dios es amor y luz. Bueno, entonces,
es en su libertad soberana que Dios de tal manera amó al mundo, que dio a Su Hijo unigénito (Aquel que, por consiguiente,
llegó a ser el Hijo del Hombre), para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna (v. 16 - LBLA).
Es de la mayor importancia entender esto bien, de otra forma, para el corazón, Dios va a tener siempre el carácter
de juez - un juez satisfecho, puede ser - y Aquel que es amor no es conocido; Dios no es conocido. En cuanto a lo que se relaciona
con nosotros, nosotros le hemos hecho un Juez al caer en pecado; pero en Su naturaleza suprema, Dios se ha levantado sobre
todas las cosas y el resultado para nosotros es una bendición que responde a esta naturaleza suprema, una bendición infinitamente
más elevada que la bendición que nosotros habremos de disfrutar como criaturas perfectas, una bendición dada a nosotros en
Su Hijo Jesús, como Hijo unigénito del Padre. No es, de tal manera amó el Padre
al mundo; es, Dios como Dios, y nosotros le conocemos como Padre como una consecuencia de esta gracia. Pero Él se ha revelado,
en esta gracia hacia nosotros.
Qué inmensa gracia es poder decir, yo conozco a Dios; y otra vez, Él me conoce: yo le conozco, a Él mismo; no solamente,
yo soy salvo, por muy precioso que pueda ser el poder decir eso, sino, ¡yo conozco a Aquel que me ha salvado! El pensamiento
de esta salvación viene de Él; es la revelación de lo que Él es, incluso para los ángeles. Su amor es la fuente de ella; Su
naturaleza, la profundidad de Su corazón, se revela en ella; Su gloria y su propia naturaleza se revelaban en ella. Hijo de
Dios, Hijo del Hombre, Jesús satisface las necesidades del hombre, y revela lo que Dios es. El que le visto a Él, ha visto
al Padre. ¡Bendito sea Dios! nosotros le conocemos a Él.
El propósito y las consecuencias de Su venida son, entonces, establecidas. Dios no ha enviado a Su Hijo al mundo para
juzgar (o, condenar) al mundo - Él regresará en gloria a hacer esto - sino para que el mundo sea salvo por Él (V. 17). El
mundo ha rechazado al Hijo de Dios, pero una manifestación tal de Dios en el Verbo hecho carne, y un cumplimiento tal de la
obra que glorifica a Dios, conlleva sus consecuencias, y las conlleva necesariamente. El que cree en Él no es condenado (o,
juzgado). Todo lo que implicaba la gloria de Dios en cuanto al pecado del hombre ha sido cumplido; la justicia de Dios, Su
amor, Su santidad, Su majestad - todo lo que Él es, ha sido claramente sacado a relucir, y eso en el juicio que cayó sobre
Cristo, por nosotros hecho pecado, y llevando nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero. De este modo, todo el asunto
de la responsabilidad y de la gloria de Dios en cuanto al creyente está resuelto y zanjado; ahora ya no puede haber ningún
juicio (o, condenación) para él, de otra manera no todo estaría zanjado; ello sería una negación de la eficacia de la obra
de Cristo. El alma sería establecida sobre otro terreno; un terreno necesariamente falso si el de Cristo es verdadero, pues
nada ni nadie puede ser lo que Él ha sido.
Entonces, el que cree en Él no será condenado (juzgado), como se dice también en el capítulo 5 de este mismo Evangelio.
El que cree tiene vida eterna, y no vendrá a condenación (a juicio). Pero el que no cree en Él ya es condenado (juzgado),
porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. La presentación del Hijo de Dios, del Verbo de Dios, hecho carne,
ya ha puesto al hombre a prueba; la cuestión de su estado ha sido resuelta, él rechazó a Dios en la Persona de Su Hijo unigénito,
la Luz plena; y Dios es luz, así como Él es amor. No se trata aquí de amor soberano, sino de conciencia y responsabilidad.
La luz ha estado en el mundo, y ha resplandecido claramente; la luz de los hombres, adaptada a los hombres. Ellos amaron más
las tinieblas que la luz, porque sus acciones (obras) eran malas. La conciencia siente la luz, pero eso no cambia la voluntad;
y si la voluntad permanece perversa, la conciencia hace que la luz divina sea insoportable. El estado de la voluntad, en cuanto
a Dios manifestado aquí abajo, cuando la conciencia reconoce la luz, es lo que forma la base de un juicio existente, presente,
pero final, allí donde Cristo ha sido presentado así.
El final del capítulo determina la posición relacionada de Juan el Bautista y de Cristo. La misión apropiada de Juan
fue una terrenal; él habló del Mesías a Israel, del reino en conexión con este pueblo; como el precursor inmediato del Cristo,
el más cercano de aquellos que, instrumentos del testimonio de Dios, le habían precedido, él fue, por este hecho, más grande
que todos los profetas: pero él no abordó la manifestación de lo que es celestial. Los que han creído desde la ascensión de
Cristo gozan de esto; aún el más pequeño en el reino de Dios es mayor que Juan. En la Persona del Cristo, el Bautista vislumbró
la gloria que le pertenecía a Él, y que, por gracia, pertenece también a los Suyos; pero el velo no se había rasgado, y no
había un hombre en el cielo. Personalmente, Jesús había traído lo que era celestial; Él revelaba al Padre, Él hablaba las
palabras de Dios; pero el grano de trigo permanecía solo, la redención no había sido cumplida, aunque Aquel que vino desde
arriba estaba allí, y hablaba lo que había visto y oído en palabras que eran las palabras de Dios. Nadie recibía Su testimonio.
El versículo 29 es más bien una figura, y la esposa de la que él habla no es una esposa en particular. Si una deseara
aplicarla, indicaría la esposa terrenal.
Esta diferencia entre el testimonio profético, que, aunque divino, es un testimonio terrenal, y la revelación de las
cosas celestiales, de Dios mismo, y la porción que nosotros tenemos en la gloria, es de la mayor importancia; ella corresponde
a la diferencia esencial entre el Cristianismo y todo lo que le precedió. El Hombre glorificado en el cielo, el velo rasgado,
el Espíritu Santo descendido aquí abajo, y morando en nosotros, para colocarnos en una relación viviente y real con las cosas
celestiales - todo esto se diferencia completamente de las promesas, e incluso de las profecías de un Mesías que había de
venir a la tierra. Lo que se relaciona con la historia personal del Cristo, hasta el momento cuando se sentó a la diestra
de Dios, se halla como profecía en el Antiguo Testamento; pero todo lo que el cumplimiento de estas cosas nos revela moralmente
del hombre y de Dios, todo lo que es consecuencia de la presencia del Espíritu Santo en los creyentes aquí abajo, no podía
existir antes que Cristo, como Mediador, hubiese consumado Su obra y hubiese ido a lo alto. Juan el Bautista fue, evidentemente,
de todos los profetas, el más cercano a estas cosas, habiendo visto al Salvador; con todo, la obra aún no se consumaba, y
Juan no podía entrar en las cosas celestiales, aunque él sabía, como testigo inspirado, que Cristo había descendido del cielo,
y que como tal estaba por encima de todos (v. 31 - LBLA).
Veamos de qué manera Juan presenta la diferencia de la que hablo. Él no podía hacerlo como poseyendo estas cosas, pues
ellas aún no eran; pero su testimonio en cuanto a los derechos de la Persona de Cristo, va bastante lejos en este pasaje,
donde él está hablando a sus discípulos. Su gozo era haber visto al Esposo, y eso en el carácter de un amigo: esta es la primera
diferencia. Aquel a quien todo pertenecía por derecho estaba allí: Él tenía la novia, quizás aquí la novia terrenal de la
que ya he hablado, pero Él era el Esposo. El gozo de Juan era verle. Era incluso algo grande que él se comparase con Aquel
que venía del cielo, aunque aceptaba la desaparición de su importancia con piedad y gozo verdaderos, debido a que Aquel que
eclipsaba el resplandor del testimonio de Juan, por la presencia del objeto mismo de ese testimonio, estaba allí. La piedad
de Juan resplandece en su luz más clara mientras él entra así en la penumbra, para exaltar a Aquel que, aunque desconocido,
era la verdadera luz divina, y quien hizo que Su precursor desapareciera por Su divino resplandor. La verdad en el hombre
interior se manifestó por el efecto que la verdad que él anunciaba tenía que producir; su alma estaba en la cima del testimonio
que él rindió. Esto es decir mucho de un hombre; pero este fue el hermoso fruto de la gracia en este distinguido testigo del
Salvador.
La divina, celestial Persona del Salvador es contrastada, entonces, con el testimonio de Juan. Inspirado como él fue,
su testimonio fue sólo un testimonio, y un testimonio profético y terrenal: Cristo vino del cielo, y hablaba de lo que Él
mismo había visto y oído, no como un profeta, ya sea, de cosas futuras, recordando la ley de Moisés, el siervo de Dios, o
de un Mesías por venir, e incluso en la tierra; no, Jesús hablaba de las cosas reales que existían allí de dónde Él había
venido. Nadie recibió Su testimonio, pues estas eran cosas celestiales, cosas que existían en la presencia de Dios, de las
cuales Él hablaba: el hombre no las entendía, y no las quería. Pero la naturaleza del testimonio divino era, no obstante,
divino; ya no era el Espíritu "por medida", ya no era un "Así dice el Señor", donde el profeta, habiendo finalizado, todo
estaba dicho - verdad perfecta, pero verdad limitada a lo que se expresaba - y de nuevo, se trataba de cosas terrenales, el
velo no habiendo sido rasgado. La verdad misma estaba allí, el Espíritu sin medida (hasta ese entonces en Él solo), llenándole
con las cosas que se hallaban allí de dónde Él estaba. Aquel que Dios había enviado, hablaba las palabras de Dios en todo
lo que Él decía, y eso en un hombre, por un hombre, pero que era el Hijo de Dios, y por el Espíritu sin medida.
Es muy posible que los dos últimos versículos del capítulo sean por el evangelista, y no por Juan el Bautista, como
se ha pensado; pero yo no veo una razón perentoria por la cual ellos no podrían ser de este último.
Hasta el final del versículo 34, me parece claro que las palabras
son las de Juan el Bautista; y Juan mezcla su testimonio con las cosas que él relata, la totalidad siendo de Dios. El último
versículo podría hacerle pensar a uno que son las palabras del evangelista, ya que contienen un testimonio repetido tan a
menudo en sus escritos. En el testimonio hay también un cambio análogo a lo que hemos visto en los versículos 16-18 del capítulo
1, en cuanto al uso del nombre de Dios, y el de Padre. Debemos notar aquí cuidadosamente este hecho, que la cosa en consideración
no es saber si el testimonio de los dos versículos es de Dios, sino que es sólo para nuestra enseñanza, y como un tema interesante
para nuestros corazones, para que podamos tomar en cuenta la persona que era el instrumento de este testimonio. El Espíritu
de Dios encomendó la palabra a Juan el Bautista, el mismo Espíritu dirigió al evangelista, ya sea trayendo a nuestra memoria
lo que Juan el Bautista dijo, o en las palabras que él mismo pronuncia. No obstante, los dos últimos versículos parecen más
bien la expresión de una realidad que el evangelista conocía y poseía por el Espíritu Santo, como una cosa presente y real,
que un testimonio profético, por muy elevado que pueda ser.
La diferencia entre los nombres de Dios y de Padre es siempre mantenida claramente en el Evangelio de Juan. Cuando
se trata de un asunto de la naturaleza, y del actuar de Dios conforme a esa naturaleza, como el origen de la redención, y
de la responsabilidad del hombre, la palabra Dios es utilizada; cuando se trata de un asunto de la gracia que actúa en el
Cristianismo, y por Cristo en nosotros, se utiliza el nombre de Padre. De esta manera leemos, "De tal manera amó Dios al mundo";
y en el capítulo 4, "Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren"; pero, en gracia
es, "el Padre tales adoradores busca que le adoren"; y aquí, "El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano",
Juan 3:35 (Comparen con capítulo 13:3). El Padre ha sido revelado en el Hijo, y nosotros hemos recibido el Espíritu de adopción;
los hijitos en Cristo han conocido al Padre. "El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer";
y por otra parte, "A Dios nadie le vio jamás." (Juan 1:18). De esta manera la Persona del Hijo vino al mundo, y por nosotros,
la exaltación de Jesús, después de que Él hubiese cumplido la obra que el Padre le dio para que cumpliese, luego el descenso
del Espíritu Santo, en una palabra, la gracia que opera en la Persona, y por nosotros, por medio de la obra de Jesús - allí
es donde hallamos al Padre revelado. Jesús reveló este nombre a Sus discípulos, aunque no habían entendido nada de ello. (Juan
17:26); y ahora que la obra que nos purifica y nos justifica ha sido consumada, nosotros hemos recibido el Espíritu, por medio
de quien clamamos, "¡Abba, Padre!" El nombre de Padre es un nombre de relación, revelado por la presencia de Cristo, y que
uno conoce y disfruta individualmente por el Espíritu Santo. Esto es lo que caracteriza al Cristianismo, y podemos decir,
a Cristo mismo. Dios es lo que Dios es en Su naturaleza y Su autoridad, es el nombre
de un Ser, no de una relación, excepto en los derechos de autoridad absoluta que le pertenecen a Él; pero de un Ser que, siendo
supremo, entra en relación con nosotros, en gracia. Vemos la importancia de esta distinción en las palabras del propio Cristo.
Durante toda Su vida Él no dice, 'mi Dios", sino, "mi Padre", incluso en Getsemaní; y el disfrute de esta relación es perfecta.
"No estoy solo, porque el Padre está conmigo." (Juan 16:32). Él dice nuevamente, "Padre" cuando explica qué es para Él beber
la copa. En la cruz Él dijo, "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Hecho pecado por nosotros, Él sintió lo que
era serlo delante de Dios, siendo Dios lo que Él es. Después de Su resurrección Él emplea los dos nombres de Dios y de Padre,
cuando introduce a Sus discípulos en la posición en la que Él entró, desde entonces y en lo sucesivo, como Hombre, conforme
a la justicia de Dios. "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (Juan 20:17). Los Suyos estaban, por
gracia, como Él mismo, en su relación con Dios como Padre; ellos estaban por Su obra, delante de Dios tal como Él está en
Su naturaleza, y eso en justicia, conforme al valor de la obra que Él había consumado, y conforme a la aceptación de ellos
en Su Persona, muy aceptos en el Amado. Pero qué gran privilegio saber sobre qué están puestos los afectos del Padre y conocer
a Aquel que es el objeto de ellos, y que es digno de ellos - ¡que es suficiente para estos afectos! Qué felicidad es conocer
al Señor, pues el Padre quiere que allí donde Él halla Su deleite, nosotros hallemos los nuestros. ¡Qué felicidad perfecta,
infinita!
Finalmente, todas las cosas son entregadas a Él, y puestas bajo Sus pies; es a Él a quien estarán sometidas, aunque
no lo están aún, en lo que respecta al cumplimiento de los caminos de Dios (Hebreos 2); pero Él tiene todo poder en el cielo
y en la tierra.
Es bueno observar aquí que es siempre el Verbo hecho carne,* Aquel que se despojó a Sí mismo, y tomó la forma de un
siervo, como un hombre aquí abajo, quien está delante de los ojos de Juan. Por consiguiente, aunque la divinidad, o más bien
la deidad, del Salvador aparece en cada página del Evangelio, Cristo nos es presentado en él como recibiendo todas las cosas
de Su Padre. Él es Dios, Él es uno con el Padre; los hombres deben honrarle como honran al Padre; Él puede decir, "antes que
Abraham existiera, Yo Soy" (Juan 8:58 - RVA); pero Él nunca sale del lugar que ha tomado, y mientras habla al Padre como a
un igual, todo, la gloria, y todas las cosas, le son entregadas. Nadie conoce al Hijo, pero es muy hermoso ver la fidelidad
perfecta de Jesús, en que Él no se glorifica a Sí mismo, sino que permanece, sin esfuerzo, en el lugar que ha tomado. Bendito
sea Dios, ¡es siempre un Hombre!
{* Podemos exceptuar los cuatro primeros versículos del capítulo 1. Comparen para lo que
se dice en el texto, 1 Juan 1; allí, también, hallamos nuevamente la diferencia entre los nombres de Dios y de Padre.}
Nosotros ya hemos dicho que este tercer capítulo pone los fundamentos, y no desarrolla los resultados. Encontramos
allí la posesión de lo que nos capacita para gozar estos resultados, es decir, el nuevo nacimiento y la cruz. Este es el lado
subjetivo de la cosa para nosotros. Y así hallamos nuevamente aquí al final que, el que cree en el Hijo, a quien el Padre
ama, tiene vida eterna. (Comparen con 1 Juan 5: 11, 12). El que no cree en Él, que no recibe el testimonio que Él da (comparen
con capítulo 5:21), nunca verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él (v. 36). El Hijo de Dios, Jesús, en Su Persona,
es la piedra de toque de todas las almas, precioso para los que creen; Él es la manifestación de Dios, adaptándose Él mismo
al hombre en gracia. También podemos ver aquí cómo el cambio de nombre de Padre por el de Dios se halla nuevamente, cuando
el Espíritu Santo pasa de la gracia a la responsabilidad. Cuando el Padre es introducido, es siempre la gracia actuando por
el Hijo, y en el Hijo que lo revela a Él.
Observemos aquí, que en estos tres primeros capítulos tenemos un prefacio al Evangelio, antes del ministerio público
del Salvador. El hecho es establecido en el capítulo 3:24, comparado con Mateo 4: 12, 17, y con Marcos 1: 14, 15. Juan 4 confirma
esta apreciación de los hechos. Sin duda Jesús ya había enseñado y hecho milagros, pero Él no se había presentado aun públicamente,
como para decir, "El tiempo se ha cumplido." (Marcos 1:15). Él se anuncia así en Lucas 4:18 y versículos siguientes, aunque
Su predicación entonces en la sinagoga en Nazaret no fue Su primera, como testifican los versículos 15 y 23 del mismo capítulo
de Lucas. Pero este prefacio de los tres primeros capítulos es realmente una introducción al todo del Cristianismo, al menos
en sus grandes y divinas raíces. Comienza con lo que Cristo era en Su naturaleza esencial, y también ¡es lamentable! lo que
el hombre era. Aún no se trata de Dios actuando en gracia. Se trataba de la luz; el hombre era tinieblas; era necesario nacer
de Dios para recibirle a Él que era la luz. Luego hallamos lo que Él llegó a ser; el Verbo (la Palabra) fue hecho carne, y
el unigénito Hijo reveló a Dios, estando Él mismo en el seno del Padre; es gracia en Su Persona. Luego tenemos Su obra en
todo el alcance de su efecto, y el don del Espíritu Santo, para que podamos disfrutarlo ahora. Y luego la obra de reunir,
pero esto último llevado a cabo, en el aspecto de los modos de Dios, más en la tierra, pero en general conforme a los derechos
de la Persona de Cristo, siendo los Judíos, excepto el remanente, desechados. Cristo, reconocido por su remanente según el
Salmo 2, sigue su camino, y presenta Su lugar según el Salmo 8, en lo que respecta a Su Persona; después de lo cual son introducidos
los esponsales y la alegría de ellos, así como el juicio. Pero es por la resurrección al levantarse Él de entre los muertos,
al resucitar Su propio cuerpo, el verdadero templo de Dios, que la demostración de Su título y poder será dada. Lo que es
subjetivo en nosotros, y la obra por nosotros, sigue a continuación; Su recepción, conforme a la convicción humana, fundamentada
sobre milagros, no valía nada; se trataba de lo que había en el hombre; mientras que, para ver el reino, y para entrar en
su forma terrenal y Judía, uno debe nacer totalmente de nuevo. Pero estaban también las cosas celestiales que Jesús revelaba.
Él vino del cielo, Él estaba allí - Él solo podía anunciar las cosas celestiales. Y el hombre natural, también, no estaba
en condiciones de entrar; era necesario que Aquel que había tomado a Su cargo su causa, ya sea para la gloria de Dios, o para
la culpa del hombre (pues el nuevo nacimiento no purifica la conciencia), era necesario que el Hijo del Hombre, a menos que
hubiese de permanecer solo, fuese levantado. Pero entonces no se trataba meramente de la entrada al reino, y del disfrute
de las promesas, que se hallaban de esa manera, sino de vida eterna, la que está en el propio Cristo. La bendita fuente de
todo nos es dada después de aquello; de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo, para que nosotros podamos vivir eternamente.
Así hallamos, antes que nada, la justa necesidad, aquella que la naturaleza y los derechos de Dios sobre el hombre demandaban,
cumplida por el Hijo del Hombre, después, el infinito amor de Dios revelado. El Hijo de Dios ha llegado a ser el Hijo del
Hombre, pero el Hijo del Hombre pudo tomar este lugar debido a que Él era Hijo de Dios. Al final del capítulo 3 encontramos
el testimonio de Juan el Bautista llevado a su punto culminante, un testimonio de la profunda y perfecta piedad personal de
aquel que lo rendía. Con todo, él era de la tierra - más que un profeta, y sin embargo siempre terrenal; de polvo, y hablando
como siendo de la tierra, perteneciendo a lo que estaba fuera del velo, no rasgado aún. Cristo vino desde dentro del velo,
y Su carne era este velo. Él hablaba de lo que conocía de esta manera, y nadie recibió Su testimonio. Juan tuvo el gozo de
oír la voz del Esposo; él no era eso; lo que él decía era dado por Dios como testimonio, pero habiendo sido rendido el testimonio,
todo estaba cumplido de su parte. Cristo era el tema del testimonio, y, más que esto, las palabras que Él hablaba eran las
palabras de Dios, pues Dios no daba el Espíritu por medida. Todas Sus palabras eran palabras de Dios; Él estaba sobre todos.
Finalmente, hallamos que queda aún una cosa para completar esta revelación de Cristo, y de Dios mismo, en los grandes elementos
que estaban en conexión con la Persona de Cristo y nuestro estado: se nos presenta al Padre y al Hijo. Este es el punto culminante
de todo en gracia; Él era el objeto que satisfacía todos los divinos afectos del Padre, Él en quien el amor infinito y perfecto
del Padre hallaba su deleite: también a Él le entregó el Padre todas las cosas. Como Hijo, descendido aquí, Jesús recibe todas
las cosas del Padre. Pero el Padre y el Hijo no quedan solos en la plenitud de su perfección; nosotros somos llevados a ella
para disfrutarla, aunque, en un cierto sentido, ellos permanecen necesariamente solos en su perfección. Pero el que cree en
el Hijo ya tiene vida eterna, aunque en debilidad aquí abajo; él posee subjetivamente aquello que, más tarde, será su gloria
con Cristo. (Comparen los primeros versículos del capítulo 1). Ahora bien, esta revelación del Padre en el Hijo llegó a ser
la prueba definitiva del hombre: el que no recibía este testimonio, que no se sometía a Él por fe, nunca vería la vida, sino
que la ira de Dios estaba sobre él. Lo que se refiere al Espíritu Santo, a quien solamente habrían de recibir los que habían
creído en Jesús, ya se encuentra en los versículos 32-34 del capítulo 1. El desarrollo del tema se encuentra en los últimos
discursos del Salvador; la historia de Su presencia se ha de encontrar en los Hechos y las Epístolas, y en la conciencia de
Su presencia que los creyentes poseen.
Habiendo completado el repaso de los tres capítulos introductorios, sería bueno, quizás, dar una especie de índice
de los capítulos del Evangelio completo; pues hay mucho orden y sistema en los escritos de Juan.
El rechazo del Mesías por los Judíos ya fue declarado en el capítulo 1; el juicio del pueblo que resulta de este rechazo,
se muestra claramente en el curso del Evangelio, y en muchos de los capítulos. La doctrina de cada capítulo está a menudo
en contraste con las cosas Judías, proporcionando este contraste la ocasión y la base de la doctrina. Otro rasgo característico
fluye de ello; el juicio pesa sobre todo el mundo (capítulo 1) que no le ha conocido a Él, y sobre los Suyos, los Judíos,
quienes no le recibieron; ello abre el camino para el establecimiento y el desarrollo de la gracia soberana que sola produce
la vida divina en nosotros. Esto comprende la admisión de los Gentiles al gozo de las bendiciones de la gracia, y luego el
hecho importante de que estas bendiciones serían halladas en un mundo, y también en un estado, completamente nuevo, en el
que uno entra por la resurrección. En los Evangelios Sinópticos Cristo es presentado en Sus tres caracteres de Jesús Emanuel,
el Mesías; de Profeta; y de Hijo del Hombre; siendo trazada Su historia en estos tres puntos de vista, con el relato de Su
rechazo y muerte. En Juan, quien nos muestra a Dios manifestado en carne, Su rechazo se establece al principio; pues, siendo
luz, las tinieblas no le recibieron. El resultado es, que, a diferencia de los otros tres Evangelios, donde Cristo es presentado
históricamente para ser recibido, y donde se nos detalla Su rechazo, pero en conexión con la responsabilidad del hombre, Juan,
aunque afirma esta responsabilidad como doctrina, nos presenta la gracia soberana que, ya hemos visto, buscó Sus ovejas entre
Judíos y entre Gentiles, para vida eterna. Finalmente, no debemos dejar de mencionar, el rasgo de que en Juan todo es individual;
él nunca habla de la iglesia.
CAPÍTULO
4
Después de los capítulos introductorios, el Evangelio de Juan comienza mostrándonos a Jesús dejando Judea, y abandonando
la capital Judía, el centro del trono de Dios en la tierra, la antigua sede de Aquel quien, descendido ahora en gracia, no
pudo hallar donde recostar Su cabeza en un mundo adverso. El celo de los Fariseos brindó la ocasión para la partida de Jesús.
Pero aquí ya podemos percibir que el Señor, teniendo conciencia de un origen y un propósito que trascendía todos los pensamientos,
incluso de quienes le habían recibido, no actúa para reunir a aquellos que recibían Su Palabra, conforme a los pensamientos
de los discípulos que le rodeaban con afecto: Jesús mismo no bautizaba, sino Sus discípulos. El Verbo (la Palabra) hecho carne,
Hijo de Dios, Salvador del mundo, Redentor, Hijo del Hombre, Él no podía bautizar para unirlos a Él como Mesías, aunque Él
era el Mesías; pues Él conocía muy bien Su rechazo, y, como Pedro lo expresa, conocía los sufrimientos que iban a ser la porción
de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos (1 Pedro 1:11). En cuanto a lo que estaba fuera de Su posición, Jesús pudo
solamente permitir a Sus discípulos que bautizaran así; para ellos era la verdad, incluso la verdad completa, aunque habían
aprendido a añadir "viviente" a Su título de Hijo de Dios. Pero si Él mismo hubiera bautizado, Él hubiese estado enteramente
por debajo de la conciencia que Él tenía del objetivo de Su venida, y de lo que iba a suceder: no era la verdad para Él; aunque
Él era verdaderamente el Mesías, Él no vino a tomar este lugar en aquel entonces, sino a dar Su vida en rescate por muchos.
Lo que le alejó de Jerusalén, también le impidió bautizar. La ciudad donde anteriormente Él había estado entre los querubines,
y cuyos hijos Él había querido a menudo reunir, le echó de sus cercanías; Él se marchó, el despreciado y rechazado de los
hombres, sin tener donde recostar Su cabeza, para llevar el testimonio del amor de Dios a otra parte, y para mostrarlo en
Su Persona. Esto supuso que Él fuera rechazado como Mesías; pero más, Dios manifestado en carne, y viniendo, según las promesas
hechas al pueblo Judío, Él fue la última prueba a que fue sometido el corazón humano, el cual fue hallado, de esta forma,
estando en enemistad contra Dios, y contra Dios venido en gracia. Se trató de un asunto, entonces, de la gracia soberana de
Dios cuando el hombre no le toleraría; fue necesario, entonces, que Él se hallara bastante aparte, que Él no tuviese nada
aquí abajo - Él quien, viniendo a estar entre los hombres para traerles amor, un amor que respondía a todas sus necesidades,
fue, al mismo tiempo, luz para sus conciencias, se colocó Él mismo al alcance de todos, utilizó sus mismas necesidades para
ganarlos en amor, pero para llamarlos al gozo de las cosas celestiales, las cuales Él, y Él solo, podía revelarles.
Veremos que el capítulo 4 responde perfectamente a esta posición. Pero qué preciosa y profunda verdad es ver al Hijo
de Dios, Dios manifestado en carne, rechazado; ver a Aquel que había venido según las promesas, renunciando a todo aquí abajo,
anonadándose, y abatido, y mostrando en esto mismo la plenitud de la Deidad en amor y luz - oculto siempre en humildad, como
para estar cerca de todos, y no tomando nada de lo que era Suyo, como para estar siempre Él solo en todas partes, tal como
Dios debe estar, y siempre manifestado, si alguien tenía ojos para ver - tanto más manifiesto debido a que Él estaba oculto,
para que el amor pudiese acercarse a todos, este infinito amor de Dios manifestado en Su humillación, para alcanzar a quienes
están abatidos, apartados y odiados - amor infinito, amor que estaba por sobre todas las cosas, en su ejercicio hacia que
lo odiaban - Dueño de Sí mismo, para ser Siervo de todos, desde Su padre al más perverso de los pecadores, y eso ¡hasta la
muerte! ¿No le amaremos a Él? Nosotros no podemos sondear estas cosas; pero lo que Él ha sido de forma manifiesta, puede tomar
posesión de todo nuestro corazón, y formar, o más bien crear, sus afectos por medio del objeto presentado a ellos. Él se santificó
a Sí mismo por nosotros, para que nosotros podamos ser santificados mediante la verdad. Contemplado de este modo, este capítulo
tiene un significado inmenso; pero nosotros seguiremos los hechos históricamente tal como se nos presentan.
Yendo de Judea a Galilea, el Señor, a menos que Él siguiera una ruta indirecta, tenía que pasar a través de Samaria.
Ahora bien, Samaria, en tanto procuraba apropiarse de las promesas, estaba fuera del círculo de ellas: ellas pertenecían a
los Judíos. Pero las pretensiones de los Samaritanos de tener parte en ellas irritaban excesivamente a los Judíos. En realidad,
aunque estaba mezclada, la población de Samaria era, en gran parte, de origen pagano. "¿No decimos bien nosotros, que tú eres
samaritano, y que tienes demonio?", decían los Judíos a Jesús (Juan 8:48). Los Samaritanos estaban, efectivamente, fuera de
las promesas y del pueblo de Dios. El Señor reconoció estas promesas y a ese pueblo, pero Él introdujo aquello que estaba
por encima de ambos, y los puso a un lado (v. 21-24, y ya lo vemos en los v. 5, 6). Si el pozo de Jacob estaba allí, el Hijo
del Hombre estaba allí también, el Hijo del Hombre, cansado de Su viaje, sediento, y sin agua, en el calor del día, sin lugar
para descansar excepto el borde del pozo donde Él podía sentarse, y dependiendo de cualquiera que viniese para obtener un
poco de agua para saciar Su sed - de una pobre Samaritana, abandonada, y la escoria del mundo. Esta mujer, cansada de la vida,
viene a sacar agua. Aislada realmente, aislada en su corazón, ella no vino a la hora cuando las mujeres sacaban agua. Ella
había seguido el placer haciendo su propia voluntad; había tenido cinco maridos, a quienes, probablemente, ella se había dedicado,
y el que tenía ahora no era su marido. Estaba cansada de la vida; su voluntad y sus pecados habían dejado su corazón vacío;
estaba aislada y abandonada por el mundo: su pecado la había aislado; la gente respetable no la quería; y esto tampoco era
sorprendente. Pero había Uno que estaba más aislado que ella, que estaba solo
en este mundo, a quien nadie entendía, ¡ni siquiera Sus discípulos! ¿Qué hombre, en medio de este mundo perverso, comprendió
el corazón de Aquel que trajo los pensamientos de Dios a un mundo de pecado, Su amor a un mundo de egoísmo, Su luz a un mundo
de tinieblas, cosas celestiales en medio de un mundo envilecido en intereses materiales? Eso era el bien en medio del mal,
bien perfecto allí donde no había ninguno. Había un punto de contacto entre estos dos, amor por una parte, y necesidad por
la otra: pero la gracia fue necesaria para producir la conciencia de la necesidad.
La manera de actuar de Jesús había atraído la atención de la mujer: un Judío hablando amablemente a una Samaritana,
¡satisfecho de estar agradecido de ella! El Señor comienza desde lo alto, mediante la gracia divina, unida a la perfecta humillación
y humildad que sitúa la bondad de Dios dentro del alcance del hombre, gracia que se muestra a sí misma, que es medida, al
descender tanto como para enfrentarse con el pecado, y la miseria a la que el pecado nos ha reducido. El Señor indica dos
cosas. "Si conocieras el don de Dios." En Jesús, Dios no exige nada. Él produce toda clase de bien, pero no exige nada. Aquí
no había derecho a ninguna cosa, ninguna promesa; no había moralidad, no existía ningún vínculo con Dios; pero la gracia existía
en Dios para quienes estaban en este estado. La atención de la mujer fue atraída; ella vio algo extraordinario, sin elevarse
por sobre las circunstancias en que su espíritu se movía. Pero el Señor va a la fuente de todo, o más bien Él vino de esta
fuente en Su espíritu. Dos cosas se ven aquí, como ya he dicho; Dios dando en gracia, y la perfecta humillación de Aquel que
estaba hablando. Después, se revela qué era este don de Dios, es decir, el gozo presente, por el poder del Espíritu Santo,
de vida eterna en el cielo.
¡Cuántas cosas nuevas contenían estas pocas palabras! Dios estaba dando, en gracia y en bondad; Él no estaba haciendo
exigencias, Él no estaba volviendo a la responsabilidad del hombre, la cual es la base del juicio eterno, sino que estaba
actuando en la libertad y el poder de Su santa gracia. Entonces, Aquel que había creado el agua estaba allí, cansado y dependiente,
para poder beber de ella de una mujer tal, mujer que no sabía qué era ella. Él no dice, «Si tú me conocieras», sino, "Si tú
conocieras . . . quién es el que te dice: "Dame de beber"" (Juan 4:10 - LBLA), quién es Aquel que ha descendido tan bajo,
superando todas las barreras que te mantenían lejos de Él, "tú le habrías pedido a El" (v. 10 - LBLA). Si se hubiera establecido
confianza en cuanto a la bondad y en cuanto al poder, Él hubiera podido, y lo hubiera hecho, dar aquello que llevaba a una
relación con Dios. Allí estaba la respuesta: "El te hubiera dado agua viva" (v. 10 - LBLA): parecieran ser palabras suficientemente
claras; pero la pobre mujer no puede captar más que las circunstancias de su diaria labor. Ahora no es con ella, asombro por
ver a Aquel que hablaba con ella, pasando sobre las barreras religiosas, sino la imposibilidad, tal como Él estaba, de tener
agua; pues ella no va más allá de su trabajo diario, aunque viendo claramente que ella tiene que ver con una Persona extraordinaria;
el Señor la estaba llevando, ella aún no sabía adónde. ¿Era Él, quien le hablaba a ella, mayor que Jacob, el tronco de Israel,
quien les había dado el pozo? El señor expresa ahora más claramente lo que estaba en consideración: "Todo aquel que bebe de
esta agua, tendrá sed otra vez; mas el que bebiere del agua que yo le daré, nunca jamás tendrá sed; sino que el agua que yo
le daré, será en él una fuente de agua, que brote para vida eterna." (vs. 13, 14 - VM).
Pero atraer la atención de un alma, no obstante lo útil que esto puede ser, no es convertirla: la comunicación moral
entre el alma y Dios aún no se ha establecido mediante el conocimiento de uno mismo y de Él; los ojos aún no se han abierto.
De este modo el corazón permanece en su ambiente natural, absorbido, o por lo menos gobernado, por el círculo en el cual el
corazón vive. La pobre mujer, atraída por la manera de actuar del Señor, que había ganado ascendencia sobre ella, le pide
que le dé de esta agua, de modo que ella no tuviera que volver más allí a sacarla laboriosamente. Ella carecía de toda verdadera
inteligencia: estaba absorbida por su cansancio y trabajo, y el círculo de sus pensamientos no iba más allá de su cántaro
de agua, es decir, más allá de ella misma, pero de ella misma poseída por sus circunstancias. Esta es la vida humana, y la
gente juzga las cosas reveladas por la relación de ellas con estas circunstancias; algunas veces hallamos verdad moral, como
aquí; algunas veces incredulidad abierta. ¿Cómo se puede hallar una entrada al corazón del hombre? Esto es fácil para Dios,
y para el hombre esta entrada es hallada cuando Dios está allí, y se revela a Sí mismo, y la conciencia del hombre es tocada.
«Adán, ¿Dónde estás tú?» Él se escondió, porque estaba desnudo. Todo era inservible. Las hojas de higuera que le podían hacer
sentir a gusto escondiéndose fueron simplemente nada cuando Dios estuvo allí. La primera manifestación de esta nueva facultad
en el hombre, la conciencia, este triste pero útil compañero que ahora va siempre con él a través de su carrera, como una
parte de su ser es, para Dios, la única puerta de entrada al corazón, y para el hombre, de inteligencia. Sólo que aquí es
el amor, nunca el cansancio, lo que actúa. Dios y el pecador se hallan cada uno en su verdadero lugar; el hombre, responsable
enteramente conocido por Dios, pero sintiendo que todo es conocido, y que Aquel que le conoce está allí.
Me detengo un poco sobre este punto, debido a que es lo opuesto a la entrada del paraíso; no es el paraíso recuperado,
o incluso aquello que es mucho mejor, sino se trata del alma recibiendo subjetivamente verdad y gracia en la Persona de Jesús,
quien le da la capacidad para esto. En ambos casos su estado de pecado es revelado al alma; pero en el paraíso fue para juzgar,
y comenzar un mundo donde Dios no estaba, sino que Satanás reinaba; aquí también se manifiesta el pecado, pero Dios se manifiesta
en este mismo mundo en amor; anteriormente se había manifestado en luz y juicio; ahora, en luz y gracia. Había carencia de
toda comprensión en cuanto al don de Dios, de la Persona de Cristo, de la vida eterna, y no tenía ningún lugar en el corazón
de la mujer. «No hay nadie que tenga entendimiento.» Pero mientras, anteriormente, Dios había expulsado al hombre, aquí el
amor permanece perseverantemente cerca del pecador; cuando se trata de Dios, el amor es perseverante y paciente. Solamente
que todo debe ser real: "Ve, llama a tu marido, y ven acá." (v. 16). "No tengo marido", responde la mujer (v. 17). Es la vergüenza
lo que, aunque se hable la verdad, oculta el mal; no una conciencia recta delante de Dios. Pero el amor paciente continúa
aún con su obra; la prosigue allí, donde se halla una entrada a la conciencia que entiende - o más bien una entrada al alma
del hombre, el cual carece totalmente de comprensión en cuanto a cosas divinas. "Llama a tu marido." Entonces, ante su respuesta,
el Señor dice a la mujer lo suficiente de su historia como para darle a conocer que ella tiene que ver con Aquel ante quien
todas las cosas están "desnudas y expuestas" (Hebreos 4:13 - RVA).
V. 19. La obra continuaba en esta alma; su atención, hemos dicho, había sido atraída. El resultado merece ser bien
considerado; la mujer no se excusa, ni se asombra, ni pregunta, ¿Cómo sabes tú esto? La Palabra de Dios es para ella la Palabra
de Dios. "Señor, percibo que eres profeta." (v. 19 - VM). Ella no sólo dice, «Lo que tú dices es verdad»; no, la autoridad
y la fuente de la palabra de Jesús eran divinas para ella. Todo lo que Él dice viene de Dios, quien se revela por este medio
entre los hombre. Este es un cambio profundo en la condición del alma. Dios le ha hablado a ella, y ella ha reconocido que
es Él; pero más, ha reconocido que Su palabra, como un todo, como una fuente, es de Él. Lo que ella pensó fue, no sólo que
Jesús, en este caso particular, habló la verdad, aunque ese fue el medio por el cual su conciencia fue alcanzada, sino que
Dios estaba hablando a su conciencia, y eso produce siempre el efecto que vemos aquí: Aquel que estaba hablando era una fuente
verdadera y segura de comunicaciones divinas. Era fe en la Palabra de Dios, el alma traída a la comunicación con Él: todo
lo que Él dijo tuvo para ella una autoridad divina. La inteligencia divina estaba allí con respecto a las cosas en las que
Dios se estaba acercando al hombre.
V. 20. No obstante, la mujer aún estaba preocupada con lo que llenaba su mente: ¿Tenemos que adorar en Jerusalén, o
sobre el Monte Gerizim? Era el aspecto externo de lo que existía, y su mente había sido ejercitada acerca de estas cosas:
¿Dónde se tenía que hallar a Dios? - pero de una manera que no iba más allá de lo que había en el hombre. Dios toma la oportunidad
para revelar la verdadera, la nueva adoración, la adoración del Padre, de Dios, en espíritu y en verdad (v. 23). Este cambio
caracteriza el capítulo completo, es decir, la introducción de relaciones celestiales en el lugar del sistema terrenal Judío,
un cambio que dependía de la revelación del Padre en el Hijo, un cambio poco conocido aún, pero que estaba conectado necesariamente
con Su Persona, y del que por consiguiente, Él pudo decir, "la hora . . .ahora es" (v. 23).
Dos cosas, basadas en la revelación que se estaba haciendo, caracterizaban esta adoración; la naturaleza de Dios, y
la gracia del Padre. La adoración del Dios verdadero tenía que ser una adoración "en espíritu y en verdad." La naturaleza
de Dios requería esto; Dios es Espíritu, y la adoración no sería conforme a lo que Él es, si no fuera "en verdad", pues lo
que es falso no es conforme a lo que Él es, y la revelación de lo que Él es vino en Cristo, quien es Él mismo la verdad, pues "la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo." (Juan 1:17). La ley dada
a Moisés decía lo que el hombre no debía hacer, y el Señor sabía bien cómo hallar en esta ley aquello que el hombre debía
sentir; amar a Dios y a su prójimo. Pero la ley no revela lo que Dios es, ella revela lo que el hombre debiera ser. Ahora
bien, aquí estaba Dios plenamente revelado en el mundo, quien, rechazado como Mesías, objeto de promesa, abandona Su conexión
especial con el pueblo Judío, aunque ella había sido (fuera de lo que era terrenal y legal) establecida por Él mismo, y viene
a revelarse en la Persona del Hijo, substituyendo a Dios entre los hombres, en gracia, para todas las formas en medio de las
que, oculto tras el velo, Él prohibió a todos los hombres que se acercaran a Él; a revelarse Él mismo, yo digo, a toda esta
ignorancia, que adoraba lo que ni siquiera sabía, y donde no había ninguna respuesta en absoluto a las necesidades del corazón.
Se trataba del Padre buscando adoradores en espíritu y en verdad, según Su propia naturaleza plenamente revelada; porque "Dios
es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren." (v. 24). Pero la gracia precede; la iniciativa
está con Dios; Él viene a buscar tales adoradores. Nosotros hemos visto que se trataba del don de Dios; pero Dios es Luz,
y Él se revela. Hemos visto también que es Dios revelado en bondad, pero la conciencia alcanzada por la luz, y Dios dando
aquello que brota para vida eterna.
Así es la gracia del Padre que busca, la luz de Dios que actúa sobre la conciencia, gracia que da vida eterna, conforme
a la presencia en poder del Espíritu Santo, y toda la verdad que se devela en esto: esto es lo que produce adoración verdadera
en espíritu y en verdad. Todo lo que pertenece a Jerusalén y a Samaria es necesariamente dejado atrás por la presencia del
propio Dios, el Hijo revelando al Padre, y comunicando vida eterna en conexión con cosas celestiales; siendo rechazado el
Mesías, y siendo el corazón del Padre la fuente de todo, lo que nos coloca necesariamente en conexión con el cielo, por medio
de Aquel que puede revelar estas cosas, siendo Él mismo el Hijo del Padre.
Podemos hacer notar aquí que nuestro Evangelio habla de la revelación del Padre en el Hijo; de lo que Dios es, quien
es el objeto de adoración; de lo que alcanza la conciencia; de la vida eterna; pero no de lo que purifica la conciencia. Este
último tema no es de lo que Juan trata en su Evangelio, sino que Juan habla de la revelación de Dios el Padre en el Hijo;
de esta revelación para juicio, en cuanto a su resultado, y conforme a la gracia, en cuanto a su objetivo; se trata del Hijo
en el mundo, para revelar a Su Dios y Padre, y como vida eterna. Al final del Evangelio, el Espíritu Santo es introducido
en lugar del Hijo, para que podamos conocerle a Él como Hombre en el cielo a la diestra de Dios.
Encontramos un ejemplo del aislamiento del Señor en la falta total de inteligencia en los discípulos, cuando el Señor
abre Su corazón, en el gozo que la perspectiva de la conversión de pecadores le daba - del fruto de Su ministerio. Excepto
la comunión con Su Padre, que Él siempre gozaba, el Señor sólo tuvo gozo sobre la tierra en el ejercicio de Su amor en el
bien que Él hacía que era digno de Dios. Perfecto en tanto que era verdaderamente Hombre en Su comunión en lo alto, y ejercitando
Su amor aquí abajo, Él anduvo haciendo el bien. Tal fue Su vida entera, excepto los sufrimientos que Él sufrió de manos de
los hombres, Él, un Varón de dolores, y sabiendo bien lo que era el desfallecimiento. No es que Él no tuviese afecto humano:
Él amaba a Marta, y María, y Lázaro; Él amó a aquel cuyo Evangelio estamos leyendo; pero esto no aparece hasta que Su hora
llegó. Él difiere toda expresión de ello hasta entonces, explícitamente en cuanto a Su madre, y, como vemos en la historia,
en cuanto a lo que concernía a Juan y la familia en Betania. En Su ministerio Él fue completamente para Su Padre, y para los
pecadores del mundo; Su comida fue hacer la voluntad de Aquel que le envió, y acabar Su obra (v. 34).
El resultado para la mujer, quien recibió un torrente de luz fresca en su alma, y quien, incluso mientras era esclarecida,
tuvo repentinamente demasiada luz para ver claramente, es, que ella lo atribuye a Cristo. Dios había efectuado una obra real
en su conciencia. Ella pensó que si solamente tenía al Cristo (pues ella creía en Él, y sabía que Él iba a venir), Él le explicaría
todo claramente, y le haría conocer todas las cosas. Es allí donde la mujer fue traída; y Cristo estaba allí antes que ella.
Siempre es así. Muchas preguntas surgen en un alma despertada y sincera, pero cuando Cristo es hallado, todo sale a la luz
claramente, hay una plena respuesta a todas las necesidades del alma: todo es hallado. Pero, ¿quién era Aquel que había actuado
sobre el corazón y la conciencia de esta pobre mujer, y que había sido bueno con ella, cuando Él supo todo lo que ella había
hecho? Cuando la Palabra de Dios alcanza la conciencia, no es la carne la que actúa, es el Dios Salvador, quien ha estado
allí desde el principio.
Hay otra interesante pequeña circunstancia a ser observada aquí. Nosotros hemos visto a la mujer aislada agobiada bajo
el peso de la vida, cuyo trabajo mal recompensado estaba representado por el cántaro: ella estaba absorta por él, su corazón
no podía deshacerse de él: ahora (y no es por nada que el Espíritu Santo nos presenta estos pequeños toques) el cántaro es
totalmente olvidado (v. 28). La mujer ya no busca más aislamiento, ella va a anunciar a todos lo que ha encontrado; este Hombre
era ciertamente el Cristo (vs. 28, 29). Sin duda ella tuvo que sacar agua nuevamente, pero la carga que pesaba sobre ella
fue quitada, la energía de una nueva vida estaba allí. Lo que ella dijo tocó muy de cerca su vergüenza; pero Jesús llenó su
corazón, y ella puede hablar de estas cosas, al encontrar a Cristo allí - Cristo quien la abstraía mediante la luz de Su gracia:
"¡Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho! ¿será acaso éste el Cristo?" (v. 29 - VM). Cuando ella llegó
a casa, pudo pensar en el don de Dios, y en Aquel que le había dicho, "Dame de beber"; pero toda su vida ulterior se pierde
en el esplendor de la revelación de Dios en Cristo.
V. 35. Podemos observar que los segadores recogían fruto para vida eterna, y también recibían su salario. Los profetas
habían trabajado (la mujer estaba esperando al Cristo), también Juan el Bautista. Los discípulos sólo estaban segando, pero
los campos estaban blancos para la siega. En los peores tiempos, cuando el juicio incluso sea inminente, Dios tiene Su buena
parte, y la fe la ve, y se consuela por ello.
Noten, también, que los Samaritanos llaman a Jesús "el Salvador" (v. 42). Ellos sabían muy bien, en realidad, que su
Gerizim no era nada, sino bajo la influencia de la gracia, que abría sus corazones a una concepción más amplia de la obra
del Salvador. Ningún Judío habría dicho, "el Salvador del mundo."
V. 43. Como Su campo de trabajo, Jesús no toma nuevamente el camino a Jerusalén - Él se marcha a Galilea. Su propia
tierra había rechazado al Profeta, y había perdido al Salvador. Esta expresión, que comprende todo el alcance de Su obra de
redención como Salvador, cierra este relato, donde se nos presenta su partida desde Judea para introducir esta obra en la
esfera de la gracia soberana, mientras presenta los principios de vida eterna, y la adoración que se ha de rendir al Padre.
(V. 46, y ss.) El siguiente episodio, en el que se nos relata la enfermedad del hijo del oficial del rey, comienza,
yo creo, a develarnos los grandes elementos de la revelación de Dios en la Persona del Hijo, antes que nada sanando lo que
permanecía en Israel, pero listo para perecer. Más adelante Él demuestra que el hombre está muerto espiritualmente; pero había
almas vivificadas en Israel, tal como vemos, de hecho, al principio de Lucas. Pero todo iba a perecer; la nación iba a ser
juzgada, iba a terminar su existencia bajo el antiguo pacto, no iba a subsistir más en relación con Dios como un instrumento
de bendición. Pero Aquel que es la Resurrección y la Vida estaba allí, para despertar y sostener la vida individualmente.
para ser su pan, allí, donde la fe le recibía. Él mostró esto, también, en Jerusalén, pero comenzó naturalmente en Galilea,
en medio de los pobres del rebaño, adonde Él se dirigió cuando fue echado de Judea. La fe recibe la Palabra de Cristo, y Aquel
que es la Vida y quien la trae, la reanima quitando la debilidad, y comunica vida. Esta aplicación que hacemos de la restauración
física es plenamente sancionada por el uso que el Señor hace de ella en el capítulo siguiente. El principio y la fe son igualmente
sencillos aquí; el padre creyó en el poder de Jesús, pero su fe fue similar a la de Marta, María, y los Judíos; el creyó que
Jesús podía sanar* - nada más. Él ruega al Señor que descienda antes que su hijo muera, Jesús querría que los hombres fundamentaran
su creencia sobre una palabra, y no solamente viendo señales; sin embargo, Él no hace surgir la pregunta del poder para dar
vida, sino que tiene compasión del pobre padre, haciendo que todo dependa, no obstante, de la fe en Su palabra, cuando Él
dice al padre, "tu hijo vive." El padre cree la palabra de Jesús, y se va; en el camino se encuentra con sus siervos, y ellos
le anuncian que su hijo está sano, y que esto sucedió de esta manera en el mismo momento cuando Jesús dijo la palabra. "Y
creyó él con toda su casa." (v. 53). El poder de la muerte había sido detenido por el poder de la vida venido desde arriba,
y el hombre que se había beneficiado de él, creyó en Aquel que lo había traído, y quien era el poder de vida; pues en Él estaba
(existía) la vida. (Comparen con 1 Juan 1: 1-3 y 1 Juan 5: 11, 12).
{* Esta doctrina es revelada plenamente en el capítulo 5.)
CAPÍTULO
5
Aún quedaban entre los Judíos algunos fragmentos de la bendición antigua: "yo soy Jehová tu sanador" (Éxodo 15:26);
y mediante la ministración de ángeles, un principio general de los modos de Dios entre este pueblo. No era más que un poco,
pero era una señal de que Dios no había abandonado enteramente a Su pueblo; aún había curaciones en el estanque de Betesda;
aquel que descendía primero en él, cuando el ángel agitaba el agua, quedaba sano. El hombre que entraba de este modo en el
agua mostraba fe en la intervención de Dios, y el deseo de beneficiarse por medio de ella. Pero la historia registrada para
nosotros en el capítulo 5 nos conduce a un poder mucho más grande, y a principios mucho más importantes.
Un pobre hombre paralítico estaba allí, en medio de todas estas personas enfermas que yacían en los pórticos del estanque;
Jesús llega allí. Lo que se presenta en Él tiene un carácter doble; Él es la respuesta en poder a toda necesidad, y Él también
da vida.
Había necesidades en Israel en ese tiempo, necesidades del alma, así como necesidades del cuerpo, y había una conciencia
de estas necesidades. El Señor pudo decir, "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar."
(Mateo 11:28). El pobre paralítico es tipo y figura de esto. Para que el objeto de las bendiciones que se disfrutaban bajo
la ley pudiesen ser aprovechadas por ellos, él debe tener poder en sí mismo. Ya sea que fuera tener justicia conforme a la
ley, o disfrutar otras bendiciones, tenía que haber, en el hombre que deseaba poseerlas, un estado subjetivo adecuado para
esto; tenía que haber poder en el hombre. La enfermedad del paralítico le había privado de ese poder que era necesario para
poder beneficiarse mediante los medios para quedar sano. Es la misma cosa en cuanto al pecado. Las bendiciones y los medios
que la ley ofrece, demandan fuerza en el hombre. El deseo de ser sano se da por sentado - "¿Quieres ser sano?" (v. 6). El
Señor formula la pregunta de este modo. Faltaba poder, como en Romanos 7, el querer estaba presente. Jesús trae con Él el
poder que sana; el bien que Él hace, no demanda poder en nosotros. Fue cuando nosotros estábamos privados de toda fuerza que
Su gracia actuó. (Vean Romanos 5:6). En Juan, debemos recordar, es una cuestión de vida; incluso cuando Él habla de la cruz,
es para vida eterna, no para perdón.
Entonces Jesús viene: el poder está en lo que Él dice; acompaña a Su palabra - y el hombre es sanado. Ahora bien, aquel
día era el día de reposo (sábado). El reposo de Dios es la porción de Su pueblo; el día de reposo (sábado) era así la señal
del pacto hecho con Israel; Éxodo 31:13; Ezequiel 20:12. El día de reposo fue el reposo de la primera creación, y del primer
pacto, que dependía de la responsabilidad del hombre, y de su fuerza para cumplir aquello que este pacto demandaba de él:
"Haz esto, y vivirás." Le correspondía al hombre actuar para obtener bendición. Aquí todo es cambiado. Dios no podía reposar
donde estaba el pecado, donde estaba la miseria; Su santidad y Su amor hacía que la cosa fuera imposible por igual. Corrupción,
depravación, los horrores que el pecado produjo, no hacían de una escena tal la escena del reposo de Dios, del cual el sábado
(día de reposo) era la expresión y la figura, pero sobre el principio de la obligación y la ley. Pero incluso antes de la
ley, el día de reposo (sábado) había sido instituido como el reposo de la antigua creación. La ley lo impuso, pero el hombre
nunca entró en él, y una creación arruinada no fue el reposo de Dios, y no dio reposo al espíritu atribulado del hombre. Pero
si Dios no podía reposar, Él podía actuar en gracia: y esta es la respuesta, infinitamente hermosa, y hermosa porque es verdad,
que el Salvador hace a las acusaciones de los Judíos. Era el juicio de la antigua creación entera, pero decía que desde la
caída, la gracia de Aquel que ahora era plenamente revelado - el Padre, en la venida del Hijo - estaba trabajando, para impartir
vida y bendecir, en la obra de la nueva creación (vista en su aspecto moral); pues por todas partes hallamos aquí que se trata
de este aspecto, no de la manifestación externa como resultado. "Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo." (v. 17). A menos
que sea en Su esencia infinita, Dios no reposa: ¡bendición infinita! ¡gracia sin medida! Dios actúa, Él trabaja ahora. Cuando
Él tendrá reposo en cuanto a Sus operaciones, nosotros lo tendremos con Él, y en el conocimiento del Padre y del Hijo. Dios
reposará en Su amor, en la bendición que le rodea en la gloria del Hijo, en el cumplimiento de Sus consejos, en la eterna
bienaventuranza de la cual Él es el centro y la fuente.
(V. 18 y sgtes.) Veremos ahora de qué se trata esta obra que el Padre y el Hijo están haciendo, pues es de ellos de
quienes habla el escritor, de estos nombres que Juan utiliza siempre al hablar de las operaciones de gracia. Él dice, efectivamente,
que "de tal manera amó Dios" - lo cual
es la fuente y el fundamento de todo; allí el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios, y el propio Dios, son presentados como fuente
y fundamento de toda bendición; pero cuando el asunto es acerca de las operaciones de gracia, en Juan, nosotros siempre hallamos
al Padre y al Hijo.
Los Judíos comprendieron perfectamente la posición que Jesús tomó, y le buscaban para matarle. El Señor no rechaza
esta posición que el apóstol Juan reconoce como Suya (pues en el versículo 18 es Juan quien habla); pero Él coloca todas las
cosas en su lugar. Todo lo que el Padre hace, Él lo hace; pero Él no actúa como otra persona, como una autoridad secundaria
e independiente. Él hace lo que el Padre hace, y Él no hace nada más: Él actúa de conformidad con el Padre, y movido por el
mismo pensamiento que Él, y hace todas las cosas que el Padre hace. Pero habiendo tomado la forma de un siervo, Él no la abandona,
y mientras Él se declara como siendo uno con el Padre (pues antes que Abraham existiera, Él era el "YO SOY"), Él recibe todo,
en la posición que ha tomado, en estas operaciones de gracia, y en sus frutos en gloria, de manos del Padre. Esto es sorprendente
en este Evangelio, donde el lado divino de Su Persona es presentado más plenamente que en los otros, aunque no se afirme más
claramente. Nosotros hallamos constantemente que cuando Él habla de estar en la misma posición que Su Padre, Él se coloca
a Sí mismo, no obstante, siempre sobre el terreno de recibir todo de Él.
Jesús, entonces, continua aquí a la obra que, de hecho, estaba siendo llevada a cabo, y aún está siendo llevada a cabo,
ya sea por el Padre, o por el Hijo solamente, y Él hace todo lo que el Padre hace. Hay una obra que Él hace como Hijo del
Hombre, y que el Padre no hace. "Padre" es el nombre de gracia y de relación; "Hijo del Hombre", el de autoridad conferida.
Si el Padre y el Hijo trabajan, es un trabajo de gracia el que está en consideración. Pero el Padre no ha sido humillado;
Él permanece en la inmutable gloria de la Deidad. Todo juicio es encomendado al Hijo, así que todos los que le habrán despreciado,
estarán obligados a reconocerle por este medio.
Pero tomemos las enseñanzas del pasaje en su orden. El Hijo hace más que sanar; "Porque como el Padre levanta a los
muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida. Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio
dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió."
(vs. 21-23). Así la gloria del Hijo es mantenida de una manera doble:
1.- en que, al igual que el Padre, Él da vida, y esto nosotros lo podemos entender, debido a que estamos en relación
con el Padre y con el Hijo, como siendo partícipes de la vida divina (1 Juan 1:3);
2.- luego, por el juicio, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio se lo ha confiado el Hijo, para que
todos le honren a Él.
Los que son vivificados, le honran a Él con todo el corazón, y
de buena voluntad; quienes no creen, el juicio los obligará a honrarle, a pesar de ellos mismos.
¿A cuál de estas dos clases de personas yo pertenezco? El versículo 24 nos proporciona la respuesta a esta pregunta
- una respuesta sencilla, completa, y plena de preciosa luz. "De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree
al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación (a juicio), mas ha pasado de muerte a vida." La palabra de Cristo
es lo que se presenta al alma, para traer las buenas nuevas de gracia: el efecto producido, donde esta palabra es recibida,
es fe en el Padre como habiendo enviado a Su Hijo. Pero aquel que cree de este modo en el Padre como enviando a Su Hijo, gracia
y verdad venidas de este modo en Él, tiene vida eterna. Este es un lado de la respuesta; él que cree tiene vida. Hemos visto
que este es un medio de asegurar la gloria del Hijo: el otro medio no está mezclado con este. Si Cristo ha dado vida, no es
para poner Su obra a la prueba del juicio; eso es imposible: Cristo juzgaría Su propia obra, y pondría en duda su eficacia;
y, ¿quién es el juez? La consecuencia es evidente: el otro medio de asegurar la gloria de Cristo no es empleado; el que ha
recibido vida no viene a juicio (a condenación). Yo me limito a lo que dice el pasaje ante nosotros; de otra manera nosotros
deberíamos recordar que Aquel que está sentado como Juez es Aquel mismo que llevó los pecados de todos los que creen. Pero
Juan no trata este lado del asunto: juzgar (condenar) a aquel que cree, sería poner en duda la obra vivificadora de Cristo,
y la del Padre también.
Aquí está lo que es preciso y formal en cuanto a las dos cosas por medio de las cuales el Hijo es glorificado; es decir,
el dar vida a las almas, y el juicio; la primera Él la lleva a cabo, en común con el Padre; la segunda, la cual es confiada
a Él solo, pues Él es el Hijo del Hombre.
Esto no es todo lo que se dice aquí. El que tiene vida eterna "ha pasado de muerte a vida." No se trataba de una curación:
el alma había estado espiritualmente muerta, separada de Dios, muerta en sus delitos y pecados, y ha salido de su estado de
muerte por el poder dador de vida del Salvador. No es simplemente que, habiendo sido vivificada, ella escape de las consecuencias
de su responsabilidad cuando el día del juicio llegue: el Señor ha tomado el otro medio, en gracia, de glorificarse a Sí mismo
con respecto a ello. El alma ya estaba muerta: es la enseñanza de la Epístola a los Efesios: una nueva creación. El pecador
no arrepentido vendrá a juicio, si el que está bajo la gracia escapa a él. Pero todos nosotros estamos muertos ahora; este
ya es el estado de todos nosotros: estamos muertos en cuanto se refiere a Dios, sin un solo sentimiento que responda a lo
que Él es, o a Su llamamiento, y si fuera meramente una cuestión de lo que se encuentra en el hombre, sería imposible despertar
alguno de esos sentimientos. Pero Dios comunica vida, y el alma pasa de muerte a vida. Es una nueva creación; llegamos a ser
participantes de la naturaleza divina. Al mismo tiempo, siempre permanece verdadero el hecho de que nosotros daremos cuenta
de nosotros mismos a Dios, de que todos nosotros compareceremos ante el tribunal de Cristo; pero no es cuestión allí, para
nosotros los que creemos, de algún juicio en cuanto a nuestra aceptación. Nosotros estamos en la gloria, como Cristo está,
cuando lleguemos allí; el propio Cristo habrá venido a buscarnos en persona, para que podamos estar allí, y Él habrá transformado
los cuerpos de nuestro estado de humillación en conformidad a Su cuerpo de gloria.
Continuemos el estudio de nuestro capítulo. El Padre da vida; el Hijo también da vida y juzga. La hora estaba viniendo,
y ya había llegado, cuando no solamente sería el Mesías, el propio Jehová, quien sanaría los enfermos en Israel, al mantener
las promesas y profecías dadas a Israel según el gobierno y la disciplina de Dios en medio de Su pueblo, obrando una cura
que pudiera dar lugar a una disciplina más severa; sino que desde este momento el poder dador de vida y la vida eterna en
la Persona del Hijo, quien reveló al Padre en gracia, habían venido, de modo que los muertos oirían la voz del Hijo de Dios,
y los que la oyeran habrían de vivir (v. 25). Esta fue la gran proclamación en cuanto a la vida: ella estaba allí, y como
el Padre tenía vida en Sí mismo, Él le había dado a Su Hijo, un Hombre en la tierra, tener vida en Sí mismo - una prerrogativa
divina, pero hallada aquí en un Hombre, venido en gracia a la tierra.
Ya he hecho notar que el Evangelio de Juan, en tanto nos muestra en Cristo cosas que pertenecen solamente a Dios, y
eso absolutamente, nos muestra también que el Hijo, habiéndose hecho Hombre y Siervo, nunca abandona la posición de recibirlo
todo. Él también ha recibido autoridad para ejecutar juicio, porque Él era el Hijo del Hombre. Pero uno podría ser juzgado
en la tierra, y de hecho los vivos serán juzgados allí.
Queda aún una parte importante de Su poder que pertenece a la enseñanza de este capítulo: los muertos resucitarán,
y, conforme a lo que ya ha sido declarado en el versículo 24, la vida y el juicio no se mezclan aquí. Los hombre no tenían
que maravillarse de que las almas que oyeran Su voz vivieran por medio de la vida espiritual que Él podía comunicar: la hora
venía (y esa ahora aún no venía, y aún no ha venido) cuando todos los que estén en los sepulcros oirán Su voz, y saldrán . . . . (v. 28 y ss.). Aquí ya no es, "los que
la oyeren vivirán" (v. 25), sino que todos
oirán, y saldrán; los que hayan hecho lo bueno a resurrección de vida, y los que hayan hecho lo malo a resurrección de juicio
(o, condenación).
Observen cuidadosamente, que, aunque el juicio asigna a cada uno su lugar según sus obras, no es el juicio lo que separa
a los resucitados; la propia resurrección hace la separación. Los que hayan hecho lo bueno no tienen parte en la misma resurrección
de los que hayan hecho lo malo. Él no habla aquí del intervalo de tiempo que separa la resurrección de los unos de la resurrección
de los otros; eso debe buscarse en la revelación que Dios da de las dispensaciones. Aquí lo que está en consideración es la
esencia de las cosas: hay una resurrección, la cual es la de los justos, llamada así; y otra resurrección, diferente de la
anterior, una resurrección de juicio (o, condenación), en la que los vivos, glorificados en la primera, no participan. Algunas
veces, efectivamente, se ha hecho surgir una dificultad en cuanto a la palabra, "hora" (v. 28), la cual es empleada aquí,
pero es un argumento pobre, porque la misma expresión se halla otra vez en el versículo 25, el cual nos presenta como una
"hora", un espacio de tiempo que ha durado cerca de dos mil años, y que abarca dos estados de cosas diferentes - uno en el
que Cristo en la tierra actúa personalmente, y el otro, en el que Cristo glorificado actúa por medio del Espíritu. Estas dos
épocas, sin embargo, no conforman más que una "hora", desde el punto de vista en el pasaje; se trata de la misma cosa aquí
(v. 28). La primera hora es el período
durante el cual Cristo da vida a almas; la otra hora, el período del versículo 28, es aquel durante el cual Cristo resucita
cuerpos. Esto es bastante sencillo; una de estas horas, como he dicho, ha durado ya más de dieciocho siglos.*
{N. del T.: Recordemos que este escrito fue originalmente redactado en el siglo 19)
Habiendo declarado estas grandes verdades, los cuales alcanzan hasta el final de los modos de Dios con los hombres,
en Su Persona, en cuanto a la vida, y en cuanto al juicio, Cristo regresa al gran principio que estaba al comienzo mismo de
Su discurso; esto es, de que Él no podía hacer nada como una Persona independiente del Padre. Si ello hubiese sido de otra
forma, habría sido, en efecto, la negación de ese vínculo entre Él y el Padre en el que ellos eran uno, y que se hallaba en
todas las cosas, con este hecho adicional, que Él tenía la forma de un siervo, de Uno enviado por el Padre. Él no hacía nada
de Su voluntad: según Él oía, Él juzgaba, y Su juicio era justo, pues Él no buscaba Su voluntad en ninguna cosa, sino la del
Padre quien le había enviado (v. 30). Ningún motivo egoísta de ninguna clase se iba a hallar en Su manera de ver las cosas,
pero el juicio que Él formaba, cualquiera que pudiera ser, emanaba de las comunicaciones que el Padre le hacía: esto era perfección
divina. Él actuaba como Hombre, y como enviado, pero Él lo hizo así conforme a la inmutable perfección de Dios, no de Él mismo
como Hombre, lo cual ni siquiera habría sido perfección humana sino que habría sido olvidarse de Aquel de quien Él se había
hecho siervo. Con todo, era como Hijo del Hombre, en este título de gloria como de gracia, de Aquel que había sido humillado,
que Él ejecutaba juicio con autoridad.
El resto del capítulo trata de la cuestión de la responsabilidad del hombre en cuanto a la vida, así como lo que antecede
nos presentó la gracia soberana que da vida. La vida divina estaba presente en la Persona de Jesús, y Dios había dispensado
cuatro testimonios a los hombres de que ella estaba allí:
1.- el testimonio de Juan el Bautista;
2.- las obras que el Padre le había dado para que cumpliese;
3.- el Padre mismo;
4.- y las Escrituras.
Ellos se habían alegrado en regocijarse en Juan el Bautista por un tiempo, pues el pueblo le tenía por un profeta.
Ahora bien, Juan había rendido un testimonio claro al Señor de parte de Dios. Luego las obras de Jesús eran un testimonio
irreprochable de que el Padre le había enviado: el Padre le había dado estas obras para hacer, y Él las hizo. También el Padre
mismo había dado testimonio de Él: la multitud había pensado que ellos habían oído un trueno; pero Su palabra no moraba en
ellos, porque no creyeron en Aquel que el Padre había enviado. Finalmente, ellos tenían las Escrituras; ellos alardeaban de
esto, ellos pensaban hallar vida eterna en ellas; y lo que ellas hacían era dar testimonio de Cristo, de Jesús, quien estaba
allí delante de sus ojos. la Vida estaba allí, viviendo delante de ellos; ellos tenían estos testimonios, pero no querían
venir a Él, para que tuviesen vida. La vida estaba allí, pero ellos no se beneficiarían con ella (v. 40). No era que el Señor
buscara gloria de los hombres; pero Él los conocía, y sabía que no tenían amor de Dios en ellos. Él había venido en el nombre
de Su Padre, revelando lo que Él era; ellos no le recibirían ¡es lamentable! porque Él le reveló perfectamente. Otro vendría
en su propio nombre, con pretensiones humanas, y adaptado al corazón del hombre, no al corazón de Dios, a él ellos lo recibirían
(v. 43). Terrible profecía de aquello que sucederá al pueblo, como una consecuencia de su rechazo de Jesús, y de los motivos
que los impulsaron a rechazarle. El anticristo los engañará en los postreros días, porque él vendrá con pretensiones y motivos
adaptados al corazón y a los deseos de los hombres carnales; los Judíos se entregarán a sus engaños y pretensiones. El estado
de sus almas les impedía recibir la verdad; ellos buscaban recibir honor y estima de los hombres, no el honor que viene de
Dios solo. Ellos no estaban siguiendo la senda de fe, sino muy por el contrario; no se trataba de que el Señor los acusaría
delante del Padre: Moisés, en quien se jactaban bastaba para eso. Él, en quien ellos ponían toda su confianza, rendía el testimonio
más explícito al Señor. Si hubiesen creído a Moisés, ellos habrían creído a Jesús también: Moisés había escrito de Él.
Es importante observar dos o tres cosas aquí: antes que nada, el claro testimonio que el Señor rinde a los escritos
de Moisés; los escritos eran los escritos de Moisés; él había escrito referente a Cristo. Lo que él había escrito era la Palabra
de Dios; uno debe creer lo que él dijo. Aún más, lo que está escrito es preeminentemente autoridad, como Pedro dice: "ninguna
profecía de la Escritura" (2 Pedro 1:20); y Pablo, "Toda Escritura es inspirada por Dios." (2 Timoteo 3:16 - LBLA). Además,
es evidente que si los hombres tienen que creer en lo que Moisés había escrito de Cristo tantos siglos antes de Su venida,
lo que Moisés escribió fue divinamente inspirado. Es evidente que lo que Jesús dijo tenía autoridad divina; pero en cuanto
a la forma de comunicación, el Señor atribuye más importancia a aquello que estaba escrito, que lo que era comunicado por
la voz viva: Dios lo había depositado allí para todos los tiempos - un testimonio muy importante para estos días de infidelidad.
CAPÍTULO
6
El quinto capítulo nos presentó a Cristo dando vida a los que quiere al igual que el Padre, luego juzgando como el
Hijo del Hombre. Es Cristo actuando en Su poder divino. En el sexto capítulo Él es la comida de Su pueblo, como Hijo del Hombre
descendido del cielo, y muriendo. No se trata de Su poder de dar vida en contraste con la obligación de la ley, sino quién era Él, la historia de Su Persona, si me permiten decirlo así
- lo que Él es esencialmente, lo que Él se hizo - una historia que termina por Su entrada como Hijo del Hombre allí donde
Él estaba antes: se trata esencialmente de la humillación de Jesús en gracia, en contraste con lo que Él era en Su derecho
de disfrutarlo, con lo que fue prometido en el Mesías cuando estuviera en la tierra. La enseñanza de este capítulo comprende
todo, desde Su descenso del cielo, hasta que Él entra allí nuevamente, de tal manera que al descender y ascender, Él llena
todas las cosas; pero su enseñanza reside especialmente en la encarnación y muerte del Señor, en conexión con lo cual Él da
vida eterna, e introduce a los Suyos en la gloria de la nueva creación, muy por encima y más allá de todo lo que un Mesías
terrenal podía dar.
Jesús fue al otro lado del mar de Galilea, y se sentó sobre un monte con Sus discípulos. Ahora bien, estaba cerca la
pascua; y este hecho da el tono a todo el discurso que tenemos aquí. Alzando Sus ojos, Jesús ve la multitud que le había seguido,
y pregunta a Felipe dónde iban ellos a comprar pan para toda esta gente, sabiendo bien lo que Él mismo iba a hacer. Los discípulos
piensan, no conforme a los pensamientos de la fe, sino considerando los recursos con que el hombre puede contar; uno piensa
en lo que se necesitaría, el otro, en lo que había. Había, en realidad, una disparidad inmensa entre los cinco panes y los
cinco mil hombres. Ahora bien, una de las promesas hechas para el tiempo del Mesías fue que Jehová satisfaría a Sus pobres
con pan (Salmo 132); y Jesús cumplió esta promesa, obrando un milagro, que tuvo su efecto sobre la multitud que le rodeaba;
hubo abundancia, y les sobró.
Esto da ocasión (v. 14-21) a una especie de marco de toda la historia del Señor, una historia en que Él reemplaza las
bendiciones Mesiánicas por las bendiciones espirituales y celestiales que habrían de ser consumadas en la resurrección, sobre
la que Él insiste cuatro veces en el curso del capítulo. Él es reconocido como el Profeta que había de venir; ellos desean
hacerle rey; pero Él evita eso subiendo a orar solo, y los discípulos cruzan el mar sin Él. Ellos son considerados aquí en
el carácter del remanente Judío; sin embargo, esto es lo que ha llegado a ser la asamblea Cristiana. Pero estos pocos versículos
nos dan, como he dicho, el marco de la historia de Cristo, reconocido como Profeta, y rehusando la realeza, para ejercer el
sacerdocio en lo alto mientras Su pueblo cruza con dificultad las olas de un mundo atribulado. En cuanto Jesús se vuelve a
reunir con ellos, llegan al lugar adonde se dirigían; las dificultades se terminan, la meta es alcanzada: aquí, los discípulos
representan enteramente al remanente Judío.
La multitud se vuelve a reunir con el Señor al otro lado del mar, asombrados de hallarle allí, sabiendo que no había,
donde Él había estado, ninguna otra barca más que la de los discípulos. El Señor los acusa de buscarle, no porque habían visto
el milagro, sino porque habían comido el pan, y se habían saciado, y Él los invita a buscar el alimento que permanece para
vida eterna, el cual el Hijo del Hombre les daría; porque en Él el Padre ha puesto Su sello. (Juan 6:27 - RVA).
En el quinto capítulo Jesús es Hijo de Dios; aquí, es Hijo del Hombre, y veremos qué cosa obra la fe en Él como tal.
La pregunta legal de la multitud (v. 28), más bien vaga y trivial, introduce este acontecimiento. ¿Qué haremos (ellos dicen),
para poner en práctica las obras de Dios? Esta es la obra de Dios (el Señor responde), que creáis en Aquel que Él ha enviado.
Luego ellos le piden una señal, conducidos por Dios en su pregunta, recordando el don del maná en el desierto, como estaba
escrito: "Pan del cielo les dio a comer." (Juan 6:31).
Esta cita introduce directamente la doctrina del capítulo. Cristo era el pan. No era una cuestión de mostrar una señal
a los hombres; Él mismo era la señal de la intervención de Dios en gracia, en Su Persona como Hijo del Hombre descendido a
la tierra, y no como Profeta, o Mesías, o Rey. «Mi Padre os da el verdadero pan que viene del cielo». El Padre - siempre es
Él cuando se trata de gracia activa - les daba el pan de Dios. El pan verdadero, en su naturaleza, es Aquel que descendió
del cielo, y da vida al mundo. Esto sale completamente del Judaísmo: es el Padre, el Hijo del Hombre, Aquel que desciende
del cielo, y que Dios da por la vida del mundo; no es Jehová cumpliendo las promesas hechas a Israel mediante la venida del
Hijo de David, aunque Jesús, de hecho, era esto. Al igual que la pobre mujer Samaritana - pero impelidos aquí por una vaga
necesidad del alma, ellos piden que el Señor les haga partícipes de este pan de Dios que da vida. Esto brinda la ocasión para
el pleno desarrollo de la enseñanza de Jesús. "Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en
mí cree, no tendrá sed jamás." (v. 35). «Si quieren tener para siempre pan que es verdadero alimento, vengan a Mi; nunca tendrán
hambre.» "Mas", el Señor añade (pues ese era el estado de Israel, considerado siempre así en Juan), "aunque me habéis visto,
no creéis." (v. 36). «Si se tratara de ustedes, y de su responsabilidad, todo está perdido: el pan de vida les ha sido presentado,
y ustedes no quieren comer de él, no quieren venir a Mí para tener vida; pero el Padre tiene consejos de gracia, Él no permitirá
que todos ustedes perezcan.» "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí" (v. 37); pues la gracia, soberana y segura en sus efectos,
es enseñada claramente en este Evangelio: «puesto que es el Padre quien me lo ha dado, yo nunca echaré al que a Mi viene,
por muy perverso que pueda haber sido, o enemigo insolente de mí. El Padre me lo ha dado, y no he venido para hacer Mi voluntad,
sino la voluntad de Aquel que me ha enviado.» Que humilde lugar toma aquí el Señor, ¡aunque todo fue consumado a expensas
de Él! Él se hizo siervo, y Él cumple la voluntad de otro solamente, la voluntad de Aquel que le envió (v. 38).
Esta voluntad nos es presentada ahora en un doble aspecto, y en una manera muy sorprendente: "Y esta es la voluntad
del que me envió: que de todo lo que El me ha dado yo no pierda nada." (v. 39 - LBLA). La salvación de ellos está asegurada
por la voluntad del Padre, cuyo cumplimiento nada puede impedir. Pero es en otro mundo donde la bendición tendrá lugar. Ya
no es aquí un asunto de Israel y del Mesías, sino de la resurrección en el día postrero (el día final). La expresión "en el
día postrero", que encontramos cuatro veces en esta parte del capítulo designa el día final de la dispensación legal en que
el Mesías había de venir, y vendrá.
El curso de estas dispensaciones ha sido interrumpido por el rechazo del Mesías cuando vino, lo que ha dado lugar a
la introducción de cosas celestiales, las que son introducidas en forma de paréntesis entre la muerte del Mesías y el fin
de las semanas de Daniel. Aquellos que el Padre da a Jesús gozarán como resucitados, la bendición celestial que el amor del
Padre les guarda, y que la obra del Hijo les asegura. Ninguno de ellos se perderá: todos serán resucitados por el poder del
Señor. Tales son los infalibles consejos de Dios.
Es también la voluntad del Padre que todo aquel que ve al Hijo, y cree en Él, tiene vida eterna: y el Señor le resucitará
en el día postrero (v. 40). El Hijo es presentado a todos, para que puedan creer en Él, y todo aquel que cree tiene vida eterna.
Aquí, nuevamente, no se trata del Mesías y de las promesas, sino de ver al Hijo, y de creer en Él, de vida eterna y resurrección.
Antes, era el consejo del Padre que no podía fallar; aquí, es la presentación del Hijo de Dios como el objeto de la fe; si,
a través de la humillación del Señor, uno viera al Hijo, y creyera en Él, uno tendría vida eterna, y el resultado sería el
mismo. En el primer caso es un asunto de los consejos del Padre y de Sus hechos, así como de los de Jesús resucitándolos:
el Padre los da, Jesús los resucita, ninguno de ellos se pierde. Después, tenemos la presentación del Hijo en conexión con
la responsabilidad del hombre: si un hombre creyera, tendría vida eterna, y resucitaría. Estos son los dos aspectos, reunidos,
en que estas dos verdades son presentadas.
Los Judíos murmuran porque el Señor dijo que Él había descendido del cielo. Ellos vieron el Hijo, y no creyeron en
Él: le conocían según la carne; Él era, para ellos, el hijo de José. El Señor, entonces, insiste en el hecho de que nadie
puede venir a Él a menos que el Padre le traiga; Él insiste sobre la necesidad de gracia para poder venir, no que cada uno
no era libre, como dice la gente, de venir, pues todo aquel que vea al Señor, y crea en Él, ha de tener vida eterna; pero
Él muestra que la mente carnal es enemistad contra Dios. Está la ceguera del pecado, de la carne, y el odio a Dios, hasta
donde Él se revela; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios; así que se necesita el poder de la gracia para disponer
el corazón para recibir a Cristo. Ahora, cuando el Padre trae alguno a Jesús, es mediante gracia eficaz en el corazón: los
ojos son abiertos, uno pasa de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; uno pasa a una salvación asegurada por
Cristo, quien resucitará a un alma tal en el día postrero. Es la revelación de Jesús al alma por la gracia del Padre: el alma
ve al Hijo, recibe vida eterna, nunca se perderá, sino que será resucitada en el día postrero. Es importante observar que
el que es traído por el Padre nunca se perderá, y que en el día postrero él tendrá su parte con los redimidos en un mundo
enteramente nuevo, en un estado enteramente nuevo. Un alma semejante es enseñada por Dios a reconocer al Hijo; el Padre le
ha hablado; ella ha aprendido de Él; viene a Cristo, y es salvada; no que alguien haya visto al Padre, excepto Cristo mismo.
Cristo le ha revelado, y el que creyó en Cristo tuvo vida eterna (v. 47). ¡Certeza solemne, pero preciosa! La vida eterna
ha descendido del cielo en la Persona del Hijo, y el que cree en Él, la posee, conforme a la gracia eficaz del Padre, quien
le trae a Cristo, y conforme a la salvación perfecta que Cristo ha consumado: su fe echa mano, en cuanto a la vida, del Hijo
de Dios, quien manifestará Su poder después, resucitando a los redimidos de entre los muertos.
Vemos que, como en el capítulo 5, Cristo nos es presentado como un poder que da vida, Él es presentado aquí como el
objeto de la fe, y eso en Su humillación,
como descendido del cielo, y hecho morir. No se trata del Mesías prometido. Se trata de Cristo descendido del cielo para salvar
a los que creen. Su reingreso al cielo es mencionado al final del capítulo como testimonio, con el título, "¿Pues qué, si
viereis al Hijo del hombre subir a donde antes
estaba?" (Juan 6:62 - VM).
Como hemos visto, la multitud, bajo la dirección oculta de Dios, había aludido al maná, pidiendo al Señor alguna señal
similar. Jesús les había dicho (¡una respuesta conmovedora!): «Yo soy la señal de la salvación de Dios, y de la vida eterna
enviada al mundo; Yo soy el maná, el pan verdadero, que el Padre, Dios actuando en gracia, les da»: "el que a mí viene, nunca
tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás." (v. 35). Yo rememoro todo esto, aunque ya hemos hablado de los versículos
que siguen, para reunir lo que se dice acerca del pan, y paso ahora directamente al versículo 48. "Yo soy el pan de vida.
Vuestros
padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no
muera. . . si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre." Aquí se trata de Cristo descendido del cielo, la encarnación,
poniendo aparte toda idea de promesa; es el hecho grande y poderoso, de que, en la Persona de Jesús, la gente vio a Aquel
que había descendido del cielo, el Hijo de Dios hecho Hombre, como vemos en el primer capítulo de la Primera Epístola de Juan:
"Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon
nuestras manos tocante al Verbo de vida . . . (. . . la vida eterna, la cual
estaba con el Padre, y se nos manifestó)." (1 Juan 1: 1, 2). Fue en cuanto a Su Persona, no todavía en cuanto a nuestra entrada
en esta vida, el principio del nuevo orden de cosas. Nacido de mujer, de modo que, conforme a la carne, Él estaba conectado
con la raza humana, Hijo del Hombre, pero, con todo, descendido del cielo, uno con el Padre, para que pudiéramos tener parte
en esta vida, para que pudiéramos ser de este nuevo orden de cosas, era necesario que Él muriese; de otra manera Él permanecía
solo. Pero Él había tomado esta carne; Él había sido hecho un poco menor que los ángeles a causa del padecimiento de la muerte,
habiendo tomado esta carne, que Él iba a dar por la vida del mundo.
El primer gran punto, entonces, fue la encarnación, Cristo descendido del cielo, el Verbo hecho carne - la vida en
Él - y a dar vida eterna a aquel que comiera de Él. El segundo punto es, que Cristo dio su carne por la vida del mundo. Él
debe morir, debe finalizar, mediante la muerte, toda relación con el mundo y la raza humana perdida; y comenzar un nuevo linaje,
de los cuales Él no se avergonzaría de llamarlos hermanos, porque el que santifica y los que son santificados, de uno son
todos; luego, habiendo sido consumada la redención*, Él los introduciría, resucitados, en la gloria de la familia del Padre,
según los consejos de ese Padre que se los había dado. Esto detiene a los Judíos: «¿Cómo podría ser comida la carne de este
Hombre?» Pero Jesús no se preocupa por ellos. Él es, conocido así, la vida eterna. Ya no era un asunto de conformar a los
Judíos, sino de dar salvación y vida eterna al mundo por la fe en Él, quien había venido del cielo para esto, y de presentar
al Padre a aquellos que el Padre le había dado, tal como el Padre los tendría en Su amor, y en Sus consejos, conforme a Su
naturaleza, si ellos iban a estar en Su presencia. Si ellos no comían Su carne, y bebían Su sangre, no tenían vida. En ellos
no había nada para ese mundo nuevo de gloria, esa raza bendita. Para eso, era necesario que una vida celestial descendiera
del cielo, y fuera comunicada a las almas, y eso en un Hombre; era necesario que este Hombre muriese, y terminara toda relación
con la raza caída, y que, resucitado, comenzara una raza nueva,** que poseyera la vida divina (por cuanto ellos se habían
apropiado de Cristo por gracia), y que fuera resucitada por el poder del Salvador, cuando llegara el momento, "en el día postrero."
{* Este no es nuestro asunto aquí.}
{** Yo no dudo que los santos del Antiguo Testamento fueron vivificados; pero nosotros estamos
hablando aquí de la obra sobre la cual su bendición, así como también la nuestra, estaba fundamentada.}
Esta obra está consumada. Ahora bien, no es de su eficacia para redimir nuestras almas de lo que nosotros estamos hablando
en este momento, ni tampoco del perdón que gozamos en virtud de su consumación, por preciosas que puedan ser estas verdades,
sino de la conexión que hay entre estos acontecimientos divinos y la posesión de vida, en virtud de lo cual nosotros tenemos
parte en esta redención y en este perdón, con todas las consecuencias que emanan de ellos. Cristo es recibido en Su encarnación;
pero, aunque la encarnación precedió necesariamente, históricamente, a la muerte del Salvador, yo no creo que uno pueda comprender
el significado de esta vida de humillación, a menos que uno entre primero en el significado de Su muerte. Personalmente, la
cosa nueva, tal como ya hemos dicho, fue presentada en Su Persona - un Hombre, Dios manifestado en carne, pero Aquel en quien
estaba la vida, Aquel que era esta vida eterna que había estado con el Padre, y que ahora era manifestada a los discípulos.
Pero, en este estado, el grano de trigo permanecía solo, por muy productivo que pudiera ser; para introducir a aquellos que
Dios le dio a la posición del postrer Adán, del segundo Hombre, era necesario que Él muriese, que Él entregara Su vida en
este mundo, para volver a tomarla en el estado de resurrección, más allá del pecado, la muerte, el poder de Satanás, y el
juicio de Dios, después de haber pasado a través de todas estas cosas, y de haber tomado nuevamente Su vida de Hombre, pero
en un cuerpo espiritual y glorificado. Ahora bien, Su muerte fue, moralmente, el fin del hombre expulsado del paraíso; Su
resurrección, fue el principio de un nuevo estado del hombre, según los consejos de Dios. Ahora bien, el hombre en Adán no
tenía vida en sí mismo; no tenía la vida de Dios, y, para tenerla, él debe entender y recibir no solamente la encarnación,
o un Mesías prometido, sino el juicio sobre el primer hombre, llevado por la muerte de Cristo; él debe entrar, en cuanto a
sí mismo, en la convicción, la comprensión de este estado manifestado de este modo, aunque en gracia, en la muerte del Salvador.
Aquel que se apropió la muerte de Cristo, aceptó este juicio con respecto a él mismo, cuando el pecado (no los pecados) fue
condenado en otro. El pecado en la carne, el cual es enemistad contra Dios, ha sido condenado para nosotros. Recibiendo por
fe la muerte de Cristo como la condenación absoluta de lo que yo soy, yo tengo parte en la eficacia de lo que Él ha hecho:
el pecado ha estado delante de Dios, y ha desaparecido de delante de Sus ojos en la muerte de Cristo, quien, no obstante,
no conoció pecado. Yo me digo a mí mismo, «Ese soy yo. Yo lo como; yo me coloco allí por la operación del Espíritu de Dios,
no que yo crea que es por mí personalmente, sino que yo reconozco lo que Su muerte significó, y me coloco en ella por la fe
en Él. Allí, donde yo estaba, espiritualmente en muerte, por el pecado y la desobediencia, Cristo entró en gracia y por la
obediencia, para la gloria de Su Padre, para que Dios pudiera ser glorificado. Yo reconozco mi estado en Su muerte, pero según
la perfecta gracia de Dios, según la cual Él tomó mi lugar allí; pues es en esto que nosotros conocemos el amor, que Él puso
Su vida por nosotros.» Ahora bien, si "uno solo murió por todos; luego en él todos murieron." (2 Corintios 5:14 - VM).
Mediante la fe y el arrepentimiento yo me reconozco allí, y tengo vida eterna. Ahora yo puedo seguir a Jesús a través de Su
vida completa, incluso el hecho de haber sido Él un Hombre aquí abajo, y me puedo alimentar de este pan de vida, en toda Su
paciencia, Su gracia, Su benignidad, Su amor, Su pureza, Su obediencia, Su humildad - en toda esa perfección de cada día,
y a través de todo el día, que terminó sólo en la cruz, donde todo fue consumado. «El que me come vivirá para siempre.» Yo
tengo vida eterna, y Jesús me resucitará en el día postrero.
Tenemos aún algunos puntos que notar en este capítulo.
El verbo, 'comer', es empleado en el capítulo en dos tiempos distintos. El que ha comido, tiene vida eterna; el que,
por gracia, ha tomado su lugar en la muerte de Cristo, fuera de toda promesa, de todo derecho de cualquier clase, siente que
depende de la gracia soberana que ha colocado a Cristo allí, y cree en ello. El que habrá comido de este pan, vivirá para
siempre. Pero en los versículos 54 y 56 tenemos el carácter del hombre, y su 'comer' como una cosa presente. Dos cosas son
la consecuencia de ello: primero, él tiene vida eterna, y será resucitado; en segundo lugar, el que se alimenta de este pan,
permanece en Jesús y Jesús en él: antes que nada, una bendición general, con salvación presente y por venir; luego comunión,
y la presencia permanente de Jesús con nosotros, e incluso en nosotros. Pues como el Padre, quien tiene vida en Sí mismo,
envió a Jesús, y Jesús vivió por Él, tan inseparable de Él, así el que come a Cristo vivirá, debido a la vida que está en
Cristo. "Porque yo vivo, vosotros también viviréis." (Juan 14:19). Es una unión en vida, por gracia, con Jesús: la vida en
nosotros es inseparable de Él; nosotros vivimos porque Él vive. Él es nuestra vida. Así como Él es inseparable del Padre,
e incluso como Hombre aquí abajo, viviendo debido a la vida que estaba en el Padre, esta vida en Él no podía separarse del
Padre, y nuestra vida no debería separarse de Jesús. Ese es el pan que descendió del cielo, para que uno pueda comer de él,
y no morir.
Podemos observar, también, que el pasaje delante de nosotros incluye más de un único discurso. El comienzo hace referencia
al momento cuando la multitud encuentra nuevamente al Señor después que Él hubo cruzado el mar, mientras que la última parte
fue pronunciada en la sinagoga en Capernaúm (v. 59). Los Judíos se escandalizaron al oír, tomando literalmente lo que Él dijo,
y pensando que Jesús quería que ellos comieran Su carne; incluso muchos de Sus discípulos dijeron, "Dura es esta palabra;
¿quién la puede oír?" (v. 60). El Señor apela al hecho de que Él iba a ascender a donde Él estaba antes. Él no era un Mesías
terrenal, sino un Salvador celestial, venido del cielo a este mundo, descendido a este mundo, para cumplir lo que era necesario
para hacernos ascender allí, para dar vida eterna al hombre, y para resucitarle cuando llegue el momento, para darle una parte
en el segundo Hombre, en el Hombre y en el mundo de los consejos y la gracia de Dios, una parte eterna en Su favor, por la
redención, conforme a Sus consejos en gracia. No era una sucesión de dispensaciones, un Mesías venido en gloria a terminar
con ellas, un Hijo de David conforme a las promesas; sino que es Él (y eso como una cosa presente) quien descendió del cielo
a comunicar vida eterna, y a colocar al creyente en el cielo, en cuanto al estado de su alma, y finalmente, en cuanto a su
cuerpo, apto para la luz y la gloria divinas. Pero para tener parte en esto, uno debe ver a Aquel que descendió, no sólo en
humillación, como el pan descendido del cielo, sino como quien ha sido rechazado, tal como Él lo fue, por el hombre, para
entrar en la presencia de Dios, conforme al verdadero estado de la humanidad que era enemistad contra Dios - pasando a través
de la muerte y del juicio, cuando Él fue hecho pecado por nosotros - y recomenzando Su vida como Hombre en un estado enteramente
nuevo, más allá de la muerte y el juicio. Siendo imposible toda relación de Dios con el primer hombre, excepto mediante la
cruz, donde Cristo en gracia, hecho un Substituto por el pecador creyente, se encontró con Dios; el hombre, muerto en delitos
y pecados, tiene que conocerle en este carácter, reconociendo allí su propio estado; es decir, en Cristo muerto, hecho pecado,
y el pecado condenado en Él. Pero el creyente, en el hecho de que él murió al identificarse de esta manera con Cristo, como
con Aquel que fue hecho aquello que el hombre es realmente, y quien soportó la penalidad de ello - en este hecho, el creyente,
yo digo, está muerto para el pecado, aquel que antes estaba muerto en sus delitos y pecados, porque él se ha conocido a sí
mismo allí donde Cristo murió al pecado. Cristo murió allí en gracia, como pecado condenado delante de Dios; y el pecador
se dice a sí mismo, «Eso realmente soy yo; yo soy eso en la carne; y ahora, habiéndose ofrecido Cristo por eso, Dios le ha
hecho por nosotros pecado; pero Cristo, al morir, ha terminado con el pecado, y por consiguiente yo he terminado con él también.»
No existe, entonces, ninguna relación entre Dios y la raza del primer Adán: la muerte de Jesús ha hecho evidente este hecho,
cuando Dios había tratado todo, incluso hasta dar a Su hijo. Dios ha terminado con toda esta raza del primer hombre en la
cruz; y en cuanto a mí, yo he terminado con el pecado, el cual era la base de todo esto. ¡Oh, cuán maravillosos y perfectos
son los caminos de Dios, plenos de gracia infinita!
Vuelvo a recordar también que aquí no es un asunto de nuestra posición celestial presente; Juan, tal como hemos dicho
en otra parte, casi nunca habla de ella. Cristo resucitará al creyente en el día postrero. Él habla de Su propia ascensión
para completar la verdad: venido del cielo, Él regresará allí; pero Él no nos asocia con Él en el cielo como un fruto presente
de Su obra. Para nosotros, Él pasa de Su ascensión a la resurrección de nuestros cuerpos.
Una observación más. Yo he hablado de la encarnación y de la muerte; y, en cuanto a lo que se alcanza aquí, es el conocimiento
de estas cosas lo que nos da claridad, y que nos libera. Pero el Señor dice, en los versículos 40, 47, que Él ha venido, para
que todo aquel que cree en Él tenga vida
eterna, y que el que cree en Él tiene
vida eterna; así que todo aquel que realmente ve al Hijo de Dios en el despreciado Hombre de Nazaret, tiene vida eterna. El
Señor, sin embargo, no oculta el significado de este hecho; Su rechazo, Su muerte, no podía ser sino la consecuencia de Su presentación a un mundo como en el que nosotros vivimos, y del cual somos según
la carne; es importante que lo sepamos.
Al responder a los Judíos, ofendidos por el hecho de Su ascensión, Jesús añade, que es el Espíritu Santo el que da
vida - la carne para nada aprovecha - que Él no habló como si ellos tuvieran que comer de Su carne en un sentido material.
Las palabras que Él les habló eran «espíritu y vida». Las cosas espirituales eran comunicadas por la Palabra; y era por el
poder y por la acción del Espíritu que ellas se volvían realidad, y realidades vivientes, en el alma, una parte real de nuestro
ser. Pero el Señor sabía bien que había, incluso entre quienes le seguían como Sus discípulos, personas que no creían, y Él
se los dijo; Él sabía bien, también, quien era el que le traicionaría. Estas eran las ramas que tenían que ser cortadas, y
que lo han sido. Jesús tuvo que andar en medio de quienes Él sabía que no tenían raíz, de quienes Él sabía incluso que le
traicionarían, y añade: "Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre." (v. 65). Desde
entonces muchos de Sus discípulos le dejaron, y ya no andaban con Él.
Es sorprendente ver cómo el Señor toleraría lo que era verdadero, divino, permanente, y nada más. Lo que había conducido
a muchos a seguirle no fue hipocresía; hubo, sin duda, hipócritas, pero muchos habían venido bajo la influencia de una impresión
pasajera, que se disipaba en presencia de las dificultades del camino, y ante la piedra de tropiezo que se hallaba en la verdad,
o más bien en los prejuicios que la verdad ofendía. Jesús, por consiguiente, dice a los doce, "¿Queréis acaso iros también
vosotros?" Simón Pedro, siempre dispuesto a adelantarse, incitado por un cordial afecto, pero lleno de un ardor que algunas
veces le traicionaba, y le involucraba en una senda fuera de la cual no podía tomarle con una conciencia no contaminada, llega
a ser esta vez, felizmente, el vocero de todos para expresar fe verdadera. Había en él - en todos ellos - (sin hablar de Judas),
una necesidad real, a la que sólo Jesús respondía. Esto es muy importante. No parece, en absoluto, que Pedro había entendido
lo que Jesús había dicho: él no sabía cómo aceptar los sufrimientos de su Maestro, quien le llamó Satanás en esa ocasión cuando
la carne mostró la supremacía que ejercía sobre él. Con todo, la raíz estaba allí con Pedro; la necesidad de poseer vida eterna
fue despertada en él; él era consciente de que esta vida sólo se iba a hallar en Cristo, y que Él era el Enviado de Dios,
venido de Dios; Jesús poseía las palabras de vida eterna. Cualquiera que fuera la falta de claridad que había en las opiniones
de Pedro, él pensó en la vida eterna, con la necesidad de poseerla él mismo; él creyó y conoció que Cristo tenía las palabras
que la revelaban, y, por gracia, la comunicaban, y que Él era el Santo de Dios, Aquel que el Padre había santificado, y enviado
al mundo. Hubo allí fe verdadera, así como las necesidades que Dios produce. No hubo conocimiento de las profundas verdades
que Cristo estaba enseñando, ni de las personas por quienes Pedro respondió cuando él dijo, "iremos"; pero las necesidades
del alma estaban allí, así como fe en las palabras y en la Persona de Cristo. Así, a través de muchas caídas, Pedro fue guardado
para demostrar ser fiel al Salvador hasta el fin, y el Señor le confió las ovejas y los corderos que Él amaba - el ministerio
del apóstol entre los Judíos - y también le concedió ser el primero que traería a un Gentil. Es interesante ver que si faltara
el conocimiento de las verdades enseñadas en este capítulo, si hubiera fe verdadera en las palabras y en la Persona de Jesús,
como enviado de Dios (no meramente como un profeta que habló lo que Dios le dio para hablar, sino como siendo personalmente
el Santo de Dios, quien tenía palabras
de vida eterna), uno poseería esta vida eterna, uno poseería todo.
CAPÍTULO
7
Los capítulos quinto y sexto, que hemos recién terminado de considerar, contienen la doctrina de la Persona de Cristo:
el capítulo quinto le presenta como el Hijo de Dios dador de vida, el capítulo sexto, como el Hijo del Hombre descendido del
cielo, muriendo por los hombres, y así como objeto de la fe.
En el capítulo cuarto Jesús había dejado Judea para ir a Galilea: fue allí donde Él se quedó, y se presentó al pueblo;
Él no andaría más en Judea, porque los Judíos procuraban matarle. La circunstancia de este odio especial fue que Él había
sanado al paralítico en el día de reposo (sábado), y que Él se presentaba como Hijo de Dios, haciéndose igual a Dios. El primero
de esos actos ponía aparte el sistema Judío - no sólo según la ley, sino en aquello que era el sello del pacto, y la señal
de la parte que los Judíos tenían en el reposo de Dios; el segundo fue la introducción, en Su persona, de un sistema enteramente
nuevo: más adelante, la curación del hombre nacido ciego excitó la rabia de ellos, como veremos, si Dios así lo quiere. Sólo
un pequeño remanente se une a Él, con una fe verdadera, aunque ignorante, recibiendo solamente lo que era necesario para tener
salvación, a saber, Cristo y Sus palabras, como Él se presentó a ellos; pero, repito, por medio de una fe verdadera dada por
Dios.
Hallamos ahora, por consiguiente, en el capítulo séptimo, al Señor rehusando manifestarse al mundo, la incredulidad
de Sus hermanos, y la declaración de que no había llegado aún el tiempo para que Él celebrara la fiesta de los tabernáculos.
Pero esto necesita alguna elaboración.
Había tres grandes fiestas de los Judíos: todo varón que había llegado a ser un hombre adulto tenía que ir a Jerusalén
a celebrarlas; estas eran, la Pascua, Pentecostés, y la Fiesta de los Tabernáculos. El antitipo de la Pascua se halla en la
cruz; el de Pentecostés, en el descenso del Espíritu Santo; pero el antitipo de la Fiestas de los Tabernáculos aún está faltando:
ningún acontecimiento responde a ella. No obstante, las ordenanzas establecidas para esta fiesta arrojan luz sobre lo que
debería ser su antitipo. La Fiesta de los Tabernáculos deriva su nombre del hecho que los Israelitas, una vez entrados en
la tierra de Canaán, tenían que vivir, según la ley, durante ocho días en cabañas, hechas de ramas de árboles, dando testimonio
así de que ellos habían sido peregrinos en el desierto, pero que Dios, en Su fidelidad, los había traído a la tierra prometida.
Además, esta fiesta era celebrada después de la cosecha, y después de la vendimia, dos acontecimientos empleados por todas
partes en la Escritura como figuras del juicio: la cosecha, del juicio que separa a los buenos de los malos en la tierra;
la vendimia, de la extensión de la venganza sobre los enemigos, cuando Cristo pisará el lagar. El cumplimiento de esta fiesta
tendrá lugar cuando Israel ya no estará disperso, sino que gozará el resultado de las promesas que Dios les ha hecho, después
del juicio que separará la cizaña del buen grano, y después que la venganza sea
ejecutada, el lagar de Dios sea pisado, según Isaías 63, por el propio Señor.
Ahora bien, el tiempo para estas cosas aún no había llegado cuando Cristo estuvo en la tierra; era necesario para su
cumplimiento que Él fuera manifestado en gloria. Dar vida como Hijo de Dios es algo que Él pudo hacer; sufrir como Hijo del
Hombre, fue lo que Él tuvo ante sí; pero manifestarse Él al mundo, para cumplir en poder todas las promesas hechas a Israel,
después de haber juzgado y destruido a sus enemigos, para eso el tiempo no había llegado aún. Lo que Él iba a hacer, pero
después de Su rechazo y muerte aquí abajo, era, habiendo sido glorificado, dar Su Espíritu a los creyentes (v. 37-39). Él
era el pan descendido del cielo; pronto iba a morir y a derramar Su sangre; pero si se trataba de juzgar, de cumplir las promesas
aquí abajo, y de manifestarse al mundo, ello sólo podía suceder más adelante, cuando Él hubiera tomado Su gran poder, y actuara
como un Rey, Entretanto, habiendo ascendido a lo alto, Él iba a dar Su Espíritu, hasta que Él volviera.
Tal es la enseñanza de este capítulo y vamos a considerar algunos detalles de su contenido. Los tiempos son de Dios,
así como los hechos. Para Jesús no era entonces el tiempo de manifestarse al mundo, ni de observar la Fiesta de los Tabernáculos.
Todo tiempo es apropiado para los que están en el mundo para sacar provecho por medio de lo que es mundano. Ellos son del
mundo, y flotan con su corriente. El mundo no los aborrece: allí, donde está el testimonio de Dios, este es el objeto de su
odio. Una mente recta puede ser golpeada por el testimonio que Dios rinde a la verdad, pero no hay en esto motivo suficiente
para romper con quienes desean oposición, y es esto lo que los inteligentes líderes del mal desean siempre. Además, en el
mundo hay opiniones a favor o en contra de una cosa, no hay una convicción de corazón y conciencia, y así una necesidad para
uno mismo: es allí donde el alma se encuentra con Dios, y afronta el mundo (cap. 6:68).
El Señor no sube a la fiesta, pero cuando Sus hermanos habían subido, entonces Él sube también, y enseñaba en el templo
(v. 9, 10).
Observemos, de paso, que nosotros no debemos confundir la gente (la multitud) y los Judíos. La gente (la multitud)
estaba compuesta por Galileos y otros, quienes habían venido a tomar parte en la fiesta; los Judíos eran los de Jerusalén
mismo, o al menos de sus alrededores. De esta manera, en el versículo 20, la gente (la multitud) no sabía que ellos querían
matar a Jesús; los de Jerusalén, al contrario, sabían bien que ellos estaban complotando allí contra Él (v. 25).
Los Judíos, acostumbrados a oír a los rabinos, estaban sorprendidos de que Jesús, un Hombre no instruido desde el punto
de vista de ellos, pudiera enseñar tal como Él lo hacía. Su doctrina era del Padre, no humana. El medio para entenderla era
un estado de alma que respondiera a una misión semejante; el deseo de hacer la voluntad del Padre reconocería la palabra que
venía de Él (v. 14-17). El estado moral del alma, el ojo sencillo (el ojo bueno), es el medio de recibir, de discernir inteligentemente,
la doctrina que viene del Padre; la conciencia se abre, el corazón está lo suficientemente listo para recibir la verdad. Muchas
cosas en la enseñanza pueden ir más allá del conocimiento poseído por un alma semejante; pero la enseñanza responde a su necesidad;
le lleva a esta alma la impronta de verdad, de santidad; adecuada a Dios; no hay egoísmo; se busca el bien de las almas, la
conciencia es auscultada, no obstante, tratando en gracia. Ahora bien, hay una conciencia en todos los hombres; y aquí se
supone que existe el deseo de obedecer. Un hombre tal discierne lo que es de Dios, cuando Dios habla. No es el razonar lo
que convence a la mente: razonar nunca convence a la voluntad; pero, estando allí el deseo, es Dios quien se adapta en Su
enseñanza a las necesidades y al corazón del hombre. Aquí se trata de la verdad, de las palabras de Dios mismo. Pero entre
los Judíos, y en la mayoría de la gente (de la multitud), todo era confusión. Sin escrúpulos en cuanto a circuncidar, y de
esta forma en cuanto a violar el día de reposo (sábado) trabajando, el poder divino que sanó mediante una palabra no ejerció
influencia alguna sobre ellos, excepto la de producir en ellos el deseo de enviar a la muerte a Aquel que había manifestado
esta demostración de la bondad y del poder de Dios, cuyos derechos iban incluso más allá del día de reposo (sábado). Esta
confusión entre los incrédulos es impresionante. Quienes venían desde lejos se mofaban del pensamiento de que algunos querían
matar a Jesús: los de Jerusalén, que deseaban matarle, a causa del milagro que Él había hecho, estaban asombrados de que Él
hablara así libremente, y se preguntaban entonces si los gobernantes le habían reconocido como el verdadero Cristo; sin embargo,
ellos dijeron, "cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es." (v. 27 - RVR1977). Además, ellos procuraban prenderle; pero,
el evangelista dice, "pero ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora." (v. 30). Los caminos de Dios son seguros.
No obstante, muchos creyeron en Él (v. 31). Los Fariseos oyeron a la gente que murmuraba de Él estas cosas, y enviaron
alguaciles para que le prendiesen. Estos hallaron a Jesús ocupado enseñando a la multitud. Allí, también, hubo la misma incertidumbre:
algunos dijeron que Él era el profeta, otros, que Él era el Cristo; pero otros objetaron que el Cristo no podía venir de Galilea,
sino que Él vendría del linaje de David, y de la aldea de Belén, sin darse el trabajo de determinar el hecho. Algunos habrían
deseado prenderle, pero ninguno le echó mano, y los alguaciles regresan bajo la influencia de Sus palabras: "¡Jamás habló
hombre alguno como este hombre habla!" (v. 46 - VM). Los Fariseos y los gobernantes no titubearon: procuraron matarle. Ellos
se dispersan, disgustados. Este es el retrato del corazón del hombre en presencia de la verdad; el pensamiento formado de
los líderes religiosos, la confusión y la incertidumbre en la mente de las masas, que vacilan entre los prejuicios y el poder
de la Palabra de Dios. La fe no estaba en los unos, ni en los otros. En cuanto a Jesús, "aún no había llegado su hora" (v.
30); Su hora, observen, es la hora cuando Él se entregó a Sí mismo en la cruz por nuestras transgresiones.
Regresemos ahora a la enseñanza del Señor, y a Su posición en relación al pueblo, de quien Él estaba, en un cierto
sentido, ya separado, al rehusar subir a la fiesta, mientras continúa enseñándoles en gracia.
Algunos detalles de la enseñanza del Salvador trazan Su posición, antes de que Él hable de la promesa del Espíritu
Sano, y después de la discusión que tuvo lugar acerca del deseo de matarle, cuando ellos hicieron la observación de que no
sabrían de dónde vendría el Cristo. Jesús declara formalmente que ellos sabían de dónde Él venía, pero que no conocían al
Padre que le había enviado (v. 28). ¡Terrible acusación! La prueba estaba allí en la conciencia de ellos: no habrían deseado,
como lo hicieron, deshacerse de Él, si ellos no hubiesen tenido el conocimiento interno de que Él venía de Dios. Las pruebas
estaban allí: el testimonio en su conciencia. La multitud (v. 25-27) parece haber tenido la misma convicción en lo principal,
aunque se excusaron por el hecho de que ellos sabían de donde Él era; a lo que el Señor responde, pero en palabras, el significado
de lo que iba más allá de la aplicación que la multitud, enseñada por la tradición, podía hacerse del carácter del Mesías.
"A mí me conocéis, y sabéis de dónde soy." (v. 28). Terrible testimonio, cuya verdad vemos en las palabras de Nicodemo que
se nos relatan, y que, aunque ellas no van tan lejos, atestiguan la convicción que los milagros de Jesús estaban produciendo
en los corazones. Era la voluntad de ellos lo que se oponía a esta condición, y si Pilato pudo discernir la superficie de
sus motivos (ellos le habían entregado por envidia), él no pudo comprender un odio contra Dios que decidió matar a Lázaro
(Juan 12:10), más bien que permitirle al pueblo creer en la venida en gracia del Dios que tan a menudo había deseado juntarlos
debajo de Sus alas. Ellos disputaban confusamente sobre el Mesías, y el Dios de ellos estaba allí en gracia, el Hijo enviado
por el Padre. Sus líderes sabían muy bien, en el fondo, que Aquel que estaba haciendo estos milagros, no los hacía por un
poder humano; ellos podían atribuirlos a Beelzebú, pero ciertamente no al hombre. El carácter de los milagros de Jesús, y
el poder que se manifestaba en ellos, confirmaban Sus palabras: estos mostraban la fuente de dónde procedían, y las palabras
y los milagros demostraron quién era Él, y de dónde Él venía. Pero ellos no tenían ningún conocimiento del Padre, de Aquel
de quien Jesús vino; ellos no eran de los que deseaban hacer Su voluntad, y procuraban cegar a los demás. La gente ignorante
hizo lo posible por conseguir, en la confusión, algunas convicciones pasajeras; sus líderes resistieron, con una convicción
inteligente de que Aquel que venía de Dios estaba allí, pero decidieron no recibirle. Todo esto es desarrollado más adelante,
y afirmado por el propio Señor (capítulo 15: 22-24).
Es importante, aunque doloroso, sacar a relucir claramente el estado de este pobre pueblo, ya sea en cuanto a sus líderes,
o en cuanto a la masa: la mente de los primeros decidida a rechazar a Jesús; la ceguera moral y, ¡cuán lamentable! obstinada
de la multitud. Jesús ya no tenía ningún lugar entre ellos como Mesías; Él debe tomar un lugar lejano, por otra parte importante
y excelente - el de Hombre a la diestra de Dios. Con todo, Él fue el Buen Pastor, y el portero le abrió; y, cumpliendo Su
voluntad, Él paso por los peligros, y Sus ovejas oyeron Su voz. Así fue en este momento; un gran número, "del pueblo, muchos
creyeron en él, y decían: ¿El Cristo cuándo viniere, hará más milagros que los que éste ha hecho?" (v. 31 - RVR1865). Entonces
los Fariseos envían alguaciles para prenderle, lo que se convierte en la ocasión de una conmovedora respuesta de Jesús, una
respuesta que presenta claramente la situación, "Por un poco más de tiempo estoy con vosotros;" Él dice, "después voy al que
me envió. Me buscaréis y no me hallaréis; y donde yo esté, vosotros no podéis ir." (v. 33, 34 - LBLA). «Ustedes no tienen
que darse prisa en buscarme, en deshacerse de Mí; me tendrán un poco más de tiempo, y luego todo terminará; ya no será una
cuestión acerca del Mesías; entonces me buscarán, pero no me hallarán. Y voy a Mi Padre; ustedes no tienen acceso allí. Todo
será cambiado; todo terminará en cuanto al Mesías; el Hijo, como Hombre, se irá a sentar a la diestra del Padre - ustedes
no podrán ir allí.»
Estas eran verdaderamente cosas con respecto a los Judíos, y con respecto a Jesús. La ceguera de los Judíos, y su soberbia
religiosa, eran tan grandes como su odio al Dios verdadero. Ellos no comprendieron nada de lo que el Salvador dijo, sólo sugiriendo
entre ellos que quizás Él iría a los que estaban dispersos entre los Gentiles, a enseñar a los Gentiles. La posición estaba
claramente definida.
Ahora bien, el Señor muestra quién vendría a tomar Su lugar, puesto que para Él la hora aún no había llegado para que
celebrase la Fiesta de los Tabernáculos, y para que se manifestase al mundo. Era el gran día de la fiesta, el último día,
pues la Fiesta de los Tabernáculos tenía un día más que las otras dos grandes fiestas, un octavo día, el cual era el gran
día de la fiesta. Este día comenzaba una nueva semana; el testimonio terrenal estaba completo, pero con este octavo día nosotros
vamos más allá de lo que estaba completo aquí abajo. Las otras dos fiestas tenían su día de reposo (sábado) en el séptimo
día; esta tenía su gran día, su fiesta solemne, después. Yo no dudo que esto, como un tipo, no era más que el comienzo de
la nueva semana de Dios, la que es celestial y eterna, ya que la resurrección de Jesús fue el primer día de la semana. Ahora,
el Señor da a ese día su verdadero significado. Ya no era un asunto del efecto de la presencia del Mesías, sino de Aquel que
había de ser el representante de un Salvador glorificado, rechazado en Su humillación. La manifestación de Jesús en gloria
aquí abajo no podía tener lugar ahora; pero Él podía dar a quienes creyeran en Él, rechazado así en la tierra, las arras de
la gloria celestial, y, por medio de esto, un gozo presente que desbordara en bendición, como testimonio de salvación y de
la gloria. En el gran día de la fiesta, un día llamado especialmente "solemne" (v. 37 - BJ), o «día de obligación », en el Antiguo Testamento,
Jesús se puso en pie, y alzó la voz: "Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí, como ha dicho la Escritura:
"De lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva." Pero El decía esto del Espíritu, que los que habían creído en El
habían de recibir." (v. 37-39 - LBLA).
Esta es la gran enseñanza del capítulo 7: El Espíritu Santo aquí abajo en los creyentes, a continuación de la glorificación
de Jesús como Hombre, en lugar de un Mesías terrenal, según las promesas de Dios. Rechazado como Mesías, Él toma Su lugar
como Hombre, conforme a los consejos eternos de Dios, en la gloria celestial, a la diestra de Dios, y eso según la justicia
de Dios, quien le ha glorificado con Él. Después de haber establecido toda la gloria de Dios en la cruz, y tomado este lugar
en la gloria como habiendo cumplido la redención, Él envió el Espíritu Santo, testigo de la gloria en que Él ha entrado, y
de la redención que Él ha cumplido. Poseer el Espíritu Santo es la posición Cristiana; no meramente nuevos deseos, sino la
plena respuesta de la gracia a estos deseos en la revelación de Cristo glorificado. Nosotros esperamos participación en esa
gloria, pero sabemos que es nuestra porción, y la consumación de la redención nos da el derecho de estar allí. Nosotros esperamos
el regreso de Jesús para entrar en ella, para que nuestro cuerpo sea transformado a semejanza de Su cuerpo glorioso; y el
amor que nos ha dado todo esto que ha pensado darnos, es derramado en nuestros corazones.
Hay algunos detalles que han de ser observados aquí. El Señor invita a los que tienen sed a venir a Él, y beber. Este
principio se ha de encontrar en Juan, aunque la gracia soberana, que da vida, está muy clara y positivamente anunciada en
el capítulo 5, y también el hecho, que, en realidad, sólo vienen aquellos que el Padre trae. Al atraer la atención del lector
sobre este punto, me gustaría sacar a relucir la importante diferencia que hay entre la obra que dispone el corazón y que
produce necesidades en el corazón o en la conciencia (o, como sucede a menudo, en uno y en la otra), y la respuesta a estas
necesidades en la Persona y obra del Señor Jesús. Este deseo puede producir una clase verdadera de piedad, pero nunca produce
paz, ni un estado de alma claramente Cristiano; para ello, son necesarios el conocimiento de la Persona y la obra de Jesús,
y la presencia del Espíritu Santo. Uno puede sentir que tiene necesidad de Él, e incluso que le ama, pero esta persona no
es todavía, en el verdadero sentido, "de él." (Romanos 8:9). Vean al hijo pródigo, antes y después de encontrarse con su padre
(Lucas 15: 11-32); y la pobre mujer que era una pecadora (Lucas 7: 36-50). Todo pertenece a un alma semejante, pero no lo
posee. El hijo pródigo no tenía aún el mejor vestido, y la pobre mujer no había oído aún la voz de Jesús diciéndole, "Tus
pecados te son perdonados", "ve en paz"; pero ella amó mucho. Así, de nuevo, el ladrón en la cruz muestra una fe notable,
pero es la respuesta del Salvador lo que le da la certeza de su felicidad presente, fundamentada en la obra de Cristo. Yo
hago notar estos casos, para que el lector pueda distinguir entre la palabra que atrae y despierta la conciencia, y la respuesta,
fundamentada en la obra, que le permite a uno gozar de perdón y de salvación.
Es bueno que también pongamos atención a las tres operaciones del Espíritu de Dios. En el capítulo 3 nosotros nacemos
del Espíritu; en el capítulo 4 es una fuente que salta para vida eterna. Aquí el nuevo hombre entra en el gozo de cosas que
no se ven, de cosas celestiales y eternas; cuando ellas llenan el corazón - cuando el corazón, bebiendo de lo que hay en Jesús,
se satisface. entonces estas cosas rebosan, y refrescan a las almas sedientas; los afectos celestiales se encuentran con las
almas, mostrando qué es lo que revive a un alma sin Dios, que gime, sin saber, quizás, qué es lo que hace falta, Las palabras
de Jesús eran verdaderamente algunas de esas aguas.
Las personas que no estaban armadas de antemano con una coraza de aversión y determinación, sintieron esto; y, sin
ningún milagro, bajo la influencia de las palabras de Jesús, decían en voz alta, "Verdaderamente éste es el profeta." (v.
40). Otros decían, pensando que Jesús era el Cristo, "¿De Galilea habrá de venir el Cristo?" (v, 41 - RVA). Pero el razonamiento
de la mente humana hace surgir dificultades, y cierra a otros corazones al poder de la palabra de Su boca. La gente está dividida,
y los alguaciles regresan, bajo la impresión que las palabras de Jesús habían producido, para producir la misma confusión
en las mentes de aquellos que, pretendiendo guiar a Israel, eras los más ciegos de todos. Nicodemo expresa un pensamiento
de equidad conforme a la propia ley de ellos. Ellos le atacan diciéndole que él también debía ser de Galilea. Los teólogos
del Sanedrín (Concilio) muestran su desprecio para con aquellos que, conforme a los profetas, eran la esfera de luz que Dios
enviaba a Israel, los pobres del rebaño; reclamando para Jerusalén y para ellos mismos la gloria de todo lo que Dios había
dado, ellos afirman que ningún profeta se había levantado de Galilea (v. 52). En realidad ello era falso; y entonces, nuevamente,
¿cómo habían tratado ellos a los profetas, de cualquier país que hubiesen sido? ¿Dónde estaba la ciudad que había matado a
los profetas, y que iba a matar a Aquel de quien todos los profetas habían hablado? Irritados ante su impotencia, siendo incapaces
de hacer algo que impidiese el testimonio de Jesús, ellos se dispersan, y cada uno se va a su casa. Aún no había llegado Su
hora.
CAPÍTULO
8
La historia que nos es presentada del Señor en este Evangelio de Juan para reemplazar a los Judíos, y la porción de
ellos en el Mesías, conforme a las promesas, finaliza con este capítulo 7, que recién hemos considerado. En el capítulo quinto
Jesús es Hijo de Dios, que da vida; en el sexto, es Hijo del Hombre en encarnación y en muerte, estando en consideración Su
regreso al cielo; luego, en el capítulo séptimo, no pudiendo mostrarse aún al mundo, pero, siendo glorificado, Él da el Espíritu
Santo a los creyentes, aquello que no podía suceder hasta después de que Él fuese glorificado; Él es rechazado, pero, como
hemos visto, Su tiempo aún no había llegado (Juan 7:6). En los dos capítulos que estamos entrando ahora, hallamos Su palabra
rechazada en el capítulo 8, y Su obra rechazada en el capítulo 9. Estos son los dos grandes testimonios personales que declaran
Su origen. (ver capítulo 15: 22-25). En el capítulo décimo Él declara que, no obstante, Él tendrá para Sí mismo a Sus ovejas,
a pesar de la obstinación de los líderes del pueblo. Los capítulos undécimo y duodécimo nos muestran, de una manera muy interesante,
el testimonio que el Padre rinde a Él como siendo el Hijo de Dios, Hijo de David, Hijo del Hombre, cuando el hombre le ha
rechazado. Luego, desde el capítulo decimotercero en adelante, vienen las cosas celestiales, y el don del Espíritu Santo,
ese otro Consolador, quien Le reemplazaría en la tierra.
(Vv. 1-11). Al principio de nuestro capítulo 8, la ley en manos del hombre, esgrimida contra la inmoralidad exterior,
pero sin rectitud, sin vida, sin gracia, es puesta, de una manera sorprendente, en contraste con la Palabra de Dios, que escudriña
los corazones, que vuelve la espada de la ley contra cada uno, y deja espacio a la gracia, no gracia vivificadora, o gracia
perdonadora, sino gracia que al menos no le da su fuerza a la ley para condenar; esa no era la misión del Salvador. El mundo
entero era puesto bajo condenación mediante la ley, si Dios la aplicaba; Dios no ha venido para esto; pero al demostrarles
que todos estaban condenados, sin excepción, sobre este terreno, la humanidad entera desaparece bajo la sentencia de la ley,
al menos la humanidad que toma la ley como un medio de justicia, y el terreno es despejado para introducir la luz de vida,
de Dios. La posición de la adúltera es solamente negativa; se trata de un caso bastante diferente de aquel de la mujer que
era pecadora, en Lucas 7: 36-50, donde la gracia plena que salva es establecida. Todos eran culpables, pero el Señor había
venido para alcanzar la conciencia de todos, no para aplicar la ley al culpable. Él no condena - solamente cada boca es tapada.
La conducta de estos hombres fue miserable; pecadores, al igual que la acusada sin misericordia, y sin piedad, ellos desearon
exponer a esta mujer, de modo que el Salvador la pudiera hallar culpable pues, si Él la condenaba, no había ninguna mejora
de la ley, Él no era ni Mesías ni Salvador; si Él no la condenaba, Él se colocaba en oposición con la ley de Moisés. Los escribas
y Fariseos no sabían con quién tenían que vérselas. La penetrante voz de Dios sólo necesita una cuerda para alcanzar la conciencia:
Adán, "¿Dónde estás tú?", o, "El
que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra." - estas expresiones bastan para poner al desnudo la
conciencia, porque el poder de Dios está allí, y el hombre se halla necesariamente revelado a sí mismo en presencia de Aquel
quien es la luz. Pero la voluntad no es cambiada, y el hombre evita esa presencia; uno se refugia entre los árboles del huerto;
otros, más bien con vergüenza que con una conciencia sincera que conduce a la confesión, se escabullen, cada uno solo, para
conservar su reputación; los más viejos en primer lugar, pero temiendo, incluso hasta lo último, esa presencia que los traspasa,
y avergonzados de hallarse cada uno de ellos en presencia del otro. Luego, habiendo dado a la ley su fuerza plena sobre todos,
Jesús permite a la pobre mujer marcharse, conforme a su misericordia divina.
Después de esto, tenemos la doctrina con respecto al Salvador que está conectada con el hecho precedente: "Yo soy la
luz del mundo" (v. 12), no se trata aquí todavía del Mesías de los Judíos, sino de la presentación, de parte de Dios, de la
luz en el mundo, luz que manifestaba toda las cosas, pero que permanecía sola, pues todo el mundo era tinieblas, lejos de
Dios, y el corazón del hombre mismo era tinieblas. La luz manifestaba incluso el efecto de la ley, demostraba dónde estaba
el hombre, como colocado bajo ella. Pero esta luz era mucho más; si el hombre la seguía, era "la luz de la vida" (comparen
con Juan 1:4), aquello manifestado como la revelación de la naturaleza divina, pero aquello que comunicaba vida a quienes
recibían esta luz. Se trataba de una cosa enteramente nueva venida al mundo, Dios mismo, en el poder de la gracia, habiéndose
hecho Hombre; al ser rechazado, todo era juzgado moralmente; pero, al ser recibido por gracia, era la nueva vida, la vida
eterna, pues Cristo es la vida eterna descendida del cielo (1 Juan 1: 1, 2). Como luz y vida, fue por nosotros, pues ello
nos fue comunicado; el nuevo hombre es creado según Dios en justicia y santidad de la verdad, y está también la renovación
de nuestro entendimiento conforme a la imagen de Aquel que nos creó. Pero era la palabra de vida, y se trataba de un asunto
de recibir esa palabra; y aquí se trata de la luz en conflicto con las tinieblas. Todo depende, como veremos, de la Persona
del que habla.
La cuestión es expresada en el versículo 13: "Tú das testimonio acerca de ti mismo; tu testimonio no es verdadero."
Ahora bien, ellos podrían haber hablado de esta manera, si se hubiera tratado de una cuestión acerca de un hombre que daba
testimonio de sí mismo; pero si Dios habla, lo que Él dice es necesariamente la verdad, y lo revela a Él. Sólo surge una pregunta:
«¿Le conocen los hombres, y es el alma capaz de recibir incluso la verdad?» Las dos cosas van juntas, como veremos. Jesús
vino del cielo, del Padre; Él iba a volver allí, y estaba consciente de ello; es el punto más bajo de Su testimonio aquí;
Él es obligado, por la oposición que encuentra, de ir hasta el final y decir "yo soy" (V. 58); pero aquí es como Hombre en
el mundo, quien, no obstante, era consciente de donde había venido. (Comparen con capítulo 3: 11-13, 33, 34). Sus palabras
eran las palabras de Dios, pero por el Espíritu, sin medida, en un Hombre, quien también pudo decir de Sí mismo: "el Hijo
del Hombre, que está en el cielo." (Juan 3:13). Él habló estando consciente de donde vino. Ellos no sabían nada acerca de
esto; para ellos Él era un carpintero de Galilea, quien ni siquiera había estudiado. (Juan 7:15). Pero era la naturaleza divina
en presencia de la del hombre. Ellos juzgaban según la carne; Él, como acababa de demostrar, no juzgaba a nadie. Él no había
venido para eso, sino para dar testimonio. Sin embargo, incluso si Él juzgaba, Su juicio sería verdadero, pues no sólo sabía
de donde venía, sino que el Padre estaba con Él - no solamente Él era así Hijo del Hombre, sino que Él era también Hijo de
Dios. La ley decía que el testimonio de dos hombres era verdadero; bueno entonces, Él (el Hijo) daba testimonio de Él mismo,
y el Padre, quien le había enviado daba testimonio de Él. Ellos le preguntan entonces, "¿Dónde está tu Padre?" pues no había
ninguna luz divina en ellos, ni siquiera una conciencia sensible a la verdad, excepto cuando el ojo de la Luz la penetraba,
a pesar de ellos. No obstante, nadie le prendió; aún no había llegado Su hora (v. 20). Nosotros no podemos separar este testimonio
divino de aquel que se da al final. Él hablaba las palabras de Dios; pero la forma es diferente, Él no hablaba directamente
en Su naturaleza divina, aunque ella estaba implícita en lo que Él decía; sino como Hombre sobre la tierra de parte de Dios,
y como Hijo, por el Espíritu Santo.
(V. 21, etc.). El Señor comienza nuevamente diciéndoles que todo había terminado, que Él se estaba marchando. Ellos
le buscarían, ciertamente, pero no le hallarían: "Yo me voy, y me buscaréis, pero en vuestro pecado moriréis; a donde yo voy,
vosotros no podéis venir." La separación, fruto de la incredulidad de ellos, era completa y terminante; ellos, muertos en
sus pecados, Él en el cielo; pero Él no dijo abiertamente dónde estaba yendo. Los Judíos sólo le consideraban como un hombre,
y permanecían en su justicia propia, como herederos de las promesas. "¿Se matará a sí mismo...?" (v. 22) y ellos se quedarían
así sin Él. La respuesta del Señor es decisiva: "Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba." (v. 23). Había una oposición absoluta,
moral y real - con un suplemento terrible para todos los que nos rodean: "vosotros sois de este mundo" - de este mundo, del
cual Satanás es el príncipe, y aquellos que son de este mundo son de él en lo íntimo. Cristo no era de este mundo. Él estaba,
efectivamente, en el mundo, pero Él no era del mundo. Él era esencialmente del cielo, el pan que había descendido del cielo,
personal y moralmente; pero Él está hablando aquí negativamente, y este es el punto principal para nosotros. Él no era de
este mundo: Él, Dios mismo, trajo la luz divina a este mundo; pero Él no era de él. Esta es la razón por la que Él les había
dicho: "en vuestro pecado moriréis"; pues ellos estaban rechazando la Luz que había venido a este mundo, la gracia, el Hijo
de Dios. "Si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis." (v. 24).
Pero esto presenta un principio de la mayor importancia; es decir, la identificación de Su palabra con Él mismo. Él
era Dios; Sus palabras expresaban a Dios; es esto lo que dejó a los Judíos sin excusa; al rechazarle, ellos despreciaron a
Dios que les estaba hablando. En respuesta a las palabras de Jesús, ellos dicen "¿Tú quién eres?" (v. 25). La respuesta de
Jesús declara esta identificación: "Ese mismo que os he dicho desde el principio." (v. 25 - VM): perfectamente, en principio
y en realidad, "ese mismo que os he dicho." Las palabras de Jesús expresaban lo que Él era; y siendo así la expresión verdadera
de Dios manifestado al hombre, ellas colocan al hombre en posición de hacer lo uno o lo otro: recibir o rechazar a Dios, y
rechazar a Dios como Luz de los hombres. Si Dios habla, y se expresa, el hombre acepta lo que Él es, o le rechaza. El Salvador
estaba en posición de decirles muchas cosas, y de juzgarlos; pero Él les estaba comunicando ahora, como un testigo fiel, lo
que Él había oído del Padre. Esto era, de hecho, la verdad enviada por el Padre: le estaba diciendo al mundo lo que Él había
recibido del Padre. Este era ahora Su servicio como el Enviado. Los Judíos no entendieron de quién les estaba hablando. Más
adelante, cuando sería demasiado tarde para recibirle como venido a ellos en gracia, pero cuando el pensamiento de Dios se
cumpliera, y las propias manos de ellos cumplieran Sus consejos al crucificar al Hijo del Hombre*, las consecuencias que emanarían
de esto para los Judíos, causarían que ellos conocieran (Jesús no dice, 'creyeran') que era efectivamente Él, que Él no hizo
nada por Sí mismo, sino que Él habló según le enseñó el Padre. Su palabra fue la demostración de lo que Él era, y aunque Él
pudo decirles muchas cosas a ellos, y juzgarlos, Él solamente les decía ahora lo que Él recibió del Padre. Una vez rechazado
como Hijo del Hombre, y habiéndosele dado muerte, entonces, cuando Él ya no estuviera allí, ellos conocerían que era Él, el
Mesías, y que les había hablado lo que el Padre le dio para hablar. Pero más, el que le había enviado estaba entonces con
Él; Él no le había dejado solo, debido a que todo lo que Él hacía agradaba al Padre. Bajo el efecto de Su testimonio, por
el peso de Sus palabras, la expresión de lo que Él era y que toda Su conducta confirmaba, muchos creyeron en Él (v. 30).
{* Este título de Hijo del Hombre, que Jesús siempre toma, va bastante más allá del de Mesías.
Está tomado del Salmo 8 y Daniel 7; Jesús siempre lo toma en contraste con el de "Cristo", el cual sólo se lo dio a Sí mismo
una vez, es decir, en Sicar, en el capítulo 4; pero Él añade constantemente al título "Hijo del Hombre" Su muerte en la cruz.
(Vean Lucas 9: 21, 22). Es el salmo segundo el que considera a Jesús como Mesías, y nos lo muestra rechazado como tal, pero
establecido más tarde en gloria y autoridad por Dios.}
Lo que este capítulo expone muy claramente, es el carácter divino de Jesús, demostrado por Sus palabras, y el carácter
diabólico de los Judíos manifestado en el modo en que ellos le habían recibido. Ya en el versículo 23 el Señor lo anunció,
con el testimonio terrible, de que lo que era de este mundo era de abajo, es decir, del diablo, mientras que Él era de arriba,
y no de este mundo. Lo que Él decía expresaba Su naturaleza, Su carácter divino. Él revela al Padre: Sus palabras son las
palabras de Dios; lo que Él decía revelaba a Dios al mundo (v. 26, 27; capítulo 1: 10; capítulo 3: 32, 33). Lo que sigue a
continuación, por otra parte, pone en relieve el carácter de los Judíos.
(V. 31, etc.). El Señor manifiesta a quienes habían sido llevados a creer en Él, que, si ellos permanecían firmemente
unidos a Su palabra (pues es un asunto acerca de Su palabra), ellos iban a ser verdaderamente Sus discípulos, conocerían la
verdad, y la verdad los haría libre. (vv. 31, 32). La verdad supone la revelación plena de lo que es divino y celestial, de
lo que era revelado en Su Persona, y en Sus palabras, y sería hecho evidente plenamente cuando Él fuera glorificado, y el
Espíritu Santo hubiera venido. Yo no pienso que aquellos de quienes el versículo 23 habla fuesen los que creyeron en Jesús,
sino los Judíos en general. Ellos confían en su propia posición exterior según la carne: nunca habían estado en esclavitud,
dicen ellos, olvidando, sin embargo, toda su historia, y la posición de ellos en ese mismo momento. El Señor pasa por encima
de todo eso, para presentar el terreno de la verdad en cuanto al estado del hombre delante de Dios, y el efecto de la ley;
pues Él identifica estas dos cosas - ser esclavo del pecado, y estar bajo la ley, como el hombre de Romanos 7. "Todo aquel
que hace pecado, esclavo es del pecado." (v. 34), cautivo de esa terrible ley del pecado que está en sus miembros; pero siendo
un esclavo, él puede ser echado de la casa, y ser vendido. Los Judíos, pecadores bajo la ley, serían echados de la casa de
Dios; pero el Hijo pertenecía a la casa, y moraba siempre allí, y necesariamente; si Él los libertaba, ellos serían verdaderamente
libres, libres del pecado, y libres de la ley. El Hijo, la revelación del Padre, como objeto, y poder de vida en aquel que
le habrá recibido, actuando por la Palabra, toma el lugar del principio del pecado en el hombre, y de la ley que en vano le
prohibía al hombre cometerlo.
Exteriormente los Judíos eran efectivamente hijos de Abraham; pero la palabra de Cristo no tuvo lugar ni entrada en
sus corazones, y ellos procuraban matarle. Aquí el contraste llega a ser explícito: Jesús hablaba (pues se trata siempre de
Su palabra) lo que había visto estando con Su Padre (Juan 8:38 - VM), siendo Él mismo el Hijo quien Le revelaba, y anunciaba
lo que era celestial y divino; pero esto hizo salir de sus corazones el odio satánico contra Dios que llena el corazón del
hombre. Aquí, entonces, los dos grandes principios del pecado que caracterizan al adversario, se manifiestan en ellos - el
homicidio, y la ausencia de verdad (v. 44, 45). Esta oposición entre la revelación que viene de arriba, y la que está en el
mundo y que es de abajo, caracteriza el capítulo, y forma su base. La descendencia de ellos de Abraham, para el Señor no es
sino una circunstancia de ningún valor. Si, en el sentido moral, los Judíos hubiesen sido hijos de Abraham, como el creyente
lo es, ellos habrían hecho las obras de Abraham; pero en lugar de eso, ellos procuraron matar a un Hombre que les había dicho
la verdad que Él había recibido de Dios. Los Judíos toman un terreno aún más elevado: Abraham ya no les basta, Dios es el
Padre de ellos (v. 41). Ellos están conscientes que las palabras de Jesús les afectan profundamente y se retiran a la plaza
fuerte de sus privilegios. El Señor aborda el aspecto de la verdad moral y esencial, en tanto evita, por decirlo así, declarar
todo abiertamente de una vez; pero Él es obligado, como quien dice, a decirlo, en cuanto a ellos, y en cuanto a Él.
Hasta ahora nosotros hemos tenido la revelación de las cosas celestiales y divinas, en sí mismos, de un modo positivo,
fuera de, y sobre todo, lo que era Judío; aquí hemos llegado al conflicto entre
el corazón del hombre y esta revelación, y allí, donde los privilegios de una religión que estaba compuesta de los elementos
del mundo (separada de Aquel que, por todo lo terrenal que era esta religión, era su centro), solamente cegaba más los corazones
que se jactaban en ella. La palabra divina, en la Persona de Jesús, la palabra del Padre, la cual estaba en Su boca, atravesaba
todo el ropaje religioso, y manifestaba el corazón del hombre. El Señor, en Su respuesta a la afirmación de los Judíos de
que Dios era el Padre de ellos, demuestra que el rechazo de Su Persona demostraba la falsedad de semejante presunción. El
asunto fue hecho surgir y fue decidido por Su presencia y por Su palabra: si ellos hubiesen tenido a Dios como Padre, habrían
amado a Jesús, pues Él venía de Dios; Él no vino por Su propia cuenta; Dios le había enviado. Era necesario hablar abiertamente,
pues las cosas se estaban cumpliendo: la verdad, y el odio contra la verdad, contra Dios, se hallan en presencia una de otra.
Los Judíos no entendían las palabras, debido a que ellos no entendían las cosas, un principio muy importante en las cosas
divinas: en las cosas humanas, las palabras son explicadas para aprender lo que las cosas son; de esta manera, nosotros no
hacemos más que designar mediante una palabra cosas que caen bajo nuestros sentidos, o cosas del intelecto, pues estas cosas
están dentro de la capacidad mental humana; las cosas divinas no son así. Si yo digo, "nacer de nuevo", para entender las
palabras yo tengo que saber qué es nacer de nuevo. Recordemos esto.
El Señor no permite que ninguna incertidumbre permanezca aquí más tiempo: ustedes tienen a al diablo por padre, y harán
sus obras; y él "es mentiroso, y padre de mentiras" (v. 44 - VM). Como hemos dicho antes, el doble carácter de Satanás y del
pecado, es ser un "homicida" y un "mentiroso"; el hombre ha añadido a ello la corrupción. Tal era el carácter de estos pobres
Judíos. Ellos no le creyeron a Jesús, porque Jesús hablaba la verdad, y le iban a matar. Ellos afirmaban, efectivamente, ser
de Dios - triste y cegador efecto de una religión oficial; pero si ellos realmente hubieran sido lo que afirmaban, habrían
escuchado las palabras de Dios. Hay una cierta percepción que pertenece a la vida de Dios, que reconoce lo que es de Él, y
especialmente Sus palabras. Para un Judío, fue una cosa monstruosa, subversiva de todas sus pretensiones, de la historia divina
completa de las edades, decirle a Jesús que Él no era de Dios. ¿Quién, entonces, era Él? ¿Un pagano, un Samaritano? Esto fue
suficiente para demostrar de dónde era Jesús.
(V. 51, etc.). Jesús continúa demostrando el efecto de Su palabra donde ella era recibida en el corazón. "El que guarda
mi palabra, nunca verá muerte." Esto ponía a Jesús sobre Abraham y todos los profetas. ¿Quién entonces, era Jesús? Pues, con
todas sus pretensiones, los Judíos estaban realmente en gran desconcierto; ellos sintieron la fuerza de Sus palabras; esto
puede suceder donde la voluntad no ha cambiado en absoluto; pero ellos procuraron justificarse ante sus propios ojos interpretando
Sus palabras conforme al razonamiento humano. El Señor ya no los dispensa más, pues ellos eran enemigos de la verdad. Él hablaba
en el nombre de Su Padre, y Él le conocía: Él habría sido un mentiroso, al igual que ellos, si lo hubiese negado. El segundo
carácter del enemigo se hizo real en ellos de esta manera. "Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo
vio, y se gozó." (v. 56); pues era Él quien era esperado, según las promesas. Los Judíos, quienes sólo veían las cosas según
la mente natural, dan voces ante la locura de ello: luego, como Él había declarado de quién eran ellos, el Señor declara ahora
abiertamente quién es Él: "En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy" (no, 'Yo era') (v. 58 - BJ).
Los Judíos estaban hablando con Dios, y resistían Sus palabras: el odio de ellos ardía, y toman piedras para apedrearle.
Observen aquí, que Jesús daba vida eterna mediante Su palabra; Él era el cumplimiento de las promesas; pero, de nuevo,
Él era Dios en este mundo; la vida y la verdad estaban en un lado; el homicidio y la falsedad en el otro. Es esto lo que hace
tan solemne este capítulo. Aquello que fue, exceptuada la gracia, la vida entera de Jesús en medio de Su pueblo, en este mundo
- la verdad, la vida, el Enviado del Padre, Dios manifestado en carne - en presencia del odio hacia la verdad y hacia Dios,
todas estas cosas están concentradas en este capítulo, y están en presencia unas de otras.
Es importante observar también, que no se trata de una cuestión de milagros, sino enteramente de la palabra de Jesús.
Los Judíos no piden una señal, como lo hacían a menudo: no es la corriente común de incredulidad lo que tenemos aquí ante
nosotros; sino que la verdad, la luz, están en conflicto directo con las tinieblas que no las comprende, pero que, al mismo
tiempo, son turbadas por ellas; pues la luz resplandece incluso cuando no es recibida. No está en el corazón del hombre; y
eso se hace sentir en el corazón: nada puede imputarse al testigo que debilita el testimonio; nadie podía redargüir al Señor
de pecado (v. 46); ellos no creían, porque Él les decía la verdad. Aquí está la oposición pura del corazón del hombre a la
verdad, porque era la verdad. La luz puede alcanzar la conciencia, y si la voluntad no es cambiada, esto sólo produce odio,
como en el caso de Esteban (Hechos 7); pero aquí, repito, es la verdad misma y la luz las que están en conflicto con las tinieblas,
Aquel que vino desde arriba, con quien el Padre estaba, y entonces los hombres, quienes ¡lamentablemente! eran de abajo. ¿Qué
podía ser más solemne que un encuentro semejante? Dios, en presencia de hombres, para ser rechazado, y eso, ¡para siempre
jamás!
Puede ser útil notar aquí algunos detalles: el Señor comienza anunciándose Él mismo, personal y claramente, como la
luz del mundo. En Juan, siempre es un asunto acerca del mundo; asimismo, no es un asunto acerca del Mesías según las promesas,
sino de lo que el Señor es en Sí mismo, de qué es Él, solamente Él, en medio de las tinieblas. Siguiéndole a Él, uno tendría
la luz de la vida; pues la vida era la luz de los hombres (Juan 1:4).Vemos cómo este capítulo reproduce lo que se dice en
el capítulo 1; sólo que aquí saca a la luz, históricamente, el contraste y el conflicto entre la luz y las tinieblas, pues
el mundo estaba en ellas, y Satanás era el príncipe del mundo. Habiéndose anunciado así el Señor mismo como luz (y la luz
se manifiesta, y manifiesta todas las cosas), Su testimonio es rechazado, como siendo el de un Hombre que daba testimonio
de Sí mismo (v. 13). Ellos no ven la luz, la rechazan; aquello que es divino está oculto, aunque es luz. Él era la luz, y
Sus palabras eran la expresión de lo que Él era; pero Él no había venido a juzgar, como lo demostró el caso de la mujer adúltera,
no obstante lo justo que hubiera sido Su juicio, pues el Padre estaba con Él. Pero la ley era la ley de ellos; entonces Jesús
era la revelación de Dios mismo en lo que Él era como luz: era Él y la palabra de testimonio, estando el Padre con Él. Si
eso era rechazado, no era una desobediencia a un mandamiento, sino el rechazo de la luz y la vida divinas, así que aquellos
que se hicieron culpables de ello iban a morir en sus pecados.
Todo el capítulo 8 es la expresión de la luz divina mediante el testimonio del Señor; pero el capítulo trata más que
un único tema, donde este testimonio es dado en más de un aspecto. La primera parte se ha de hallar desde el versículo 12
al 20, que presenta la posición misma: el Señor es la luz divina; Él no vino para juzgar, sino que el Padre está con Él; Dios
y la verdad se presentan a los hombres; Él es rechazado por las tinieblas del corazón del hombre, pero Su hora aún no había
llegado. Luego, desde el versículo 21 al 29, Él se marcha. En Juan nunca es de Su muerte de lo que se habla, sino que Él se
marcha, y los Judíos conocerían cuando Él fuera levantado como Hijo del Hombre, que era Él; sería muy tarde entonces para
hallarle de nuevo. Después de eso (v. 30), habiendo creído muchos en Él, les anuncia cuál iba a ser la posición de ellos,
si perseveraban; el Hijo los haría libres, y serían verdaderamente libres; esto en contraste con los Judíos. Hubo un cambio
completo de posición. El hombre cometía pecado - era esclavo de él: los Judíos, sin duda, estaban en la casa de Dios, pero
por la ley como esclavos; pues estar bajo la ley, y cometer pecado, es la misma cosa. Los Judíos, por lo tanto, no tenían
un lugar seguro en la casa; e incluso perderían el que tenían: pero Cristo, entonces, tendría Su lugar como Hijo sobre la
casa de Dios, y quienes creían en Él, quienes perseveraban en Su palabra, hechos libres por Él, iban a poseer la verdadera
libertad divina. En cuanto a las promesas, ellos eran verdaderamente, según la carne, del linaje de Abraham; pero no eran
hijos de Abraham conforme a Dios. Habiendo venido personalmente como luz, el Señor toleraría lo que es verdadero, no meramente
dispensaciones; ellos eran, en realidad, hijos de aquel que era un homicida y un mentiroso; ellos estaban rechazando la verdad,
iban a matar a Cristo, y no le creían, porque Él hablaba la verdad. Finalmente, ya que Él era la vida así como la verdad,
el que guardara Su palabra, nunca gustaría la muerte (v. 51); Él no solamente era la luz, sino la luz de la vida. Además,
Él no sólo era el objeto de las promesas que la fe de Abraham había comprendido, sino que Él existía con una existencia eterna,
Dios - "Yo soy", antes de que Abraham existiera (v. 58 - BJ). Entonces el odio de la incredulidad de desató. Antes, ellos
habían procurado rechazar maliciosamente la verdad, pero en cuanto es revelado plenamente lo que Él era, el odio homicida
de ellos se demuestra mediante la violencia.
CAPÍTULO 9
En el capítulo octavo tuvimos el testimonio dado, la palabra divina del Salvador: el capítulo noveno se refiere al
testimonio de Sus obras. El Señor desecha el sistema gubernamental entero de los Judíos; Él habla, también, de Él mismo, como
estando sólo un poco tiempo más en este mundo; pero mientras Él estuviera, Él tenía que hacer las obras de Su Padre que le
había enviado, pues aunque Él era Dios presente en este mundo, Él toma siempre el lugar de un Hombre sometido a Dios, y Él
hace esto especialmente en el Evangelio de Juan, donde Su Persona es puesta de relieve. Es de esta posición que Satanás buscó
sacarle, en la tentación en el desierto, una posición en la que Él permaneció firme y perfecto. Él es siempre el Enviado,
aunque sea Hijo de Dios, y uno con el Padre.
Pasando por este pobre mundo, el Señor se encuentra con uno nacido ciego, un retrato del hombre, y especialmente de
los Judíos. Aquí Él es de verdad la luz del mundo, en tanto anuncia, como ya he dicho, que Él se iba a marchar del mundo.
Pero hay más; Él obra en gracia, Él da vida. No sólo Él es la luz del mundo mientras Él está en él, pues esto es solamente
por un tiempo; sino que Él es poderoso en gracia para dar la capacidad de disfrutar la luz. No obstante, aunque es poder divino
el que la comunica, Él debe ser recibido como el Enviado del Padre, Él nunca abandona esta posición. Su presencia, sin Su
obra, sólo enceguece más, al menos presenta una dificultad exterior; Él es una piedra de tropiezo. La saliva (v. 6) presenta
la eficacia que venía de Él mismo; la tierra, presenta la humanidad que Él había tomado. Pero eso, de por sí, sólo hacía al
ciego doblemente ciego: un obstáculo positivo fue añadido a la ceguera natural: pero fue necesario que este objeto estuviese
delante de sus ojos. Jesús envía al pobre hombre al estanque de Siloé. El texto mismo entrega el significado de esta palabra:
"(que traducido es, Enviado)." (v. 7). En el momento que en el ciego esta verdad se conecta con la Persona de Jesús, todo
está cumplido; el hombre ve claramente, con una claridad que es según el poder de Dios: "me lavé, y recibí la vista." (v.
11).
En el capítulo octavo era un asunto de la responsabilidad del hombre, una responsabilidad conectada con el testimonio
de la Palabra de Dios: aquí se trata de su eficacia poderosa para dar vista al hombre ciego, al revelar al Hijo enviado por
el Padre. La insensatez del hombre, su ceguera religiosa, son manifestadas: para este hombre, Jesús no era de Dios, debido
a que, aunque hacía obras poderosas y de bondad divina, Él no guardaba el día de reposo (sábado). Ahora bien, el día de reposo
(sábado) era la señal del pacto de Dios con Israel, la señal del reposo de Dios. Pero en Jesús, Dios estaba allí, y el Hijo
del Hombre era Señor del día de reposo (sábado), y el reposo de Dios no era para aquellos que le rechazaban. Además, este
reposo se convirtió en celestial en ese momento.
Lo que es sorprendente en este pasaje es la perplejidad de las personas religiosas, y ellas estaban instruidas en su
religión, caracterizada por los elementos de este mundo, cuando están en la presencia del poder divino. "No guarda el día
de reposo." (v. 16). ¡Qué subterfugio! Otros decían, "¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales milagros?" (v. 16 - VM). La
evidencia era demasiado fuerte: hubo disensión entre ellos. Luego ellos no creerían que el hombre había nacido ciego, hasta
que hubieran llamado a sus padres. Estos temieron verse comprometidos, pero rindieron el único testimonio que era importante
oír de ellos, es decir, que el hombre era realmente hijo de ellos, y que había nacido ciego. Los Judíos volvieron a llamar
al hombre por segunda vez, y procuraron tapar todo el asunto por medio de su autoridad religiosa. Ellos están bastante dispuestos
a reconocer el hecho de que el hombre había sido ciego, y que ahora veía, y le invitan a dar gloria a Dios por ello; pero,
en cuanto a reconocer la verdad y al Hijo de Dios, ellos no harán eso; tratándose de ellos, es una conclusión previsible.
El pobre hombre está indignado con la ceguedad de ellos, sabios como eran, y guardianes de su religión, pues él había experimentado
personalmente la poderosa eficacia de la palabra de Jesús. Su testimonio es claro y simple: "es profeta" (v. 17), y enseñado
por Dios, él no entiende cómo los Judíos pueden dudar en recibir la brillante prueba de ello, que estaba allí delante de sus
ojos; pues la fe simple, que ha experimentado el poder de Dios, no entiende las dificultades que el aprendizaje religioso
opone a este poder cuando la voluntad no quiere la verdad y a Jesús. Este hombre no sabía lo que gobernaba los corazones de
aquellos que lo estaban interrogando; pero, en cuanto a ellos, sabían bien que estaban resistiendo la luz del poder divino.
Disgustados por su audaz franqueza, que se extraña ante la incredulidad de ellos, llegan exactamente a la conclusión que el
Señor había condenado, es decir, que la ceguera del hombre era el resultado de sus pecados: y le expulsaron.
De este modo la oveja del Señor se halla afuera: el Señor ya rechazado, habiendo oído de ello, la busca, pero para
traerla al rebaño de la gracia, mediante el conocimiento de Su Persona. Todo lo que pertenecía a quienes hallaban un lugar
allí aún no se revelaba; pero la Persona del Hijo de Dios estaba aquí abajo, y el nombre del Padre fue revelado, pues el que
ha visto al Hijo, ha visto al Padre. Era necesaria la expiación para que todos los privilegios pudieran ser revelados, y para
que la puerta del cielo pudiera ser abierta, para entrar al Lugar Santísimo. Antes de que Cristo fuera glorificado, el Espíritu
Santo no había descendido para revelar estas cosas: pero el Buen Pastor busca a Su oveja, y le pregunta: "¿Crees tú en el
Hijo de Dios?" (v. 35, 36).
Observen aquí, que el hombre había recibido la palabra del Señor como palabra de Dios; él había dicho, "es un profeta."
Hablar así, al igual que la mujer de Sicar, fue creer lo que Jesús decía - no solamente reconocer la verdad de algo que Él
había dicho, sino la autoridad de lo que Él decía. Además, el corazón de este hombre fue atraído; plenamente persuadido de
la insensatez de sus líderes religiosos, el buscó lo que el profeta de Dios le diría. Esta recepción de la palabra como teniendo
autoridad divina, y el deseo del corazón de poseerla, y de poseer lo que ella revela, es de trascendental importancia; ya
lo hemos visto en el caso de la mujer Samaritana. Aquí, el hecho de que él ya había experimentado personalmente el poder de
Jesús, actuando la gracia en su corazón con esta obra, ella dispone al hombre a creer lo que Jesús le diría, y da implícitamente
en su alma una fuerza divina a lo que el Señor dice. Ahora Jesús le dice, "Pues le has visto, y el que habla contigo, él es."
(v. 37). Entonces el hombre le reconoce explícitamente - "Creo, Señor." (v. 38); y le adora. El cree en Su Persona por medio
de la Palabra, que ya había creído de antemano, cuando dijo, "es profeta."
Así el Señor había encontrado Su oveja; fue librada de la influencia fatal de falsos pastores, que mantenían las almas
del pueblo en cautividad. Venido para salvar, y, en cualquier caso, no para juzgar, sino para traer la Palabra de vida - por
medio de la perversidad del hombre, el efecto de Su venida sería juicio. Los que pretendieron ver, pero que eran ciegos líderes
del ciego, serían cegados tanto más por cuanto la luz estaba allí; pero era, no obstante, verdad, que Él estaba allí en la
soberanía de la gracia, para dar la vista a otros que eran ciegos (v. 39, 40). Como luz, el Señor puso al hombre a prueba;
como Hijo de Dios en poder, Él dio la vista a los que no veían, pero que estaban conscientes, por Su Palabra, y por el conocimiento
de Su Persona, que ellos eran ciegos; conocimiento fundamentado en la fe en Su Palabra.
CAPÍTULO 10
El capítulo décimo, en el Evangelio de Juan, termina la historia del Señor aquí abajo. El Buen Pastor, venido del Padre,
encontrará Sus ovejas, a pesar de la oposición de los enemigos de la verdad y de Dios, y dará vida eterna a los que oyen Su
voz.
Este capítulo, tan precioso para los creyentes, nos da un retrato de la obra y posición enteras del Señor. Sin embargo,
aquí no vemos que Él sea echado, como vemos constantemente que Él lo es en Juan, sino que le vemos yendo Él mismo delante
de Sus ovejas, conforme a la voluntad de Dios; Sus ovejas que Él conoce, y las que Le conocen. Entonces Él es "la puerta de
las ovejas"; Él pone Su vida de Sí mismo, nadie se la quita; finalmente, Él y el Padre son uno. Un Siervo enviado y obediente,
Él es, no obstante, uno con el Padre; las ovejas, también, son Suyas, aunque sea Su Padre quien se las dio. Noten aquí, y
lo repito debido a su importancia y como rasgo que caracteriza el Evangelio de Juan, que el Señor es un Siervo, y recibe todo,
incluso las ovejas, de manos de Su Padre; pero Él es, al mismo tiempo, uno con Él; un Siervo, como Hombre aquí abajo, pero
Hijo de Dios, uno con Su Padre.
Tenemos que examinar estos detalles más meticulosamente.
En primer lugar, todos aquellos que, antes de Él, habían pretendido ser pastores y líderes de Israel; todos quienes,
quienquiera que ellos pudieron ser, no entraron por la puerta, fueron ladrones y salteadores, subiendo la pared, forzando
una entrada por medio de la violencia o de la artimaña; así ellos revelaron su verdadero carácter. El redil era Israel. Estos
hombres buscaron poseer las ovejas para su propia ganancia, para su propia gloria: ellos no fueron Mesías, ni siervos de Dios,
ni enviados por Él, muy lejos de ser ellos uno con el Padre. Yo digo esto para establecer más claramente la posición del Señor.
El segundo versículo nos presenta esta posición en sus primeros rasgos: "el que entra por la puerta es el pastor de las ovejas."
(V. 2 - VM). Él entró por la puerta; Él vino por el camino elegido por Aquel que había establecido el redil, allí, donde estaba
el portero; el que podía abrir la puerta, o mantenerla cerrada; así atrajo Él la atención del que era el guardián del rebaño.
La puerta siempre es el lugar indicado y designado por el arquitecto para entrar por ella. Esta es la razón por la
cual Jesús dice más abajo, "Yo soy la puerta de las ovejas." (v. 7), porque Él es Aquel que Dios ha designado como puerta
de salida para el remanente Judío, y como puerta de entrada al santuario para todos nosotros, a Su santa presencia. El propio
Cristo había entrado en el redil, llevando a cabo lo que Dios había prescrito para el Pastor. Todo lo que estaba establecido
en los profetas, todo lo que era apropiado para Aquel que caminó conforme a la voluntad de Dios, Jesús lo llevó a cabo, y
lo cumplió en cada punto. Él no buscó despertar a los hombres excitando sus pasiones, como los falsos Mesías, ni atraer a
Sus pisadas a un pueblo inconverso y obstinado; manso y humilde de corazón, Él siguió la senda que Jehová había trazado para
Él; Él entró por la puerta. La providencia y el Espíritu de Dios le abrieron el camino. Todos los esfuerzos de los sumos sacerdotes
y escribas no pudieron evitar que Su voz alcanzara los oídos y corazones de las ovejas. Dios le abrió la puerta, y las ovejas
escucharon Su voz. Aquí no se trata de nadie más que de ellas; ellas son el objeto real de Su servicio, llevado a cabo, a
pesar de todo el poder de Satanás. El Señor conoce Sus ovejas; ellas son Suyas; Él llama a cada una por su nombre, y las saca
fuera del redil.
Es interesante y conmovedor ver cómo las propias ovejas de Jesús son aquí el único objeto de Su corazón, y con qué
intimidad Él las conoce individualmente; Él solamente piensa en ellas. Él viene, y las llama, con exclusión de todos los otros
Judíos. Él no falla tampoco en Su propósito. No las deja en el redil Judío; Él las conduce fuera del redil donde los Judíos
moraban, fuera del límite donde los que eran 'de su padre, el diablo, permanecían aún.'
Además, Él nos las abandona cuando ellas están afuera; Él va delante de ellas; Él mismo las conduce; Él mismo va como cabeza
de ellas en las dificultades que habrían de encontrar. Su voz es conocida para ellas; ellas le siguen. Si Él está aquí ocupado
exclusivamente con las ovejas, ellas no reconocen ninguna otra voz sino la de Él. Ellas tienen confianza en Él, y sólo en
Él; confían en Él, y sólo en Él. Toda otra voz es, para ellas, la de un extraño; es suficiente que ellas no conocen la que
no es de Él. Es Su voz la que les inspira confianza: débiles ellas mismas, ellas huyen cuando la voz no es la de Él.
En lo que hemos examinado, hasta el presente, hallamos, al mismo tiempo, principios generales, y la descripción de
la obra del Señor en medio del pueblo. Él hace uso de las costumbres conocidas en el país respecto a los rediles, para describir
lo que Él había sido en Su vida y en Su servicio aquí abajo. Pero todo había terminado con el redil. Él saca las ovejas fuera
de él; las demás eran solamente reprobadas, rechazadas al rechazarle a Él; todas las que le reconocían y que reconocían Su
voz, le seguían, y eran sacadas fuera. Este mismo hecho presenta la Persona y autoridad divinas del Salvador. La ley y las
ordenanzas habían sido establecidas por la autoridad del propio Dios, y la ley fue la regla perfecta para los hijos de Adán.
Pero aquí tenemos que ver con la ley como una dispensación de Dios, no con lo que ella es en su naturaleza intrínseca. ¿Quién
podía sacar al hombre de la autoridad de Aquel que había establecido Sus ordenanzas, y las había investido con esa autoridad?
Él solo, quien estaba investido Él mismo con la autoridad que las había establecido y que la poseía. (Vean capítulo 15: 22-25).
Cristo termina Su discurso sobre este tema mediante la declaración de Su divinidad, como lo había hecho antes, en el
capítulo 8; pero Él comienza aquí, como en el capítulo 8, en Su carácter de Siervo que cumple el servicio confiado a Él.
Los hombres a quienes el Señor se dirige no entienden la parábola que les habló; Él mismo, en gracia, proporciona la
aplicación. Reanudando Su discurso, Él dice, "Yo soy la puerta de las ovejas" (v. 7). «Dios me ha colocado como Aquel por
medio de quien Mis ovejas pueden salir sin temor, pues allí es donde Dios ha situado el camino de salida.» Al seguir a Jesús,
el que creía en Él podía dejar el redil que Dios había establecido. Jesús mismo era la puerta. Si un Fariseo hubiera preguntado,
«¿Dónde vas de este modo?», la oveja podía responder, «Yo voy adonde el Pastor enviado por Dios me conducirá.» Él es la puerta,
no de Israel, sino de las ovejas. Todos los que habían venido antes, y que pretendieron presentarse como líderes divinos de
Israel, no fueron sino ladrones y salteadores; las ovejas no los habían oído. Ahora bien, el salir, aunque esté autorizado
por la voz y la conducta del Pastor divino, era una cosa pequeña; la Persona del Pastor implicaba algo positivo; Él era también
la puerta por la cual entrar. Él no había dicho nada de esto en Su parábola; mostrando solamente que Él llamaba a Sus propias
ovejas, y las conducía, yendo delante de ellas, una garantía segura de que ellas hacían bien dejando el redil; Su voz era
suficiente. Ahora Él revela el efecto.
Antes de proseguir con este tema, vuelvo por un momento a los versículos 1 al 5, para fijar más exactamente el significado
de lo expresado allí. Lo que se nos presenta allí es la vida de Jesús en conexión con los Judíos, quienes eran el redil de
Dios. El Pastor verdadero, Jesús, entró por el camino escogido y ordenado por Dios. Nacido en Belén, nacido de la virgen,
Él se había sometido a todas las ordenanzas que Dios había establecido; esta era la marca del Pastor verdadero. Dios, mediante
Su Espíritu y mediante Su providencia, abrió para Él el camino a los oídos y corazón de las ovejas; el resto permaneció sordo
a todas Sus exhortaciones. No se trataba de un Mesías venido a establecer la gloria en Israel, sino del único Pastor verdadero,
quien salvaría a Sus propias ovejas. Ellas oían Su voz. Él las conocía, y las llamaba por sus nombres, y las conducía fuera del redil Judío, para ponerlas en posesión
de mejores cosas. Luego, al sacar Sus propias ovejas - las únicas que Él buscó aquí - Él había ido delante de ellas, y ellas
le habían seguido, pues conocían Su voz. Esta era la marca de las ovejas. Él no las dejó en el redil, sino que las condujo
fuera de él. La forma de lo que se dice es abstracta, y en tiempo verbal presente; es eso lo que siempre es verdad de un buen
Pastor.
Debemos observar aquí que, aunque el hombre que había nacido ciego había sido expulsado, y también el propio Jesús,
el Señor habla aquí como teniendo autoridad. Las ovejas son Suyas, Él las saca; Él va delante de ellas; las ovejas le siguen,
no seguirán a un extraño. Es la historia de lo que Jesús estaba haciendo en Israel. Jesús no dice nada, hasta ahora, de la
bendición hacia la cual Él estaba conduciendo a las Suyas, ni de Su muerte, el fundamento de todas estas bendiciones.
Ahora, habiendo entrado por la puerta, conforme a la voluntad y al testimonio de Dios, Él mismo era, para toda otra
persona, "la puerta"; lo que Dios había ordenado como el medio de tener parte en Sus bendiciones.
No es (como ya he dicho al pasar, y nosotros deberíamos notarlo bien) el hecho de que la oveja conozca al extraño lo
que la guarda de las trampas que él intenta preparar para ella; sino que hay una voz que la oveja conoce, la voz del buen
Pastor, y ellas conocen que lo que oyen no es esa voz. Así es como los simples
son guardados; los sabios quieren conocer todas las cosas, y son engañados. Siendo conocidas la voz y la Persona, ambas cosas
animan y autorizan a las ovejas a seguirlas. Israel queda allí, en la dureza de su corazón: el Cristo es la puerta de las
ovejas.
Ahora bien, se nos dan los felices resultados - la posición de las ovejas
que siguen esta voz. Si alguno entra por esa puerta, será salvo. La salvación se hallaba en el Pastor, aquello que el redil
no podía dar. La oveja habría de ser libre; el redil le proporcionaba una clase de seguridad, pero era la seguridad de una
prisión; hallaría pastos, sería alimentada en las ricas dehesas de Dios: es el Cristianismo en contraste con el Judaísmo.
El Cristianismo era salvación, libertad, y alimento divino. La seguridad ya no es más una reclusión, sino el cuidado del Buen
Pastor. Libre bajo Su cuidado, la oveja se alimentaba en seguridad en las vastas y ricas dehesas de Dios.
Esta es la posición general, pero hay más (v. 10). Jesús, en contraste con todo los falsos impostores, quienes sólo
vinieron a hurtar y matar, vino para que tuviéramos vida, y para que la tuviéramos en abundancia. La primera expresión es
el objetivo de Su venida en general, que caracteriza el Evangelio, y también la Epístola, de Juan: es el Hijo de Dios descendido,
para que pudiéramos vivir por medio de Él. Él es la vida eterna que estaba con el Padre, y da vida, y llega a ser Él mismo
nuestra vida. (Comparen con 1 Juan 4:9; cap. 1:2; cap. 5: 11, 12; Juan 3: 15, 16; y uno podría multiplicar citas.) La segunda
parte de la frase muestra el carácter y la plenitud de esta vida: esta vida está en el Hijo. Teniendo al Hijo, tenemos vida,
y la tenemos según el poder de Su resurrección. Los fieles en los tiempos antiguos fueron vivificados; pero aquí es el propio
Hijo quien llega a ser nuestra vida, y eso como Hombre resucitado de entre los muertos. La tenemos "en abundancia." Este versículo
10 nos presenta el gran propósito de la venida del Hijo de Dios; pero Su amor debe develarse plenamente; Él no solamente es
el Pastor, sino el "buen Pastor", y el Buen Pastor su vida da por las ovejas. Su muerte ha hecho todo para ellas; las ha redimido,
las ha lavado de sus pecados, las ha justificado, las ha comprado para el cielo; no obstante, yo pienso que la materia del
pasaje es el amor y la abnegación del Buen Pastor; antes que perder Sus ovejas, Él da Su vida. El asalariado piensa en sí
mismo, y huye; y el lobo viene y arrebata* las ovejas, y las dispersa.
{* La palabra "arrebata", en la frase, "el lobo arrebata las ovejas" (v. 12), es la misma
palabra usada por el Señor cuando Él dice, "nadie las arrebatará de mi mano." (Juan 10:28). El lobo dispersa las ovejas, pero
no las arrebata de la mano de Cristo, ni las despoja de la vida eterna.}
En Getsemaní, Jesús dijo: "si pues me buscáis a mí, dejad que se vayan éstos." (Juan 18:8 - VM). Los que tienen el
lugar de pastores, abandonan las ovejas cuando viene el enemigo; Él da Su vida, antes que dejarlas como una presa para el
lobo. Pero aún hay más: el Buen Pastor conoce las Suyas, y las Suyas le conocen, como el Padre le conocía, y como Él conocía
al Padre. ¡Maravillosa posición! ¡Maravillosa relación! Jesús había sido el objeto del corazón de Su Padre; del mismo modo
que Sus ovejas eran los objetos de Su corazón. Enseñadas por Dios, Sus ovejas le conocían, y confiaban en Él, como Él confiaba
en el Padre; y Él pone su propia vida por ellas. Pero al poner Su propia vida, Él abre la puerta a las ovejas de entre los
Gentiles, las cuales Él también debe traer, y ellas habrían de oír Su voz. Tanto con las unas como con las otras, todas habrían
de ser el fruto de Su corazón y de Su boca, y no habría más que un rebaño, y un Pastor. En cuanto al hombre, esto completa
el fruto de la obra del Señor, al menos aquí abajo.
Es importante observar aquí que, en tanto Él se somete en todo a la voluntad de Su Padre, es Él mismo quien actúa aquí:
no se trata de un Mesías rechazado. En la actividad que le era pertinente, Él saca Sus propias ovejas. Él fue rechazado: Él
había buscado una de sus ovejas que había sido rechazada (cap. 9), para revelarse a ella. Pero aquí es el lado divino. El
Señor entra conforme a la voluntad de Su Padre, una prueba de que Él era el Buen Pastor; pero una vez que hubo entrado, la
acción es la Suya propia. Él es reconocido por el portero, Su voz es reconocida por las ovejas; Él las llama por sus nombres,
y Él mismo las conduce afuera. No se trata, repito de nuevo, de un Mesías rechazado, sino del Pastor divino, que conoce, y
que conduce a Sus propias ovejas, pues las ovejas son Suyas; una vez que están fuera, Él va delante de ellas, y ellas le siguen,
pues conocen Su voz. Él da Su vida, nadie se la quita. Él trae otras ovejas que no eran del redil Judío.
En este acto de abnegación, la dádiva de Su vida, el punto no es solamente los sentimientos de las ovejas, sino los
del Padre. Jesús podía darle un motivo al Padre para que Él las amara: solamente una Persona divina podía hacer esto. El Padre
se complace en la fidelidad de Sus hijos; pero poner Su vida, entregarse Él mismo incluso hasta la muerte, y volver a tomar
Su vida en resurrección, en tanto restablece la gloria del Padre, empañada por la entrada del pecado y de la muerte, todo
esto era un motivo para el afecto del Padre. ¡Glorioso y abnegado Salvador! Aunque Él sintió todo, Él nunca pensó en Sí mismo,
sino en Su Padre, y, bendito sea Su nombre, en Sus ovejas. Entregarse así fue Su propia acción, un acto de abnegación voluntaria
de parte Suya; pero, habiendo llegado a ser Hombre y Siervo, un acto, sin embargo, conforme a la voluntad de Su Padre. La
acción sobre la que estamos ocupados ahora, no es la dádiva de Su vida por las ovejas, sino el hecho de que allí, donde había
entrado la muerte, y donde el hombre estaba sometido por el pecado a la muerte, Él, quien tenía vida en Sí mismo, da Su vida
para volverla a tomar más allá de la muerte y de todo lo que era su causa y poder, y colocar al hombre, el ser en quien Dios
se complacía, en una posición enteramente nueva, conforme a la gloria divina, y eso mediante un acto de abnegación voluntaria,
pero de obediencia. (Comparen con capítulo 14: 30, 31).
El Señor ahora, en un segundo discurso, hablando aún con los Judíos, descubre las bendiciones que Sus ovejas habrían
de gozar, bendiciones eternas e inmutables. Los Judíos estaban en el desconcierto moral en el cual ya los hemos visto. El
buen sentido decía: "Estas palabras no son de endemoniado. ¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?" (v. 21).
Pero los prejuicios de muchos de ellos superaron a todas sus convicciones. Ellos rodean al Salvador, pues no podían liberarse
de la influencia de Su vida, y de lo que Él decía y hacía: "Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente." (v. 24). Jesús ya
les había dicho, y ellos no creyeron; Él apela a Sus obras, que daban testimonio de Él; pero ellos no creyeron, porque no
eran de Sus ovejas. Es solamente una cuestión de Sus ovejas, de las que pertenecían a Él, fuera de la elección exterior del
pueblo de Israel; pero el Señor encuentra la ocasión para sacar a la luz la bienaventuranza de Sus ovejas.
La primera marca que caracteriza a las ovejas de Jesús, y que nosotros hallamos aquí tan a menudo, es, que ellas oyen
Su voz (v. 27, vean los versículos 3, 4, 5, 16); luego vienen otras dos marcas que les pertenecen: el Buen Pastor las conoce
(comparen con el versículo 14, y para el sentido, con el versículo 3), y ellas le siguen. (Comparen con el versículo 4). Luego
el Señor nos manifiesta claramente lo que Él les da; es decir, vida eterna, en la plena seguridad de la fidelidad de Cristo,
y del poder del Padre mismo. Él ya había declarado que Su objetivo al venir, en gracia, era dar vida, y vida en abundancia;
no había venido a buscar un botín, como un ladrón, sino a dar vida de arriba, en gracia: era vida eterna, esa vida de la que
Cristo era la fuente y el representante en la humanidad (comparen con 1 Juan 1:2; y también con Juan 1:4), esa vida que estaba
esencialmente en el Padre, que estaba en la Persona del Hijo aquí abajo, la vida que Dios nos da en Él (1 Juan 5: 11, 12),
y por medio de Él, que nosotros poseemos en Él; pues Él es nuestra vida (Colosenses 3:4; Gálatas 2:20); vida que lleva la
estampa de Cristo, nueva posición del hombre, según los consejos de Dios. Para nosotros - primer carácter de esta vida, pues
nosotros estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, y bajo el poder de la muerte - aquí abajo - Cristo es, entonces,
la resurrección y la vida, una vida que tiene que manifestarse ahora en nosotros, y que respira, por decirlo así, por medio
de la fe en Él (Gálatas 2:20; 2 Corintios 4: 10-18), y que será revelada plenamente cuando estaremos con Él, y glorificados
(Romanos 6:22), pero que subsiste en el conocimiento del Padre, el único Dios verdadero, y de Jesucristo, a quien ha enviado.
(Juan 17: 2, 3; vean 1 Juan 5:20). Es la dádiva de Dios, pero es real y moral: nosotros somos nacidos de agua y del Espíritu.
(Juan 3: 5, 6). "El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad." (Santiago 1:18). Así que lo que estaba en Cristo
se reproduce en nosotros, conforme a la Palabra (el Verbo) que es la expresión de ello. (1 Juan 2: 5-8; 1 Juan 1:1; 1 Pedro
1: 21-25). Esta Palabra nutre la vida (1 Pedro 2:2), y así nosotros podemos decir de esta vida, o más bien el Señor lo dice:
"porque yo vivo, vosotros también viviréis." (Juan 14:19). Aquí se trata de la vida misma; pero para completar el carácter
de esta vida en el Cristiano, debemos agregar, "el Espíritu de vida": entonces eso llega a ser "la ley del Espíritu de vida
en Cristo Jesús" (Romanos 8:2); entonces, según Juan 4, con objetos celestiales delante de nosotros, es una fuente de agua
viva que brota (o, que salta) para vida eterna.
Pero si Cristo es así nuestra vida, entonces la vida en Él no perece, ni falla en nosotros: porque Él vive, nosotros
también viviremos. ¿Puede Él morir, o puede la vida divina en nosotros llegar a decaer? Ciertamente no. Nosotros no pereceremos;
la vida de la cual vivimos es vida divina y eterna. Pero allí está el lobo que arrebata y dispersa las ovejas. Las ovejas
no serían capaces de defenderse de este lobo voraz, pero el Buen Pastor está allí, el Hijo de Dios, y nadie la puede arrebatar
de Su mano; no existe ninguna fuerza mayor que pueda hacer nada contra Aquel que nos guarda.
Hay más: las ovejas son el objeto del cuidado común del Padre y del Hijo. ¡Precioso pensamiento! El Padre, quien las dio al Hijo, es evidentemente mayor que todos: ¿quién las habría de arrebatar de Sus
manos? Y el Hijo, ese Buen Pastor, quien se humilló a Sí mismo, para tenerlas y salvarlas, y para guardarlas, es uno con el
Padre. El Pastor entró, indudablemente, por la puerta determinada, pero Él es Dios, uno con Aquel que la había determinado;
Él es el Hijo del Padre, uno con el Padre; tal es la seguridad de las ovejas.
Los Judíos toman piedras para apedrear a Jesús. El Señor, tranquilo en fidelidad a Su Padre, les muestra que conforme
al lenguaje de sus propias Escrituras ellos estaban equivocados, pero apela, al mismo tiempo, a Sus obras, como prueba de
la verdad de Su testimonio, y de que Él era Hijo de Dios, y el Padre en Él, y Él en el Padre. Luego ellos procuran prenderle,
pero Él escapa de sus manos, y se marcha al otro lado del Jordán, donde muchos vienen a Él, y reconocen que todo lo que Juan
el Bautista había dicho de Él era verdad.
Antes de ir más allá, pienso que será útil recapitular lo que hemos examinado en detalle, de modo de presentar el todo
en su conjunto. Los capítulos 8 y 9 nos entregan el aspecto de la responsabilidad del pueblo, en que ellos rechazan el testimonio
de la Palabra, y de las obras de Jesús; el capítulo 9, en particular, nos presenta a los Judíos expulsando de la sinagoga
al hombre que había creído que Jesús era un profeta, después de haber aprendido en su propia persona, por experiencia, el
poder de Jesús que le había curado milagrosamente; pero allí Jesús y aquellos que creían fueron rechazados, y echados fuera.
Ahora, en el capítulo décimo nos son presentados el pensamiento y la operación divinos. Cristo, sin duda, entra por la puerta,
en obediencia; pero es para cumplir la obra y la voluntad de Dios con respecto a los Suyos. Las ovejas le pertenecen; Él las
llama por su nombre; las saca fuera, va delante de ella, y ellas le siguen: es la verdadera obra del Señor. No hay duda que
la responsabilidad de los Judíos al rechazarle subsistió a pesar de todo, pero no frustró los consejos de Dios: el Pastor
no tenía el propósito de dejar las ovejas en el redil. Los Judíos fueron culpables de la crucifixión del Señor, pero Su muerte
fue conforme a los consejos y al anticipado conocimiento del Dios-Salvador (Hechos 2:23): fue lo mismo aquí en cuanto a los
Judíos; ellos expulsaron esta oveja, el hombre que había nacido ciego, que había sido sanado; pero, de hecho, fue Dios quien
liberó a este hombre de la prisión del redil, para colocarle bajo el cuidado del Buen Pastor (v. 2-4). Después de eso, el
Señor da vida, vida en abundancia, a Sus ovejas, que entran por la puerta, por la fe en Él - que entran en el gozo de las
cosas celestiales: ellas tienen una vida que pertenece al cielo; ellas son salvas, libres, alimentadas en las dehesas de Dios.
Luego, el Buen Pastor no escatima Su propia vida, sino que la pone por ellas, para que ellas puedan gozar de salvación, y
de los privilegios preparados por Dios; entonces se trata del valor de la muerte de Jesús para el corazón del Padre; también,
es Él mismo quien da Su vida, no le es quitada. Finalmente, en otro discurso, el Señor nos presenta la bienaventuranza de
las ovejas, en toda plenitud de gracia y seguridad que les es concedida bajo Su protección y la del Padre.
J. N. Darby
Traducido del Inglés por: B.R.C.O. - 2007.-
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